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Refugio y desasosiego: Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad
Refugio y desasosiego: Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad
Refugio y desasosiego: Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad
Libro electrónico280 páginas

Refugio y desasosiego: Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad

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Información de este libro electrónico

La soledad es una palabra que cada día toma más presencia en nuestras vidas. Cada vez más personas viven y mueren solas, pero también cada vez más personas deciden viajar sin compañía o criar en solitario. La soledad es un problema, pero también hay quien la siente como una oportunidad .¿Por qué existen estos tipos de soledad? ¿Por qué buscamos una y huimos de otra? ¿Por qué algunas personas buscan el aislamiento para ser felices, mientras que para otras esto significa ser infeliz? Refugio y desasosiego. Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad es es un viaje a través de las historias de personas muy diversas con las que veremos las distintas caras de la soledad. Experiencias contadas en primera persona que hablan de la sociedad en la que vivimos y que nos empuja al individualismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 mar 2024
ISBN9788419999351
Refugio y desasosiego: Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad

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    Refugio y desasosiego - Kike Gómez

    portada.jpg

    Primera edición digital: marzo 2024

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Imagen de la cubierta: Patricia Á. Casal

    Maquetación: Álvaro López

    Corrección: Víctor Rojas

    Revisión: Ana Briz

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2024 Kike Gómez

    © 2024 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-19999-35-1

    Logo Libros.com

    Kike Gómez

    Refugio y desasosiego

    Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad

    A Leila, un pedacito de mí.

    «Cuando el mundo que nos rodea es muy poco humano, resulta muy humano alejarse de él».

    Alfredo Bryce Echenique

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Cita

    Introducción

    SOLEDADES. Toma I

    Deseada/No deseada

    Deseo de libertad

    El pozo de las adicciones

    SOLEDADES. Toma II

    Coyuntural/Estructural

    Adolescencia, vejez y soledad

    Vejez, adolescencia y soledad

    Saber salir/No saber salir

    La soledad en el trabajo

    La soledad de los que buscan trabajo

    SOLEDADES. Toma III

    Momentánea/Duradera

    La soledad en el deporte

    En un país que no es el mío

    Transitoria/Terminal

    Maternidad en soledad

    El alzhéimer y la soledad

    SOLEDADES. Toma IV

    Satisfactoria/Insatisfactoria

    La soledad y el autismo

    La soledad en prisión

    Superficial/Profunda

    Voto de soledad

    La soledad y la depresión

    SOLEDADES. Toma V

    Gracias

    Para saber más

    Mecenas

    Contraportada

    Introducción

    Las palabras flotan en el aire una vez pronunciadas. Ascienden y descienden, jugando con el viento, bailando con la melodía de una frase, mezclándose con otras más grandes o pequeñas hasta que el eco desaparece. Parecido a lo que hacen las pompas de jabón que los niños crean con sus sopladores en medio de un parque en pleno verano. Sin embargo, el peso liviano de algunas de ellas varía dependiendo de los elementos con los que interactúan, dependiendo de las circunstancias en las que se circunscriban. Palabras que se trasforman y que, ya antes de ser pronunciadas, sentimos como una carga pesada en la lengua. Palabras que debemos empujar para que salgan. Palabras que sabes que al dejarlas salir caerán a peso, como si escupiésemos por la boca un lingote de hierro. Palabras que irán a caer a plomo sobre una placa metálica provocando un ruido ensordecedor. Nadie escapa a su reverberación.

    Palabras que por sí mismas son muy poderosas, y no por su significado específico. Hay palabras que sirven como llave para abrir puertas infinitas en nuestra memoria y sentimientos. Son palabras que se comportan como la neurona que faltaba para realizar una sinapsis olvidada, como la piedra filosofal, como si fueran ese eslabón perdido que permite que los pensamientos surjan en cadena.

    Este tipo de palabras las podríamos escribir con mayúscula —colocarlas en una columna a parte dentro de una tabla periódica—, aunque, en realidad, la palabra no es lo que nos agita el cerebro, ni siquiera su significado, sino lo que asociamos a ella. Cuando ese tipo de palabras aparecen entre los ecos del silencio ya no seremos los mismos, no al menos hasta que su resonancia reverberante y duradera haya desaparecido.

    Los neuróticos y los aprensivos que más o menos saben lidiar con sus neurosis están muy acostumbrados a ellas. Suelen tener una alarma implantada en el cerebro y siempre que les llega algo que no encaja con su estado de equilibrio precario se despierta la autodefensa.

    Hay idiomas que resuelven esos problemas de significado, o de asociación, y diferencian cada pequeño matiz. En el castellano, o el español, eso no sucede con la palabra cuyo eco es posible que no desaparezca hasta mucho después de haber terminado este libro.

    Soledad.

    Es más que probable que algo nos haya hecho alzar las cejas, que algo haya cambiado inmediatamente en nuestro cerebro después de leer esa palabra.

    Soledad.

    Soledad.

    Algunos nos hemos puesto a la defensiva, como si de repente hubiera abierto una brecha en nuestra quilla y temiéramos irnos a pique en cuestión de minutos. Otros, quizá, se han sentido reconfortados y cómodos con los recuerdos, pensamientos y sensaciones que les evoca.

    Soledad.

    Soledad.

    Soledad.

    Por todo ello, no hay un consenso claro sobre el significado de la soledad, tampoco de los tipos de soledad que una persona puede identificar. La soledad aparece, afecta, se busca, se sufre o se disfruta de muy diferentes formas. Su dimensión y el concepto que se tiene de ella varía dependiendo de factores tan diferentes como la satisfacción o la insatisfacción que produce, la profundidad o la superficialidad de su llegada, la temporalidad o la inevitabilidad de pasar el resto de la vida atado a ella…

    El propio concepto que la humanidad tiene de la soledad ha variado muchísimo a lo largo de los siglos. Para los antiguos griegos, como Aristóteles, todo aquel que estaba cómodo con la soledad era una bestia salvaje o un dios. Pero es que «incluso los dioses no están solos. Forman una sociedad organizada, en la que cada uno tiene su papel y su lugar y está involucrado en intrigas con los demás»[1].

    A partir del siglo XIV, en el Renacimiento, se empieza a ver con mejores ojos la posibilidad de pasar tiempo a solas. El yo empieza a ganar terreno a la idea de comunidad, a la creencia incuestionable del ser humano como ser social. La soledad empieza a ser un lujo, casi un privilegio.

    Qué podríamos decir de nuestra época actual y la fuerza demoledora del individualismo. Pero, a pesar de todo…

    Soledad.

    Soledad.

    Soledad.

    Esta palabra sigue erizando la piel, por terror o placer, nada más escucharla, nada más leerla, nada más pensar en ella.

    Así son estas palabras: fuertes, carismáticas, pesadas, contradictorias, inquietantes, embaucadoras… Como he procurado que sea este libro, repleto de testimonios, recuerdos, charlas y escuchas para intentar recoger cuantas soledades existen y cuantas formas de relacionarnos con ella experimentamos. ¿Cómo y por qué vivimos en soledad?


    [1] MINOIS, G. (2013). Histoire de la solitude et des solitaires. París: Éditions Fayard.

    SOLEDADES. Toma I

    —Es estar como en un cubo oscuro y vacío tú solo.

    —¿Y estás ahí por voluntad?

    —Sí, porque no quieres salir de ese cajón.

    —…

    —Yo he puesto que hay deseada y no deseada…

    —Sí, de acuerdo. Todo eso está bien. Pero, ¿qué es la soledad?

    * * *

    Comparto el aula con seis adolescentes de entre catorce y dieciocho años. Se parapetan tras dos mesas alargadas colocadas en paralelo de forma que los chicos quedan a un lado y las chicas al otro. Yo, en el medio, me siento en una banqueta alta frente al gran ventanal que queda justo detrás de Carlos e Itziar, los educadores de calle que atienden todas las semanas a estos chicos y chicas procedentes de diferentes partes de España y del mundo. Ninguno de los seis nació en Vitoria, la ciudad en la que ahora residen. Algunos llegaron solos, obligados por unos padres que querían un futuro mejor para sus hijos; otros lo hicieron con la familia al completo, pero, en cualquier caso, unos y otros se vieron obligados a desenraizarse y plantar sus pies en otra tierra nueva y desconocida para ellos.

    Cuando les pregunto qué es la soledad, para abrir el debate, todos responden con conceptos sueltos, más o menos manidos, más o menos complejos, pero ninguno posee una respuesta clara acerca de la definición del término que les ofrezco como disparador. Percibo que todos intentan encontrar esas palabras que describan su propia experiencia, que hagan entender a los demás su propio concepto de soledad, transmitir eso que vivieron en algún momento de sus vidas en su propia carne, pero que nunca antes han relacionado con la soledad. Es verdad que hoy es el primer día que nos vemos y que quizá haga falta un poco más de confianza para transitar por sentimientos propios y dejárselos ver a los demás.

    Hay mucho tiempo por delante.

    —Es que depende, porque… la puedes buscar tú…

    —Claro. Pero, ¿qué buscas?

    Es la segunda vez que interrumpo a Ainhoa. Lleva su pelo rizado color caoba recogido en una coleta, y se queda callada, pensando con una mano apoyada en la sien y la mirada perdida fija en la libreta, donde ha ido apuntando algunos datos con su bolígrafo desgastado.

    —A lo mejor buscas estar bien contigo misma… —dice al fin alzando la cabeza y la voz tímidamente.

    —Ajá. De modo que la soledad podría ser… ¿No estar bien con uno mismo? —pregunto.

    —Sí… claro…— duda Ainhoa.

    —Quizá lo que os está preguntando es… Antes hemos estado hablando de en qué momentos nos sentimos solos, ¿no? Ainhoa decía que soledad es cogerse un libro y meterse ahí.

    Ainhoa asiente, aludida después de la intervención de Carlos. Para estos chicos, él e Itziar son una mezcla de hermanos mayores, amigos y una especie de autoridad que les guía en su adolescencia. Los educadores de calle pertenecen a los diferentes equipos de los Servicios Sociales de Base de Álava. Este grupo de trabajadores desarrolla actividades dirigidas a niños y jóvenes que presentan dificultades de integración social, tanto en su contexto social y familiar, como por algún problema que haga pensar que se pueden encontrar en una situación de riesgo.

    —Vale. Pero ¿qué buscas cuando lees ese libro? —insisto, dirigiéndome a ella.

    —Distraerme de todo lo demás.

    —Ok.

    Creo que es el momento de abrir la mesa y tentar a los demás que no han intervenido todavía. Cambio de objetivo y dirijo una nueva pregunta a la otra esquina de la mesa de las chicas.

    —Y a ti, cuando digo soledad, ¿qué es lo primero que se te viene a la mente?

    Sara, una chica tímida, apenas expresiva, se yergue en el taburete y responde tras pensar brevemente la respuesta, como lo haría quien no ha estudiado mucho para el examen.

    —Estar sola, tranquila… —encoge los hombros—. Intentar relacionarme conmigo misma.

    —¿De una forma positiva?

    —Sí.

    —Claro, porque tiene su lado bueno y su lado malo… —vuelve a la carga Ainhoa, quien no se ha quedado conforme con su intervención anterior—. Cuando no te sientes incluido en lo que los demás hacen. Cuando no te sientes incluida en un grupo. Digamos que es eso…

    —¿Estáis de acuerdo? —pregunto mirando hacia el lado de los chicos.

    —Sí —responden escalonadamente.

    —Es que hay veces que están todos hablando y tú te sientes como callado y solo… —toma la palabra ahora Obehi, un muchacho alto y desgarbado de ascendencia Nigeriana, pero que habla un castellano perfecto, aunque con las mismas prisas y atropellos con las que seguro sus padres tienen con el yoruba.

    —Sí, en plan que no te sientes pertenecer a ese grupo de personas, no sé… —le intenta echar un cable Ainhoa.

    —Es como que eres el nuevo —continúa Obehi—. Como cuando llegas nuevo a clase y no sabes cómo va ese grupo. Tú no sabes… Es como que todo el mundo te observa y es muy incómodo cuando te dicen: este es el nuevo, y te preguntan: ¿tienes algo que contarnos?

    —O, por ejemplo —dice Ainhoa—, tienes un mal momento y necesitas estar solo y no quieres que nadie te llame o estas de mala hostia y no quieres que te hable nadie porque si no le mandas a la mierda…

    —¡Eso es! —exclama Obehi que activa las risas de todos los demás.

    —Claro —trata de concluir Ainhoa—. Es que en vez de pagarla con los demás es mejor decirles: Eh… dejadme en paz y ya está. Así no haces nada de lo que luego te puedas arrepentir.

    —Es una sensación de agobio…

    —Ya estáis tocando el sentimiento de soledad —interviene Itziar, intentando centrar el tema.

    —Esa palabra es importante, ¿no? —les pregunto yo—. Sentimiento.

    Tras un breve silencio, Trinity, un chico de diecisiete años mitad nigeriano mitad sevillano con unas gotas de aire vasco, el más callado de todos, al que más le cuesta expresarse, pero el más retador al tiempo, rompe el silencio.

    —Me cuesta explicarlo… —duda—. No sé…

    —¡Claro que lo sabes! Tú mismo me has dicho que conoces esos momentos de soledad por el motivo que sea… —le anima Carlos.

    —Bufff… —resopla Trinity, y articula sus recuerdos en un susurro—. Muchas aventuras… Cuando llegué a Sevilla... Sufrimiento. Estuve allí diez años. Y luego llego aquí, dejo mis amigos... El cambio… con el euskera… —lo cuenta todo atropellado, como si quisiera sacarlo rápido, intervenir, pero quedarse al margen—. ¡Me sentía estúpido!

    Ríen todos. Trinity, con expresión severa, esconde tímido la mirada.

    —Es que la soledad te mete para adentro aunque quieras salir —apunta Obehi—. Es como estar en una escalera que no puedes subir. Has de ser consciente para poder hacerlo.

    —Para mí la soledad es como… —ahora le toca el turno de intervención a María, una colombiana recién llegada a España que se ha mostrado callada durante toda la sesión hasta ese momento—. Como cuando no hay nadie en casa y… pues no es lo mismo contar algo con la emoción del momento que contarlo solo cuando la otra persona puede —hace un silencio y ríe tímida, dubitativa—. No sé si se entiende…

    —Sí, claro que se entiende —respondo al gesto humilde de María—. Y, en esos momentos, ¿qué te sale hacer?

    —Pues a mí… dormir —se ríe más liberada.

    Los demás vuelven a reír también.

    —Bueno, creo que en este rato hemos identificado un montón de conceptos y tipos de soledad —recojo como mensaje—. A ver, ¿quién se anima a traer el próximo día una pequeña entrevista a alguien, a quien queráis, preguntándole sobre una de esas soledades que vamos conociendo?

    Se hace un breve silencio de sorpresa, pero Ainhoa no tarda en alzar la mano con una sonrisa en la cara. Tras unos segundos de indecisión, el resto no tarda en hacer lo mismo.

    Deseada/No deseada

    Imagen Imagen Imagen

    Deseo de libertad

    No sé si es una virtud o una condena ser consciente, desde muy pequeño, de que hemos llegado solos al mundo, que caminamos solos por él y que nos iremos del mismo modo: solos. No sé si es sano, pero es muy ventajoso para transitar entre los vivos y muy útil para saber decir adiós a los muertos. En muchos casos esa sensación acentuada de soledad viene muy marcada por una pérdida importante, temprana y repentina. Al menos así fue en mi caso.

    Me familiaricé muy pronto con la soledad, con el paso del tiempo, con la decadencia y con el abandono. Cuando no encuentras explicación a un hecho, cuando nadie es capaz de explicártelo en el momento, más cuando se supone que los adultos tienen todas las respuestas, hace que te veas de pronto en medio del universo infinito, desnudo y desamparado. Hace ver lo pequeño, lo solo, lo insignificante y diminuto que eres en un mundo desconocido al que has llegado por accidente. Todas esas sensaciones, a mí en particular, me provocaron un aislamiento aun mayor por la simple necesidad de autoprotección. Crearon un cascaron, una armadura a mi alrededor que hacía difícil el acceso a los demás. Es verdad que también hizo que viviese cada momento como si fuera el último, que tomase todas las despedidas como si fueran la última; porque nunca se sabe. Siempre alerta.

    Empecé a oír a hablar de Henry David Thoreau muy joven. Enseguida me fascinó su historia: cómo había dejado todo a un lado para irse a vivir la vida verdadera, solo, completamente solo, a un bosque. Aislado, alejado de todo cuanto creía que corrompía la vida real, la auténtica y pura vida. Lo que yo quería. Lo que necesitaba.

    Cuando leí Walden caí fascinado nuevamente. Había adquirido el libro uno años antes, pero lo había reservado para leerlo aislado, lo más solo posible, como lo había estado él. Elegí la casa que mi familia tiene en un pequeñito pueblo de la provincia de Salamanca para evadirme y leer. Leer a solas. Devoré las páginas con atención, lapicero y bloc de notas al lado para ir captando todo lo necesario, aquello que algún día pudiera llegar a ser o hacer algo parecido a lo que había llegado a ser y a hacer Thoreau. Hoy, más de veinte años después, Thoreau se ha convertido en una estrella más o menos pop que sigue deslumbrando a mucha gente, pero que algunos miran ya por encima del hombro. A estos últimos se les hace bola cuando el americano sale en alguna conversación. Thoreau ya es mainstream. Ha dejado de ser un recurso snob. Su planteamiento de vida ya no es ninguna excentricidad, sino que se ha trasformado en algo cotidiano para una parte de la sociedad. Ha pasado a ser el creador de uno de esos puntos de la lista de experiencias que vivir antes de los treinta.

    Lo que hizo Thoreau —irse, marcharse, alejarse de la civilización para vivir una vida auténtica— ahora lo hacen muchas personas; cada vez más. Ya no tiene esa aura mística, novedosa, incluso romántica. Ya hay muy poco de aventurero. Una gran parte de su mensaje se ha diluido en lo comercial. Se ha mercantilizado como lo hizo en su momento, por ejemplo, el Camino de Santiago.

    Esa necesidad de aislarnos del mundo y de los demás, de estar solos, de valernos por nosotros mismos y no necesitar de nadie más, está cada vez más integrada en los objetivos vitales de cada uno. Las nuevas tecnologías nos lo facilitan; lo ponen en bandeja. Aplicaciones de toda clase para nuestros teléfonos móviles particulares: GPS para adentrarte tú solo en el monte o en la selva, tiendas de háztelo tú mismo, tutoriales en YouTube de háztelo tú mismo, impresoras 3D para hacer lo que necesites tú mismo, incluso una mano o un pie biónica si es necesario. El pensamiento de Thoreau no ha trascendido tanto como lo ha hecho la que fue su forma de vida por unos meses. Una tendencia que nos atrapa en nuestro modelo de sociedad, en el espectáculo individual y narcisista que nos brindamos: la atención y el interés por el continente, pero no por el contenido.

    Pero ¿qué nos fascina del modo de vida de Thoreau? Supongo que es la aventura, el reto, la autosuficiencia, el aislamiento, la no necesidad de aparentar, el no tener que encajar obligatoriamente con los demás, ser uno mismo, la libertad, la soledad.

    Pero ¿por qué cada vez más vemos la soledad como algo a lo que aspirar? ¿Por qué nos gusta tanto? ¿Nos gusta? ¿Qué tiene el ser humano, un ser social por naturaleza, para que a algunos nos fascine y queramos imitar las vidas de esos que se apartan de los demás para vivir solos?

    * * *

    Desde lo más alto de un monte un lobo otea atento lo que queda abajo. Observa su territorio y aprende todo lo que necesita para vivir y todo lo que ha de temer. Desde su posición observa, tantea las posibilidades de vida y de muerte, de supervivencia y de peligro.

    El lobo es el villano protagonista de muchos cuentos clásicos, pero con el tiempo se ha ido transformando en un icono que representa la independencia, la autosuficiencia, la libertad y la soledad bien entendida. Es la figura que cualquiera que quiere escapar de su rutina urbanita se tatúa en el hombro queriendo parecerse a él.

    Hace tiempo, el encargado de una empresa de avistamiento de lobos en la sierra de la Culebra de Zamora me dijo que los cánidos provocan sensaciones que otros animales son incapaces de despertar. El lobo impone. Da sensación de respeto. El lobo evoca libertad, sentimiento salvaje.

    El fotógrafo asturiano José Díaz también se colocó en lo alto del monte para otear desde allí la vida que había dejado abajo en el momento en el que subió a los montes del Parque Natural de Redes, en Asturias, para pasar allí cien días en soledad. Cargó con varias cámaras y drones para grabar un documental sobre su experiencia.

    En una de las tomas desde lo alto de un pico escarpado, un dron le sobrevuela y se aleja poco a poco de modo que la silueta del fotógrafo se va empequeñeciendo, fundiéndose con los colores otoñales del monte, hasta que le vemos desaparecer en una imagen espectacular. De pronto deja de existir allí arriba. Solo nosotros, que lo hemos visto llegar, sabemos de su presencia en ese remoto lugar. Nosotros y él, claro. Bueno, nosotros, él y es posible que algún que otro lobo vigilante desde una posición más alejada, camuflado entre la vegetación.

    A los lobos no se les ve, solo se les escucha por la noche, cuando la luz de la luna es la única que dibuja la

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