Estamos
El conductor se orilla, cuatro salimos del automóvil y caminamos cuesta arriba por una vereda angosta hacia los trabajadores. Las mujeres usan bufandas, unas tejidas a mano, otras bordadas y unas más decoradas con esferas plateadas y bisutería. El rostro de los hombres luce agrietado y curtido como el cuero, resultado de una vida bajo el sol. Los salpicamos con preguntas: ¿Qué edad tienen los árboles? ¿Cuántas generaciones han trabajado como recolectores? ¿Procesan el té? No parecen sorprendidos de vernos o escuchar nuestras preguntas. Es temporada de recolección en las montañas de Yunnan y, desde hace pocos años, cada vez más visitantes como yo venimos en busca del té Pu’erh –el más valioso y coleccionado del mundo– y a explorar su lugar de nacimiento.
El té es la segunda bebida más popular del planeta después del agua. Lo descubrió el emperador Shennong –el “divino granjero”– en 2737 a.C., cuando unas hojas cayeron por accidente en su cacerola de agua caliente, según la leyenda. Por más de 4700 años, el té ha viajado por el mundo; hoy se cosecha en India, Nepal, Japón, Kenia y otros países montañosos entre los trópicos de Cáncer y Capricornio. El té toma muchas formas –negro, verde, oolong, gris y blanco–, aunque todas provienen de una planta siempreverde llamada . Durante siglos, el té se ha utilizado como moneda y para pagar tributo. Ha sido gravado como producto de lujo (cualquier estudiante de Estados Unidos conoce el papel que jugó en la bahía de Boston antes la Independencia). También fue central en las tres grandes escuelas de la filosofía china. Confucio dijo que ayuda a las personas a entender sus inclinaciones. Los budistas creen que es uno de los cuatro caminos para concentrar la mente –junto con las caminatas, alimentar peces y sentarse en silencio– para alcanzar los reinos de la
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