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La inspectora Bërsenecken: El caso Uramaki
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La inspectora Bërsenecken: El caso Uramaki
Libro electrónico243 páginas

La inspectora Bërsenecken: El caso Uramaki

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Información de este libro electrónico

Mercedes Bërsenecken es una mujer hispanogermana con una personalidad peculiar, espontánea, que, de manera inesperada y sin formar parte de ningún organismo, resolvió un crimen que cambiaría toda su vida. La Europol conocerá los hitos de la que conocerán como la Leyenda y contarán con ella para ir a Japón y combatir contra uno de los grupos criminales más poderos de la Yakuza: los Fujimori.
La inspectora Bërsenecken: El caso Uramaki no es solo una novela policíaca, sino que es un llamamiento por perseguir los sueños que alguna vez nos propusimos y que, por algún motivo, decidimos olvidarlos. La vida de Mercedes, su alocada y transparente personalidad, refleja en la autora todo aquello que alguna vez quiso hacer y no se atrevió.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 nov 2023
ISBN9788419435538
La inspectora Bërsenecken: El caso Uramaki

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    La inspectora Bërsenecken - Marina Nieto Martí

    portada.jpg

    Primera edición digital: noviembre 2023

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Imagen de la cubierta: Irene E. Jara

    Maquetación: Irene E. Jara

    Corrección: Adrià Gil Viñuelas

    Revisión: Isabel Bravo de Soto

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2023 Marina Nieto Martí

    © 2023 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-19435-53-8

    Logo Libros.com

    Marina Nieto Martí

    La inspectora Bërsenecken

    El caso Uramaki

    Podría decir muchos nombres, pero solo hay uno que no puedo escribir. Te lo dedico a ti; mi primer libro, y espero que no último. No lo vas a poder leer y decirme si te gusta o te parece más aburrido que un domingo sin pan, algo que lamento. Espero que, de alguna forma, llegue a tus manos y disfrutes de su lectura; recuerda que es el primero y que aún me queda mucho camino por recorrer. Ojalá te sientas orgulloso y veas que, aunque pierdo la mayoría de las batallas, me levanto y no abandono la guerra. Tuya siempre, tu melocotón.

    «Educa a los niños y no será necesario castigar a los hombres».

    (Pitágoras de Samos)

    Índice

    Cubierta

    Créditos

    Portada

    Dedicatoria

    Cita

    Prólogo

    La inspectora Bërsenecken

    Agradecimientos

    Mecenas

    Contracubierta

    Prólogo

    La lluvia caía a mares. La incesante cortina de agua se vertía con fuerza sobre los hombres que estaban parados enfrente la lastimosa figura. Una solitaria farola de ese callejón sin salida apenas iluminaba y, con la lluvia, producía un extraño efecto anaranjado. Un hombre joven, con un destrozado uniforme completamente manchado de sangre, estaba de rodillas y con una mano intentaba taparse la herida de su torso lo mejor que podía. Su cuerpo temblaba, el frío lo tenía calado hasta los huesos y era consciente de que no le quedaba mucho más tiempo, esos malditos criminales se encargarían de ello.

    —¿Acaso no advertí lo que ocurriría si veía a otro de los vuestros por aquí?

    Una masculina y oscura voz salió de uno de los hombres que rodeaban al joven de aspecto lamentable. El mismo que había formulado la pregunta se adelantó varios pasos, oyéndose el sonido de sus pisadas sobre el mojado suelo, hasta que estuvo lo bastante cerca del otro y, desvainando una pequeña espada, usó la punta del filo para levantar la barbilla del oficial. Unos apagados ojos chocaron con los azabaches del varón armado. A pesar de su precaria situación, el joven escupió en dirección al criminal, ganándose varias risas de burla. Los demás, con los rostros oscurecidos debido a la poca luz, consideraron divertida la última bravuconada del novato. La lluvia seguía cayendo, oyéndose por todos lados y silenciando cualquier quejumbroso sonido del oficial. A penas se oía el bullicio de los coches que circulaban al otro lado del muro de ese aislado pasaje. Sabía que iba a morir, pero no lo haría asustado, no sería un cobarde. Irguiéndose lo máximo que pudo e ignorando el punzante dolor observó a las seis figuras que lo rodeaban, cubiertos con esas gabardinas oscuras. No podía verlos bien, pero sabía quiénes eran, llevaba tras ellos desde que entró al cuerpo. Dentro de esa semioscuridad pudo verse la tétrica sonrisa que esbozó el hombre que sujetaba el arma, parte de su cara cubierta por sus largos cabellos. Podía oler la sangre, el olor a muerte que tanto le gustaba.

    —No os saldréis con la vuestra.

    —Bravas palabras de alguien que está a punto de morir. ¿Algún último deseo?

    Empezaron a oírse las sirenas de los coches de policía, que acudían lo más rápido que podían. El grupo debería darse prisa.

    —Siempre llegáis tarde a todas partes, la mayoría al menos.

    —Vuestro reino de terror llegará a su fin. No seré yo, pero vendrán otros y destruirán todo lo que representáis.

    —Tu maestro dijo algo parecido antes de que le volara la cabeza y todos los que lo intentaron antes que él.

    Uno de los presentes intervino en la escena sonriendo al recordar la muerte de ese anciano demente, quien se obsesionó con el objetivo equivocado. El sujeto en cabeza del grupo, arma en mano, empezó a levantar la espada hasta agarrarla con ambas manos, alzando los brazos firmemente.

    —Supongo que, mientras tanto, podremos seguir divirtiéndonos.

    En uno de los charcos, en continuo movimiento debido a las ondas expansivas de las gotas al caer, se vislumbró la borrosay oscura imagen de la hoja blandiéndose con rapidez oyéndose un corte y, al momento, un chorro de sangre manchó el mojado arcén. El sonido de un cuerpo caer y, mientras se convulsionaba, los pasos de los varones iban oyéndose más y más lejos.

    Capítulo 1. Jet Lag

    —¡Detente, pedazo de mierda!

    Dos oficiales de policía corrían por las calles de Roma persiguiendo al sospechoso de atracar una joyería y matar al propietario durante la huida. Como cabía esperar, el individuo no solo no se detuvo, sino que ni siquiera entendió las amenazas de los italianos. El varón sin identificar apartaba a empujones a todo incauto que se cruzaba en su camino, provocando más de una caída. Llegó hasta tal punto que, una pobre anciana, que iba andando despacito con su bastón, fue víctima de tal choque que acabó perdiendo el equilibrio y cayó El responsable siguió su escape, pero uno de los oficiales paró varios segundos para socorrer a la estresada mujer. Su compañero se adelantó, girando por uno de los callejones donde el encapuchado había desaparecido. Siguió avanzando por el estrecho paso hasta llegar al final donde se encontraban varias salidas de emergencia, pero sin rastro del sospechoso. Empezó a dar vueltas sobre sí mismo, intentando encontrarlo, pero, mientras estaba de espaldas, el fugitivo salió de detrás de un gran contenedor, golpeando al policía en la cabeza. Éste cayó mareado al suelo, pero antes de que pudiera asestarle otra vez, su compañero apareció obligándole a huir.

    —¡Piero! ¿Piero, estás bien?

    Dicho hombre estaba confuso y veía borroso, solo podía mover débilmente su cuerpo. El otro no dudó en agarrar la radio en su cinturón.

    —Patrulla 109, envíen ambulancia a la salida trasera del Hotel Vitta, oficial herido, repito, ¡oficial herido!

    El policía maldijo, dividido entre perseguir al cabrón o mantenerse junto a su compañero, quien estaba a duras penas consciente. Fue el apretón y la mirada de éste lo que le dio la señal, debía seguir al que se daba a la fuga. Y, saliendo disparado, salió a la atestada avenida y levantó la cabeza para intentar saber por dónde demonios se había ido el fugitivo. Milagrosamente alcanzó a verlo antes de que se adentrase en la vía del Foro. Se puso a la carrera, avisando a los viandantes para que se apartaran. Sus caras eran de máxima extrañeza, pero cumplían con lo ordenado.

    Siguieron con la escena por todo el parque central del Foro Romano, hasta acercarse al Coliseo donde, en un pequeño parquecito con pinos y bancos, el sospechoso se escondió entre el ajardinamiento. El policía llegó y sacó su arma, casi seguro de que el villano seguía por ahí. Debido a la poca experiencia del oficial, no fue difícil para el asaltante pillarle desprevenido por la espalda, haciéndolo caer después de barrer sus piernas de una patada.

    —¡¿Quién es ahora el poderoso con el arma?! —preguntó, con risa histérica, después de recoger la pistola del suelo y apuntarle.

    La gente empezó, presa del pánico, a correr después de que el sospechoso disparara al aire, pero, justo en ese momento, una extraña persona apareció.

    —Te parecerá bonito.

    Los dos varones, tanto el policía como el ladrón, se giraron sorprendidos ante la voz femenina. Una mujer, dentro de su treintena, estaba parada a pocos metros de ellos. Con el pelo castaño recogido en una coleta baja, con el flequillo más largo por el lado derecho que le tapaba parte del rostro, rodeándolo. Sus ojos eran de un suave marrón arena y sus profundas ojeras le otorgaban un aire de cansancio. Era alta, pero no podía adivinarse mucho debido a lo holgado de sus ropas. Una chaqueta azul marino de media manga y capucha, unos pantalones piratas beige y unas deportivas blancas enfundaban a la figura. Su rostro semioculto por la capucha y comiendo un Chupa-Chups.

    —¿Qué coño crees que haces? ¡Vete! —bramó, en inglés, el criminal.

    —Estaba tomando fotografías —repitió, en el mismo idioma y una tranquilidad fuera de lo normal.

    —¿Eh? —el rostro de ambos varones lucía incrédulo.

    —Digo que estaba tomando fotografías, pero llegaste y arruinaste el momento. ¿Ves? —señaló al muro antiguo donde antes había un gato—. Lo espantaste.

    —¿Estás mal de la cabeza? —preguntó, furioso—. O te callas o te mato.

    El hombre levantó el arma hacia ella y el oficial, quien seguía arrodillado, le rogó con la mirada que se sentara. Pero la extraña desconocida no hizo nada de eso, se limitó a seguir disfrutando de su caramelo para terminar levantando una bolsa negra.

    —¡No te muevas!

    —¿La quieres?

    Antes de poder registrar nada más, la desconocida lanzó la mochila hacia el portador de la pistola quien, por acto reflejo, agarró el objeto con ambas manos dándole el tiempo necesario a la mujer para moverse velozmente. En un abrir y cerrar de ojos, apareció delante y, después de golpearle en medio del estómago, aprovechó que se dobló de dolor para rematarle con un puñetazo en la sien. El inglés cayó redondo al suelo, completamente noqueado. El policía, con una cara de tonto que provocaba risa, levantó la vista hasta la mujer que lo miraba con indiferencia.

    —Ya ni en la Città Eterna puede una estar tranquila.

    …Dos días después…

    Roma fue hoy la protagonista de un episodio sacado de una película de acción. Una persecución en plena calle se saldó con un oficial herido, el segundo amenazado y el criminal inconsciente. ¿El responsable? Parece que la vigilante de Europa estaba, curiosamente, de vacaciones en la ciudad. Si, oyeron bien, nuestra Mercedes lo hizo de nuevo. Salida de la nada, Bërsenecken…

    El monólogo del reportero se cortó en el preciso instante que Mackenzie Arrow apagó el televisor de su despacho en Londres. Sentada en una silla, frente al escritorio, Mercedes daba golpecitos con sus pies mirando a todas partes menos a su superior, lucía extremadamente furioso con ella. El varón, de claros mechones y brillantes ojos azules, dejó de malas maneras la carpeta del expediente.

    —¿Te vas de vacaciones y acabas en todos los medios de comunicación? O bien eres un imán para los problemas o es que te sientes atraída por ellos.

    —No hace falta que lo jures, jefe. Acabé atada contigo a causa de eso —maldijo, con pocos ánimos.

    —¿No podías mantenerte al margen? Sabes que no es bueno que se fijen en ti otra vez y tú vas y arriesgas tu vida, la del oficial y a saber la de quién más por… —Mackenzie se fijó en la mujer y comprobó que ésta estaba jugueteando con la grapadora de su mesa—. ¡Mercedes!

    La pobre pegó tal bote que desparramó todas las grapas por doquier. Miró de malas maneras al causante de la desgracia, pero se sentó recta y dejó de entretenerse.

    —No eres policía…

    —¡Exacto! Soy una simpática ciudadana que tan solo quiso ayudar y… —la expresión de su jefe le sugirió que no siguiera por ese camino—. No soy poli, pero siempre me tenéis como si lo fuera.

    —Sabes que tu caso es especial.

    —Mulder y Scully estarían orgullosos —comentó, jocosa.

    —Como bien sabes —siguió, esforzándose por ignorar las tonterías de su subordinada—. Desde el caso con Schülz que se te otorgó algún que otro privilegio, pero no eres oficialmente policía.

    —Debería denunciaros al sindicato. Me tenéis trabajando como tal, pero sin el título, qué vergüenza, Mackenzie, un oficial de la Europol como tú. Básicamente me tenéis esclavizada y sin placa. Si la tuviera al menos podría fardar.

    El rubio apoyó los codos sobre la mesa, mirando a la mujer que tenía en frente. No sabía si reír o si lanzarle algo a la cabeza, por ahora escogería la primera opción. Pero un golpe a la puerta atrajo la atención de ambos, el secretario asomó la cabeza.

    —Señor, el señor Yamaguchi ha llegado.

    —Bien, llévenlo a la sala de reuniones de la planta y dígale que en seguida voy.

    El joven marchó tras asentir y Mercedes se animó al oír la conversación. Se irguió de la silla y sonrió.

    —¿Significa que puedo seguir con mis vacaciones?

    Mackenzie, levantándose con lentitud alarmante, cogió varias carpetas, pero la sonrisa que le envió no le gustó nada y sintió que la suya iba desapareciendo.

    —En realidad, tus vacaciones terminan ahora mismo. Tienes trabajo.

    …Avión a Tokio…

    «Odio a mi jefe, quiero verlo muerto y enterrado». Mercedes estaba sentada en el cómodo asiento de primera clase de ese vuelo Londres-Tokio que Mackenzie, muy «amablemente», la había invitado a tomar. En su mente estaba componiendo una serenata para el funeral del rubio mientras iba dibujando a un ahorcado en su cuadernillo. Oh, cómo recordaba la escena en la sala de reuniones, vaya que sí y no pensaba olvidar la encerrona.

    —No, no, no.

    Bërsenecken iba persiguiendo a su superior por los pasillos dándole miles de razones por la cual era una idea nefasta. Cuando entraron en la amplia y alargada sala, con una mesa redonda en el centro y unas espléndidas vistas al Támesis, un hombre asiático ya entrado en años se levantó de la silla, él y su acompañante hicieron una breve reverencia.

    —Mackenzie-san, muchísimas gracias por recibirnos con tan poca antelación.

    Mercedes se quedó mirándolo fijamente, entornando un poco sus ojos y se acercó disimuladamente al varón británico de su lado y le susurró.

    —Tiene un aire al profesor Miyagi. ¿No crees?

    Mackenzie Arrow estuvo a punto de atragantarse con su propia saliva, completamente dividido entre la risa y el enfado, pero, cuando la mujer hizo ademán de abandonarlos, se lo impidió mandándola a sentar.

    —Faltaría más, inspector. El caso es lo bastante grave como para olvidarse de las formalidades burocráticas.

    —Concuerdo con usted —asintió el mayor—. Déjeme presentarme a su compañera, soy Yamaguchi Keita y quien me acompaña es Masaya Eiji, de la policía de Tokio.

    —Ella es Mercedes Bërsenecken y será quien les ayude con esta situación tan complicada.

    La nombrada se giró indignada hacia su compañero, soltando una maldición que, menos mal, los enviados nipones no llegaron a comprender. Éstos intercambiaron miradas sorprendidas y centraron su atención en la fémina, quien los miró con cara de póker.

    —¿Usted es la famosa policía?

    —Técnicamente, no soy policía.

    La mirada de los hombres se desplazó entonces al jefe, quien se limitó a esclarecer la situación con pocas palabras.

    —Es adjunta, no tiene el título, pero todos sabemos que sobrepasa la media. Lo demostró.

    Los japoneses empezaron a asentir mientras ella negaba. De nada sirvió, porque el dúo empezó a informar sobre la precaria situación que tenían entre manos. Cuánto más escuchaba Mercedes, menos le gustaba, pero, por desgracia, los del país del Sol Naciente estaban exultantes con la idea de la «leyenda» ayudándoles.

    —¿Es cierto, Mercedes-san? ¿Habla nuestro idioma?

    El señor Yamaguchi se había sorprendido cuando Arrow le había informado que uno de los motivos que ayudaron a la selección fue el gran nivel que la mujer tenía con el japonés.

    —Siempre he tenido facilidad con los idiomas —resopló, con un acento casi perfecto.

    Ese detalle no hizo más que inflar el globo de felicidad en el que se hallaban los enviados. Siguieron con la conversación en la que la castaña apenas participó y, cuando salieron los nipones por la puerta, la designada se echó encima de Mackenzie.

    —¿Te volviste loco? ¿Quieres enviarme al país del sushi y de los inventos raros a que disuelva el clan más poderoso de los Yakuza? ¡No quiero!

    —Siempre dijiste que te morías de ganas de visitar Japón.

    —¡Sí! Pero como turista, no como 007. Quiero ver los palacios, los bosques, las tiendas de Doraemon, ¡enfrentarme con los corta falanges no entraba en mis planes!

    —Mercedes, no tienes de qué preocuparte. No estarás sola y los oficiales japoneses me han prometido que harán su mejor trabajo para proteger a los colaboradores.

    Obviamente, la discusión había seguido hasta puntos surrealistas y ella siguió escondiendo su desosiego con ironía y humor. Aunque no sentía nada de eso mientras seguía ahorcando a su jefe, maldiciendo mil veces, y mil veces más el día que decidió hacerse la heroína. Cuando los altavoces empezaron a anunciar el inminente aterrizaje, miró por la ventanilla la ciudad. «Siempre había querido venir, pero no así», lloriqueó la joven y, con humor, cambió la canción que estaba escuchando en su reproductor a la de Highwell to Hell. «Con rock todo es mejor».

    …Almacenes en Akihabara…

    En la zona más comercial de Tokio, famosa por la cantidad de carteles luminosos, un hombre, con las mangas remangadas y parcialmente manchadas de sangre, se sentó en una butaca y se encendió un cigarrillo. Mantuvo el humo dentro de su boca por un rato después de la calada, expulsándolo luego con un ruido de satisfacción.

    —No hay momento mejor para disfrutarlos.

    —Falso —interrumpió, una alegre voz—. Después de un buen revolcón.

    Eiji no pudo evitar considerar la veracidad de la observación de su hermano menor. A pesar de tener a Kanaye, Ame y Hiromasa con él, quiso encargarse de recordarle, al propietario de ese polvoriento almacén, el motivo por el cual trabajaba

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