Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Diario (1932 - 1993): Una antología
Diario (1932 - 1993): Una antología
Diario (1932 - 1993): Una antología
Libro electrónico204 páginas

Diario (1932 - 1993): Una antología

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

«Grabar, rayar, esculpir, cavar en una piedra, en un papiro, en un papel, pero, en última instancia, escribir: es la única manera de eternizar la expresión.»
Esta selección de los dieciséis volúmenes del Diario (1932-1993) de Miguel Torga constituye un testimonio conmovedor de una época en la que el novelista y poeta portugués reflexiona sobre los acontecimientos que marcaron un siglo, su experiencia como médico y sus primeros pasos como escritor: todo aquello que quiso salvar del olvido. Torga, autor de uno de los proyectos diarísticos más ambiciosos del siglo XX, nos desvela en estas páginas inolvidables un espejo en el que se mira a sí mismo mientras escribe sobre lo divino y lo humano: los hechos del mundo, su paisaje interior, los viajes, la poesía y su rica intimidad como poeta y testigo esencial de su tiempo.
«Más que páginas de meditación, son gritos del alma irreprimibles de un mortal que se ha doblado, pero no se ha partido, que, sin poder, ha podido hasta la extenuación. Y se despide de sus semejantes sin amargor y sin resentimientos, en paz por haber procurado verlos y comprenderlos en su exacta medida.»
IdiomaEspañol
EditorialPlataforma
Fecha de lanzamiento8 feb 2023
ISBN9788419655028
Diario (1932 - 1993): Una antología

Relacionado con Diario (1932 - 1993)

Poesía para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para Diario (1932 - 1993)

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Diario (1932 - 1993) - Miguel Torga

    DIARIO I

    Coímbra, 3 de enero de 1932.

    SANTO Y SEÑA

    Dejen pasar al que hace su andada,

    dejen pasar

    al que va lleno de noche y luz lunar.

    déjenle pasar y no le digan nada.

    Déjenle, que va apenas

    a beber agua de Sueño a cualquier fuente;

    o a coger azucenas

    a un jardín que conoce, allí enfrente.

    Viene de la tierra de todos, donde mora

    y adonde vuelve después del amanecer.

    Déjenle pasar, pues, ahora

    que va lleno de noche y de duelo.

    Que va a ser

    una estrella en el suelo.

    Vila Nova, 7 de noviembre de 1934. Hoy ha terminado todo. Como siempre, me he quedado hecho trizas. Cuando ya no era posible hacerse ilusiones, me aferraba a una todavía mayor y… esperaba. Es algo que nunca he podido destruir en mí: la idea de que un ser, desde que nace, ya tiene el derecho (y la obligación) de vivir los sesenta años de la media. Por lo menos los sesenta años de la media. Muchas veces me ha sucedido de ir a casa por vacaciones y ver a mi padre sembrar. Después, veía cómo despuntaba el maíz o el lino. Y, aunque sabía que aquellas vidas eran efímeras, volvía al sembrado las vacaciones siguientes y quedaba desolado al ver que, en lugar de lino o maíz, había un patatal espeso. Y le preguntaba a mi padre: «¿Y el lino que había aquí?». «Lo recogimos en agosto, hijo.» Efectivamente, el lino madura en agosto. Durante los cortos meses que la naturaleza determina, le saca al sol todo el calor que puede y se llena de él. Luego da señales de cansancio y muere.

    Pero este pequeñito todavía no había bebido ningún rayo de sol. Todavía estaba en su primera semana. No tenía ni el tallo sobriamente fibroso, ni la flor azul y delicada, ni la semilla parda y madura. Y por todo eso, al llegar a la habitación, tuve la sensación más dolorosa de mi vida. Allí estaba, todavía no había sido sustituido por cebada o centeno, pero estaba a punto. La madre, deshecha en llanto. Y él, muy blanco, muy discreto, de cara a la pared, renegando de espaldas de todos los medicamentos inútiles desparramados en la mesita de noche.

    Un médico ni siquiera puede llorar. Tan solo puede coger el bracito delgado y tibio, presionar la arteria inerte y quedarse unos segundos apretando los dientes. Luego salir sin decir nada.

    ¿Quién conoce una palabra para momentos así? Una palabra que un médico pueda decirle a esta madre, que le ha entregado a la vida un hijo vivo y la vida le devuelve un hijo muerto.

    Coímbra, 6 de febrero de 1935. ¡El sino de los hombres! Dentro de treinta años nadie sabrá que Gary Cooper existió. Y, sin embargo, la escena de la flor que he visto hace poco en una película suya es tan bella como la Venus de Milo, como la Victoria de Samotracia, como un himno de san Francisco de Asís.

    Grabar, rayar, esculpir, cavar en una piedra, en un papiro, en un papel, pero, en última instancia, escribir: es la única manera de eternizar la expresión.

    Coímbra, 8 de febrero de 1935. Hoy me gustaría escribir un bello poema, fuerte, cálido, luminoso, desbrozado, en honor a la vida. Y es que, sin saber por qué, hace tiempo respondí con palabras de un optimismo impresionante a un joven poeta que me mostraba su decadencia precoz. ¡Y cómo me dolía la garganta en esos instantes! Pero conseguí decirle: ¡qué muerte ni qué nada! ¡Vida! Una vida que se conquista con lucha, como la del vástago del maíz que empuja, empuja, y consigue levantar el terrón y ver el sol.

    —¡Qué muerte, hombre de Dios! ¿Has visto alguna vez que un pino se suicide?

    Me gustaría escribir esto en un bello poema.

    Vila Nova, 10 de febrero de 1935. No puedo. Esto de pasarme la vida así, jugando a la brisca con el párroco, levantándome a las tantas de la madrugada para ir a visitar un enfermo a Gandramás, escuchando y contando historias de caza el resto del tiempo, valga yo mucho o poco, es un destino que no merezco.

    Vila Nova, 3 de diciembre de 1935. Ha muerto Fernando Pessoa. Nada más leer la noticia en el periódico, he cerrado el consultorio y me he echado al monte. He ido a llorar con los pinos y los peñascos la muerte de nuestro mayor poeta de hoy, al que Portugal ha visto pasar en un féretro hacia la eternidad sin tan siquiera preguntar quién era.

    Vila Nova, 22 de enero de 1936. La intimidad de esta vida de pueblo es un espectáculo a la vez repugnante y maravilloso. Estiércol de pies a cabeza. No se distingue el puerco del dueño.

    Pero, al fin y al cabo, toda esta animalidad es tan natural que acaba siendo tan pura y limpia como una boñiga de buey.

    Coímbra, 10 de febrero de 1936. Se pone uno a leer a estos Gides, a estos Munthes, a estos Malraux. Y es siempre la misma sensación de plenitud. Siempre la misma sensación de que, después de esto, no vale la pena escribir ni una palabra, y mucho menos en esta lengua que el diablo aún utiliza para hablar con su abuela. Pero luego llega la indignación. Esta impotente indignación que siente todo auténtico escritor portugués que empezó naciendo tras un peñasco y acaba malgastando su vida haciendo de chupatintas en Paio Pires. Si le pusieran unos manguitos a Gide ya veríamos… Pero, si uno nace en París o en una tierra fértil de Suecia, tanto da, con los maestros al lado de la cuna, todas las civilizaciones en la biblioteca de su padre, una vida entera viajando por el mundo, ¿cómo no le van a reaccionar las neuronas, los sentidos? El más bruto de los seres humanos, cuando habla con un Wilde, por lo menos ha oído hablar del autor de De profundis. Evidentemente, hace falta algo más que haber ido a China y tener experiencia para escribir La condición humana. Pero, si uno no ha ido nunca en avión, ¡¿cómo podrá tener perspectiva de pájaro y hablar de bolsas de aire?!

    Uno no tiene más remedio que pasarse horas elaborando esta prosa trabada, circunloquio arriba circunloquio abajo, esta prosa atascada y hueca que llega a dar asco hasta a los perros.

    Vila Nova, 18 de marzo de 1936. «Cavan de sol a sol, comen sopa, pero son felices. No tienen preocupaciones…»

    Escucho esto en la ciudad y me subo al tren, indignado. ¡Qué estupidez! Como si el problema de la cuadratura del círculo fuera mayor que el problema de saber si llueve o no llueve el día de siembra. ¿Qué vale un buey en las tertulias de los cafés? En lo que a dolor se refiere, nada. Pues yo digo que nunca he visto a nadie sufrir tanto como a mi vecino, a quien se le ha muerto uno esta noche.

    Conozco la respuesta: que quien sufre por una idea bebe, digamos, el sufrimiento en su forma más pura.

    ¡Y a mí qué me importa! Todos somos seres humanos. Y, al fin y al cabo, pesa tanto una arroba de tierra como una arroba de filosofía.

    Vila Nova, 16 de agosto de 1936. Esto de la religión está cada vez peor dentro de mí. Tras unos arranques hondos y angustiosos, la cosa se ha ido marchitando, marchitando, hasta llegar a esta mística esmirriada, que no hay Jordán teológico que la haga revivir. Pero cuanto más pobre estoy de este contenido humano, más lleno me siento de desesperación. ¡Lo que daría para levantarme temprano esta mañana, ir a misa y volver de la iglesia con la cara que traía mi vecino! No es que tenga verdaderamente pecados, o que, si los tuviera, algún dios fuera capaz de redimírmelos. (Hasta el último aldeano sabe que cuando mueve un jalón no hay cielo que le bendiga la pillería.) Pero querría sentirme ligado a un destino extrabiológico, a una vida que no se acabara con el último latido del corazón.

    Coímbra, 4 de octubre de 1936. Hoy he declarado en casa de unos amigos que la mayor prueba de amor que un poeta puede dar a una mujer es su intimidad.

    Escribir versos delante de ella es como parir con un Cristo en la cabecera de la cama.

    Vila Nova, 7 de octubre de 1936. Ante mí, la hoja blanca del papel, a la espera; dentro de mí, esta angustia, a la espera; y nada escribo. La vida no es para escribirla. La vida —esta intimidad profunda, este ser sin remedio, esta noche de pesadilla que no llegamos a saber con certeza por qué ha sido así— es para vivirla, no para hacer de ella literatura.

    Vila Nova, 10 de octubre de 1936. Un diario no es esto. Un diario es lo que escribió aquel inglés, que, para que nadie lo leyera, se inventó una clave.

    ¡Lo que diría yo aquí si supiera escribir en cifra!

    Coímbra, 3 de noviembre de 1936. Gran discusión sobre la manía que tiene la posteridad de publicar cartas íntimas de escritores muertos.

    He defendido, como puede percibirse, que es un atropello al respeto que se debe a un hombre hacer público lo que en él fue particular. Yo sé bien que lo particular, en la pluma de un hombre de letras, no hay nunca ningún drama que no pueda hacérselo venir bien para dorar la píldora. Sea como fuere, hubiera escrito con sinceridad o no, con gramática o no, con la vista profesional puesta en el futuro o no, salvo aquellas excepciones en las que las circunstancias lo exigen o el autor lo estipula, cueste lo que cueste, le duela a quien le duela, se pierda lo que se pierda, nada de lo que un escritor no quiso publicar en vida debe publicarse tras su muerte.

    Y me vienen con el argumento de que muchos libros póstumos han enriquecido el patrimonio de la humanidad y la gloria de sus autores.

    Pues, para mí, la humanidad no tiene derecho a quitarle al individuo lo que él no dio espontáneamente, ni de engrandecerle el nombre contra su voluntad.

    Coímbra, 12 de enero de 1937. Esto de saber que en los entierros es donde mejor se manifiesta el egoísmo del ser humano no es nuevo. Viene en los libros. Pero hay que probarlo. Siempre es bueno ir una, dos, tres veces detrás de un féretro y ver cómo, poco a poco, el mar de gente se reduce a nada. Cómo, de tantos amigos, al cementerio llegan tres, y esos tres, furiosos por no haber podido escaparse.

    París, 11 de enero de 1938. Está claro que el mundo ni es un país gigantesco ni tiene una capital.

    Cuando un folleto turístico nos dice esta piadosa mentira, debemos callarnos pero no creérnoslo. El mundo es una realidad universal, fragmentada en billones de realidades individuales; y esta gran ciudad es, cuando mucho, la capital de Francia.

    Si me obligaran a pagar aquí otro impuesto que no fuera el de este salvoconducto, me moriría. Si tuviera que ser en estos Campos Elíseos alguien sin el recuerdo de mi avenida da Liberdade de Lisboa, me moriría. Si tuviera que escribir aquí un poema sin los rasgos de la lengua que he mamado, me moriría.

    ¡París, capital del mundo!

    Solo de los franceses, y, aun así, es necesario que ellos ya estén una pizca desenraizados, como yo.

    La capital del mundo de mi padre es São Martinho de Anta.

    São Martinho de Anta, 18 de abril de 1938. Tenía setenta y ocho años. Cáncer de mama. Siempre cubriéndose el pecho. Siempre tirando de la camisa sucia y tapando lo que antaño había sido un seno y hoy es un odre inmenso, donde medra el «bicho». Que si tenía frío. Que no, que no tenía frío. Se tapaba porque tenía vergüenza. Y se ruborizó de pudor, la pobre viejita.

    São Martinho de Anta, 20 de abril de 1938. Hoy he ordeñado la cabra. Pero mi mano no es la mano justa del labrador que conoce la medida de su hambre. Le he sacado toda la leche. La he dejado seca. He dejado al cabrito sin ración. Mi padre me ha mirado desanimado, y la cabra también.

    Balneario de São Vicente, 12 de agosto de 1938. ¡Qué romerías las de Portugal! ¡Y yo que hago treinta y un años hoy! Porque en el fondo me he pasado la vida armándome de valor para lanzarme a bailar entre la gente y a sudar de una vez el lirismo que me envenena. Pero hoy cumplo treinta y un años. Ahora lo único que puedo hacer es tener un hijo rápido y delegar en él.

    Monte Real, agosto de 1938, martes. ¡Qué tristeza esto de escribir! Más tieso que un palo en el día a día y, después, derramamos ternura por la punta de la pluma. A mí me sucede. Y, como nadie me lee —o, al menos, los que yo más desearía que recibieran mi ternura (mi madre, mi padre, mi hermana, unos pocos amigos rudos que tengo en mi tierra y unos infelices que encuentro por este mundo)—, todo queda en letra muerta. Hoy todo yo era un deseo ardiente de abrazar a un infeliz que andaba a tientas por las calles desbrozadas de Nazaré. ¡Un día como un sol, aquella maravilla para los ojos, y aquel pobre desgraciado, ciego de nacimiento! Pero el abrazo me sale aquí, en la tinta.

    Monte Real, agosto de 1938, miércoles. Tengo que decirlo. Tengo que confesarlo, aunque la posteridad después desista de la lápida. Tengo que decir que hoy me he leído de una sentada dos novelas policíacas, de un tal Sr. Armstrong, y me han gustado. Y tengo que añadir que tengo aquí a mi lado, interrumpida, la Luz de agosto de Faulkner.

    Coímbra, 19 de enero de 1939. Mientras lo operaba, Fonseca, entre quejidos, me iba contando su vida. A los diez años se le murió el padre.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1