¡Por fin es jueves!: Por qué la semana laboral de 4 días impulsará la economía y mejorará nuestra vida
Por Pedro Gomes
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Las semanas laborales de cinco días serán sustituidas en las economías más desarrolladas por semanas laborales de cuatro días. Esta es la provocativa tesis que el economista Pedro Gomes plantea en este convincente libro. Apoyándose en diversas teorías económicas, en la historia y en los datos, el autor sostiene que una semana laboral de cuatro días generará una poderosa renovación económica en beneficio de toda la sociedad. Su aplicación generalizada estimulará la demanda, la productividad, la innovación y los salarios al tiempo que reducirá el desempleo. Una idea que encuentra además apoyos tanto en la izquierda como en la derecha, a pesar de la polarización de nuestras sociedades.
Hace cien años trabajar «solo» cinco días a la semana parecía algo irrealizable. En el siglo XX, las empresas comenzaron a dar a los trabajadores un segundo día libre, percatándose de que un fin de semana sin tener que trabajar era positivo para la economía. En los años venideros, el jueves será el equivalente a los viernes de hoy en día, un cambio que se introducirá gradual e irreversiblemente y que, además de beneficiar a la economía, mejorará el bienestar de las personas.
Un libro oportuno de un autor de referencia sobre un tema hoy candente: la conveniencia de reducir el tiempo que destinamos al trabajo.
Apoyado en las teorías de varios grandes economistas de referencia.
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¡Por fin es jueves! - Pedro Gomes
primera parte PARA ENTENDER LA SEMANA LABORAL DE CUATRO DÍAS
1 la historia se repite
El progreso nace de la invención técnica, así que siempre le estaremos agradecidos al descubridor del fuego, al inventor de la dinamo eléctrica y a quien mejoró la salsa holandesa. Pero también se han producido inventos sociales de una gran trascendencia. De hecho, a medida que la sociedad se vuelve más próspera, estos pueden llegar a tener cada vez más importancia. Sin el lenguaje seguiríamos viviendo en las cavernas, y toda nuestra admiración para el genio desconocido que descubrió que, para solucionar las disputas sobre quién va primero, bastaba con lanzar una moneda al aire. La semana de cuatro días es precisamente un invento social de este tipo.
paul samuelson, en su prólogo a 4 Days, 40 Hours (1970)
Paul Samuelson recibió el Premio Nobel de Economía en el año 1970. El comité que otorgaba el galardón declaró que «más que ningún otro economista contemporáneo, Samuelson ha contribuido a elevar el nivel analítico y metodológico general de la ciencia económica. Pura y simplemente, él ha reescrito partes considerables de la teoría económica».
Estadounidense de origen polaco, Samuelson se doctoró en Harvard y desarrolló su larga y distinguida carrera en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), tan larga como para escribir las necrológicas de todos los demás economistas importantes del siglo xx. Considerado con razón el padre de la economía moderna, desarrolló tantos temas diferentes dentro de este campo que hasta al Comité Nobel le resultó imposible seleccionar su contribución más importante. Influyó en la manera que tienen los economistas de entender la toma de decisiones por parte de los consumidores, el bienestar de una economía, el funcionamiento de los mercados financieros, el papel de los gobiernos en la provisión de bienes públicos, los ganadores y perdedores del comercio internacional y cómo percibimos la economía en tanto que proceso dinámico.
Samuelson desempeñó un papel fundamental en el aumento del uso de las matemáticas en la ciencia económica. Consideraba que las matemáticas eran el único lenguaje que podía utilizarse para contar historias coherentes desde un punto de vista lógico y para expresar razonamientos, y llegó a personificar el intento de la economía de distinguirse de otras ciencias sociales, aproximándose, por el contrario, al rigor de la física y las demás ciencias exactas. De esta manera, la adopción de las matemáticas se convirtió en el rasgo definitorio de la economía moderna: los artículos que antes tenían muchas palabras y pocas ecuaciones ahora tienen muchas ecuaciones y pocas palabras. Y, para bien o para mal, gracias a Samuelson los economistas, gentes orgullosas de su intelecto, son ahora famosos por su ego hiperdesarrollado, despreciados por otros científicos sociales por el hecho de simplificar en exceso una realidad compleja, objeto de burla por los científicos naturales debido a los supuestos poco realistas de los que parten, e ignorados por todos los demás debido a que su ciencia parece impenetrable.
Samuelson es muy admirado en la actualidad por su capacidad para unificar puntos de vista opuestos. En sus propias palabras, era un «centrista aburrido». Su libro de texto Fundamentos del análisis económico ha vendido más de cuatro millones de ejemplares en todo el mundo y ha formado a generaciones de economistas. La obra incorpora las dos ramas principales de la economía: la microeconomía, que estudia el comportamiento de actores individuales, como consumidores, empresas o mercados específicos; y la macroeconomía, que estudia el conjunto de la economía de un país o región: cómo interactúan todas las empresas, todos los hogares y el Gobierno. Una rama estudia un solo árbol, mientras que la otra estudia el bosque entero. Ambas se encuentran entrelazadas, pero, mientras que la microeconomía tiene un enfoque de abajo arriba, el de la macroeconomía es de arriba abajo. Debido al complejo resultado de la interacción entre tantos actores, la macroeconomía tiende a ser más controvertida y suele ser más dogmática. En su libro de texto, Samuelson combinó dos visiones opuestas de la macroeconomía. Estaba la economía clásica, paradigma dominante hasta la Gran Depresión de la década de 1930, que se centraba en la capacidad de las empresas para producir bienes e ignoraba el papel del gasto por parte de los consumidores. Por el contrario, los keynesianos, que creían que las recesiones estaban causadas por un gasto insuficiente. Su enfoque fue adoptado para hacer frente a los niveles persistentemente altos de desempleo que resultaron de la Gran Depresión. La combinación de estos puntos de vista opuestos, ahora conocida como síntesis neoclásica, refleja la capacidad unificadora de Samuelson.
En 1970, Samuelson escribió el prólogo de 4 Days, 40 Hours. El libro, una recopilación de artículos de científicos sociales y expertos en gestión que editó Riva Poor (por aquel entonces estudiante de la Sloan School of Management del MIT), analizaba una práctica de gestión novedosa y prometedora implantada en aquel momento en más de treinta empresas: una semana laboral de cuatro días y cuarenta horas, sin reducción salarial para los trabajadores. El libro abordaba la semana laboral de cuatro días desde un ángulo microeconómico. En él se relata cómo las empresas que aplicaron la 4/40 experimentaron un incremento de la productividad y una reducción de los costes; un aumento de la felicidad, la moral y la satisfacción laboral de los trabajadores, y una reducción de la rotación del personal y del absentismo. Describía cómo reaccionaban los empleados al cambio y qué hacían con su día extra de fin de semana, por ejemplo descansar, pasar tiempo con la familia, viajar, practicar aficiones o deportes, leer más, seguir estudiando o aceptar un trabajo a tiempo parcial.
Samuelson, en el año en que fue reconocido como el padre de la economía moderna, no solo respaldó la semana de cuatro días, sino que llegó a calificarla de «invención social de alcance transcendental». Argumentó que ofrecía nuevas posibilidades en un campo en el que la gente disponía de pocas opciones —qué hacer con su tiempo— y que incluso tal vez cambiase la estructura de la familia, al equilibrar la división del trabajo entre marido y mujer. A pesar de todo, aunque el economista más brillante de su época apoyó sin reparos la idea, la semana laboral de cuatro días no cuajó.
En 1981, una década más tarde, vio la luz otro libro sobre la semana laboral de cuatro días: A Shorter Workweek in the 1980s [Una semana laboral más corta en la década de 1980]. El autor, William McGaughey, se describe a sí mismo como «filósofo, narrador de historias, terrateniente, economista laboral, historiador del mundo, candidato político, arrestado y padre de familia». Su libro abordaba la semana laboral de cuatro días desde un enfoque macroeconómico, como una receta política, y defendía la semana laboral más corta como solución para el desempleo por el método para compartir el trabajo. También intentaba contrarrestar las objeciones más serias a esa semana reducida, a saber, que agravaría la inflación (el coco económico de la época) al generar un aumento de los costes de las empresas, o que la gente podría optar por aumentar sus ingresos trabajando más tiempo, en lugar de dedicarse al ocio.
McGaughey escribió un segundo libro sobre el tema en 1989, Nonfinancial Economics: The Case for Shorter Hours of Work [Economía no financiera: El caso de las horas de trabajo más cortas]. Esta vez contó con un peso pesado como coautor, el senador demócrata Eugene McCarthy, quien fue profesor de Economía antes de emprender su carrera política, miembro de la Cámara de Representantes durante diez años y posteriormente senador desde 1959. Además, era un inconformista. Contra todo pronóstico, se enfrentó a Lyndon Johnson por la candidatura demócrata en las elecciones presidenciales de 1968, y consiguió dar nuevos bríos al movimiento contra la guerra de Vietnam. Tras unas primarias muy reñidas, Johnson anunció que no se presentaría a la reelección y Robert Kennedy entró en la carrera. McCarthy y Kennedy ganaron cada uno varias primarias antes de que Robert fuera asesinado. La Convención Nacional Demócrata de ese año, marcada por la violencia, eligió al vicepresidente Hubert Humphrey como candidato. McCarthy aspiró a la presidencia otras cuatro veces, pero nunca consiguió el mismo impulso. En 2005, el semanario británico The Economist publicaba en su obituario: «Irlandés hasta la médula, audaz, de humor burlón, solitario empedernido, con un sentido de la transcendencia de las cosas superiores y todo ello expresado siempre con la elegancia profesoral de un hombre que una vez fue descrito como Tomás de Aquino con traje
».
En su primer mandato como senador, McCarthy presidió un Comité Especial sobre Desempleo que fue creado para analizar las implicaciones de la automatización. Entre las diversas opciones para hacer frente al desplazamiento de trabajadores por causa de las tecnologías que ahorraban mano de obra, el informe del comité señalaba que podría ser necesario reconsiderar la opción de ajustar la jornada laboral en caso de que el desempleo siguiera siendo elevado. Muchas de estas ideas se repitieron en el libro que coescribió y que fue publicado unos treinta años después, el cual reciclaba igualmente varios capítulos del original de McGaughey. Aquella obra sostenía que la semana laboral de cuatro días era la estrategia adecuada para hacer frente a la creciente automatización y a la expansión de tecnologías que implicaban un ahorro de mano de obra. Su argumento filosófico más profundo era que, en la economía, numerosos empleos son el resultado de un puro despilfarro. Este derroche ha adoptado formas muy diversas, desde la excesiva regulación gubernamental hasta la producción de bienes que solo podían venderse mediante una importante publicidad o exportándose a bajo precio a países extranjeros; desde el consumo manifiesto de productos que no necesitamos hasta las guerras, que eran el despilfarro definitivo. La economía tenía demasiada grasa, y la reducción de la semana laboral la adelgazaría.
El senador McCarthy no es el único político de alto nivel que ha apoyado la semana laboral de cuatro días. Tras el caos de las primarias demócratas de 1968, el vicepresidente Hubert Humphrey perdió contra Richard Nixon. Esto podría haber sido una buena noticia para la semana de cuatro días, ya que el propio Nixon, mientras era vicepresidente en 1956, había previsto en un «futuro no muy lejano una semana laboral de cuatro días» y una «vida familiar más plena para todos los estadounidenses». Sin embargo, cuando Nixon llegó a presidente había cambiado de opinión. Así que no es de extrañar lo que McCarthy diría más tarde de Nixon: «es el tipo de persona que, si te estuvieras ahogando a seis metros de la orilla, te lanzaría una cuerda de cinco metros».
Tras unas décadas en el olvido, la semana laboral de cuatro días hizo su reaparición. En 2018, Robert Grosse, profesor de Administración de Empresas en la Universidad Estatal de Arizona y expresidente de la Academy of International Business, escribió The Four-Day Workweek [La semana laboral de cuatro días]. Su libro es una versión moderna de 4 Days, 40 Hours en la que, en lugar de proponer una reordenación de las cuarenta horas a lo largo de cuatro días, propone una reducción a treinta y dos horas de trabajo. Grosse reafirma el vínculo entre la reducción de la jornada laboral y el aumento de la productividad. También analiza la implementación de la semana de cuatro días y la disyuntiva entre el aumento de la productividad y la reducción salarial. De enfoque académico y repleto de estadísticas, su libro reconoce un posible papel de las Administraciones públicas a la hora de ofrecer incentivos a los trabajadores y las empresas que pasen a una semana de cuatro días, pero en general adopta un punto de vista microeconómico: está dirigido a «directivos y líderes con visión de futuro».
En 2020 se publicó otro libro sobre el tema, The 4 Day Week [La semana de cuatro días], también escrito desde un punto de vista microeconómico, aunque teñido de un matiz personal. El autor, Andrew Barnes, es el consejero delegado de Perpetual Guardian, la mayor empresa de planificación patrimonial en Nueva Zelanda, con 100.000 millones de libras en activos y 240 empleados. En 2018 implantó en la firma lo que denominó «la regla 100-80-100». Los trabajadores recibían su salario íntegro y trabajaban el 80 % del tiempo a condición de que entregaran la producción acordada. Y así lo hicieron. En la actualidad, Barnes viaja por todo el mundo explicando que «la semana laboral de cinco días es una construcción del siglo xix que no sirve para el siglo xxi». No implantó la semana laboral de cuatro días por caridad o buscando un cambio de vida radical después de alguna experiencia cercana a la muerte, no; es un hombre de negocios y lo hizo para obtener beneficios.
Estos cinco libros demuestran los dos enfoques que podemos darle a la semana laboral de cuatro días y la diversidad de actores que podrían liderar esa revolución. Los libros de Poor, Grosse y Barnes —que adoptan el punto de vista microeconómico, de abajo arriba— describen los beneficios de la reducción de la jornada laboral para las empresas y los trabajadores. Implícitamente están asumiendo que son los trabajadores y las empresas quienes tienen que liderar la revolución, y que todo lo que quieran será proporcionado por el mercado. Los libros de McGaughey y McCarthy presentan una perspectiva macroeconómica, de arriba abajo. Pasan lista a los beneficios que la semana laboral de cuatro días generará a la sociedad y no esperan que los mercados se conviertan a ella de manera espontánea. Por contra, sostienen que son los Gobiernos quienes deben liderar la revolución por medio de nuevas legislaciones.
Por tanto, crece la visibilidad de la semana laboral de cuatro días: cada vez es mayor el número de empresas que, con resultados asombrosos, la están aplicando; hay más políticos que la apoyan, y los sindicatos también la respaldan. Eso sin contar con diferentes think tanks. ¿Se impondrá algún día?
Hay motivos para el optimismo, pero conviene recordar que las empresas llevan tiempo experimentando con ella y que, durante al menos cincuenta años, numerosos economistas y políticos serios la han defendido. Por tanto, a quienes dudan de las bondades de esta semana reducida, les bastará con señalar los intentos fallidos del pasado y descartar la idea como una fantasía impracticable. Si no funcionó antes, ¿por qué debería funcionar ahora?
Para entender por qué la semana laboral de cuatro días no ha despegado antes, tenemos que ser capaces de mirar más allá de la propaganda y aprender por qué los numerosos argumentos a su favor han conseguido convencer apenas a una pequeña minoría. ¿Qué podemos aprender de la historia para encontrar, ya embarcados en el siglo xxi, mejores argumentos a favor de la semana laboral de cuatro días?
2 cantando una vieja canción
El mayor problema no es que la gente acepte las nuevas ideas, sino que olvide las viejas.
john maynard keynes
El trabajo de cinco días de cada siete no es algo escrito en nuestros genes, ni en las Escrituras ni en las estrellas. La semana laboral es una construcción económica, social y política. Hasta principios del siglo xx, los occidentales trabajaban seis días a la semana y descansaban los domingos. Fue en 1908 cuando algunas empresas estadounidenses de pequeño tamaño implantaron una práctica revolucionaria: la semana laboral de cinco días. En 1922, la National Association of Manufacturers (Asociación Nacional de Fabricantes) publicó un folleto titulado ¿Se va a universalizar la semana de cinco días? No. Daban ocho razones en contra de tan radical propuesta:
Haría aumentar enormemente el coste de la vida.
Provocaría que los salarios subieran más de un 15 % y disminuyera la producción.
Sería poco práctico para todas las industrias.
Ayudaría a paliar un descenso de las ventas a corto plazo, aunque la mejora sería solo temporal.
Crearía un ansia de lujos adicionales con que ocupar el nuevo tiempo libre.
Supondría una tendencia hacia el pan y circo. Fue lo que pasó en Roma y Roma murió.
Iría en contra de los intereses de quienes quieren trabajar y progresar.
Nos haría más vulnerables a las embestidas económicas de Europa, que ahora está realizando un gran esfuerzo para sobrepasar la ventaja que les llevamos.
Las objeciones actuales a la semana laboral de cuatro días no son más que repeticiones de estos mismos argumentos. Pueden agruparse en cuatro categorías: económicas, operativas, éticas y comparativas. El primer y segundo tipo de razones son de índole económica. Erróneas al adoptar una visión estática de la economía y de la relación entre trabajadores y empresas, suponen que ninguna otra variable evolucionará en respuesta a la semana laboral de cuatro días; los trabajadores no cambiarán la energía que dedican a la producción, los directivos no cambiarán sus prácticas y los consumidores no cambiarán su demanda de bienes. De hecho, ocurre lo contrario: las economías son dinámicas y se ajustan constantemente.
Además, semejantes razones económicas ignoran la distinción entre productividad media y productividad marginal, conceptos entre los más importantes de la economía. Cuanto más tiempo trabajas, ya sea en horas o en días, tu contribución añadida —tu productividad marginal— disminuye. Los trabajadores son menos productivos en la octava hora de trabajo que en la séptima, y menos productivos un viernes que un jueves.
Los argumentos número tres y cuatro se refieren a la viabilidad de acortar la semana laboral. Recientemente podíamos leer en The Telegraph: «Todos sabemos que la propuesta de una semana laboral de cuatro días es inviable, imposible, imaginaria» o bien «Es demasiado compleja desde el punto de vista operativo». Un «plan descabellado», decía Boris Johnson, por entonces primer ministro del Reino Unido. Son argumentos perezosos esgrimidos por personas reacias al cambio y poco dispuestas a juzgar una propuesta con base en sus méritos. Y, además, el argumento de mantener el statu quo carece de fundamento económico.
Las razones cinco, seis y siete son de naturaleza ética. Su equivalente moderno es: «con la semana laboral de cuatro días la gente no va a hacer otra cosa que ver la televisión y atontarse». Tras este tipo de argumentos paternalistas y condescendientes subyace la opinión de que el ocio es en cierto modo perverso o malo. A principios del siglo xix, la jornada laboral duraba de sol a sol. El primer movimiento que intentó reducirla pretendía ir hasta las diez horas. En 1825, los maestros carpinteros de Boston respondieron así a las demandas de los oficiales a su servicio: «Hemos sabido, no sin sorpresa y pesar, que un gran número de los que están empleados como oficiales en esta ciudad se han puesto de acuerdo con el fin de alterar el tiempo de comienzo y final de una jornada diaria de trabajo que ha sido la habitual desde tiempos inmemoriales». Consideraban que ese pacto estaba «plagado de numerosos y perniciosos males» y que expondría a los propios jornaleros «a numerosas tentaciones y prácticas impropias» de las que se encontraban «felizmente a salvo» cuando trabajaban de sol a sol. En otras palabras, que los obreros pasarían su tiempo libre bebiendo, apostando, peleándose y fornicando. El filósofo Bertrand Russell lo resumió perfectamente en su texto imperecedero Elogio de la ociosidad y otros ensayos (1932):
La idea de que los pobres dispongan de tiempo libre es algo que siempre ha resultado escandaloso a ojos de los ricos. En la Inglaterra de principios del siglo
xix
, quince horas era la jornada ordinaria de trabajo para un hombre; los niños en ocasiones hacían otro tanto, y muy comúnmente llegaban a las doce horas diarias. Cuando los entrometidos apuntaron que tal vez esa cantidad de horas resultara excesiva, se les dijo que el trabajo mantenía a los adultos alejados de la bebida y a los niños, de las fechorías. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos obtuvieran el voto, se establecieron por ley ciertos días festivos, con gran indignación por parte de las clases altas. Recuerdo haber oído decir a una anciana duquesa: «¿Para qué quieren vacaciones los pobres? Lo que tienen que hacer es trabajar». Hoy en día la gente es menos franca, pero el sentimiento persiste y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
Al menos nos queda un consuelo: el argumento bíblico ampliamente invocado aquellos días contra la semana laboral de cinco días —esto es, que Dios descansó únicamente el domingo— ya no puede reciclarse para ir contra la de cuatro días. Amén.
Por último, el octavo argumento se refiere a la competencia exterior. Hoy en día la canción sonaría algo así como: «China fabrica ya productos tan baratos que pasar a una semana de cuatro días supondrá una pérdida todavía mayor de competitividad. En estos momentos no podemos permitírnoslo». Se trata de razonamientos basados en una visión estrecha de la economía mundial como un juego de suma cero que además ignora de qué forma el conjunto de países se benefician del comercio y la cooperación internacionales. Por otro lado, ¿quién va a creerse que seremos capaces de mantener nuestro liderazgo (signifique eso lo que signifique) sobre China por el hecho de trabajar seis días a la semana? Justamente, el peso económico del gigante asiático se aceleró después de que adoptaran la semana laboral de cinco días en el año 1995.
A pesar de estas opiniones negativas generalizadas, Henry Ford, el propietario del fabricante de automóviles, sorprendió a sus colegas de la industria en el año 1926 con la implantación de una semana laboral de cinco días. Afectaba a todas sus fábricas de Estados Unidos y del resto del mundo, el 99 % de su plantilla. Fue una decisión sorprendente: en la declaración donde exponía sus razones, presentó un poderoso argumento empresarial que rebatía hábilmente las críticas al uso. Contradijo los argumentos económicos habituales al constatar que sus trabajadores «vuelven después de dos días de vacaciones tan frescos y entusiastas que son capaces de poner lo mejor de ellos en su trabajo». La respuesta de la dirección fue perfeccionar los procesos y aumentar la eficacia, porque «cuanto más nos esforzamos por ganar tiempo, más eficaz resulta la empresa». También rechazó las preocupaciones éticas sobre el aumento del tiempo libre con la afirmación de que «existe una diferencia enorme entre el ocio y la ociosidad», para a continuación darle la vuelta al argumento de la competencia externa, afirmando que la medida fortalecería, en lugar de debilitar, la posición de Estados Unidos en relación con sus competidores europeos. Puso el ejemplo de Alemania, que había aumentado las «horas de la jornada laboral bajo la ilusión de poder así aumentar la producción» cuando, en realidad, «es muy posible que esté disminuyendo». Por último, dio una poderosa razón económica a favor de la semana laboral de cinco días al afirmar que el incremento del ocio «aumentará la demanda de bienes producidos por la industria estadounidense. Los trabajadores pedirán más comida, más y mejores bienes, más libros, más música... más de todo». Lo más importante es que, al aplicar con éxito una política semejante, Ford estaba demostrando la viabilidad y practicidad de la semana de cinco días. Regresaré varias veces a su declaración, porque dos de mis ocho argumentos a favor de la semana laboral de cuatro días siguen de cerca su razonamiento.
¿Se apresuraron otras industrias a seguir a Ford? Para nada, y, sin embargo, la decisión tuvo sus repercusiones. En 1929, el National Industrial Conference Board, una asociación patronal estadounidense, publicó The Five-Day Week in Manufacturing Industries [La semana de cinco días en las industrias manufactureras]. Calculaban que en 1928 solo el 2,6 % de los asalariados de Estados Unidos habían trabajado cinco días, de los cuales el 80 % eran empleados de la Ford Motor Company. En el informe se analizaban varios de los beneficios obtenidos por las empresas que aplicaron la semana laboral más corta, como el aumento de la productividad, la reducción de los gastos generales y la mejora de la asistencia y la puntualidad de los trabajadores. El informe concluía que «la semana laboral de cinco días deja de ser un experimento administrativo radical y poco práctico y se sitúa entre los planes que, por revolucionarios que puedan parecer a algunos, han demostrado su viabilidad y utilidad en determinadas circunstancias». Aun así, esa semana reducida continuó teniendo numerosos detractores. En 1936, Harold Moulton, presidente de la Brookings Institution, un influyente instituto de opinión estadounidense, escribió que «la semana laboral más corta resultaría nada menos que una calamidad para los asalariados del país».
Cuando The Economist publicó en 2018 que «es probable que los crecientes llamamientos a favor de una semana de cuatro días no sean escuchados» me decepcionó una acogida tan tibia. Entonces recordé que una de las razones por las que me encanta The Economist es su coherencia editorial: más de ochenta y cinco años antes, el 20 de junio de 1936, en sus páginas podíamos leer en un tono similar que la semana de cuarenta horas es una «demanda que despertará la simpatía general, pero que al mismo tiempo va a presentar dificultades muy serias». Ello me dio motivos para el optimismo: solo dos años después de ese artículo, el acortamiento de la semana laboral pasó de la microeconomía a la macroeconomía en Estados Unidos con la introducción de la Ley de Normas Laborales Justas de 1938. Se establecían los cinco días y cuarenta horas como referente, y se implementaba un método que garantizara su cumplimiento mediante penalizaciones a las empresas por cada hora extraordinaria de los trabajadores que superase las cuarenta previstas. En un principio, la ley solo se aplicaba a compañías dedicadas al comercio interestatal, con un plazo previsto de dos años para la realización de las adaptaciones necesarias. En las décadas siguientes se ampliaría su ámbito de aplicación. Por ejemplo, la bolsa de Wall Street no dejó de operar los sábados por la mañana hasta septiembre de 1952. La legislación introdujo también un salario mínimo y limitó la ocupación infantil. Esa revisión tan ambiciosa y multidimensional de la legislación en el ámbito del trabajo fue consecuencia del agravamiento de la recesión estadounidense en aquella época, de manera que la Ley de Normas Laborales Justas se convirtió en un pilar central del New Deal promovido por Franklin Delano Roosevelt. El día antes de su firma, el presidente aseguró que «exceptuando tal vez la Ley de Seguridad Social, [este] es el programa con mayor alcance y visión de futuro en beneficio de los trabajadores jamás adoptado aquí o en cualquier otro país. Sin duda, nos permite avanzar hacia un mejor nivel de vida y un aumento del poder adquisitivo». En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la semana laboral de cinco días se había implantado por fin en Estados Unidos.
Un aspecto destacable de las críticas a esta semana de cinco días es que desaparecieron por completo tan pronto como se generalizó. Piénselo con calma: nunca se ha intentado volver a trabajar seis días. Seguramente, esto solo es posible cuando el éxito de una medida resulta evidente para tantas personas distintas,
