Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Covidiotas
Covidiotas
Covidiotas
Libro electrónico203 páginas

Covidiotas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

A modo de diario del estado de alarma, Gabriela deja constancia de este capítulo histórico recopilando los textos escritos del 15 de marzo al 21 de junio. A través de sus rebeldes paseos por un Madrid distópico, donde los únicos transeúntes son los temerosos ciudadanos enmascarados, los sintechos y la policía, nos invita a reflexionar sobre la sensación de indefensión y falta de información que imperaron durante los primeros meses de pandemia, cuando nos sentimos uno más entre los covidiotas. Vale aquí lo que escribió Lucía Etxebarria sobre su primera novela: «Esta historia nos la cuenta una mujer que mira, que ve. Hacia fuera, no hacia dentro. Aquí se mira a los demás, no se indaga en una misma».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 nov 2021
ISBN9788418913136
Covidiotas

Relacionado con Covidiotas

Artes del lenguaje y disciplina para usted

Ver más

Comentarios para Covidiotas

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Covidiotas - Gabriela Bustelo

    Marzo

    Domingo 15 de marzo

    Eran las nueve de la mañana. Mientras me iba vistiendo, la emisora musical que oía a esa hora explicaba que todos debíamos aislarnos y que este virus lo íbamos a vencer unidos. El lema «Yo me quedo en casa» empezaba a repetirse desde todos los medios de comunicación, y cada vez que lo oía murmuraba: «Yo no me quedo en casa ni de coña».

    El día era frío, unos 10 grados centígrados, así que tendría que abrigarme bien para la caminata de ocho kilómetros que iba a hacer. ¿Y por qué iba a salir de casa en plena pandemia a recorrer un trayecto de tres cuartos de hora desde la plaza de Castilla hasta María de Molina, exponiéndome a que me detuvieran y encarcelaran? La respuesta es sencilla: iba a llevar una barra de pan de semillas a mi madre y una barra de pan blanco a mi padre. ¿Estoy chalada? No tanto. Mis padres, él 83 años y ella 80, estaban solos en su piso de Madrid, más asustados de lo que ellos mismos admitían al formar parte del llamado «grupo de riesgo» por su edad. Una amiga psicóloga me había recomendado ir a verlos con cualquier excusa, para darles un punto de referencia diario en el largo túnel temporal que nos esperaba. El pan era el MacGuffin.

    Ayer habían declarado el estado de alarma para poner a la población en cuarentena ante el veloz avance del coronavirus. Hoy entraba en vigor. España tenía el nivel de cuarentena más estricto de Europa. Por eso descarté como medio de transporte el automóvil: España estaba vigilada veinticuatro horas al día por las fuerzas del orden, que no permitían circular por las calles a los vehículos privados ni a los peatones sin autorización o motivo demostrable para estar en el exterior.

    Nadie podía salir de casa, salvo los llamados «esenciales»: trabajadores del sector sanitario, operarios de supermercados, empleados de la banca, cuerpos de seguridad nacional, periodistas, vendedores de prensa, transportistas de mercancías y repartidores de comida a domicilio. Dos semanas antes, el miércoles 26 de febrero, el Ministerio de Sanidad había anunciado que España elevaba su nivel de riesgo de «Bajo» a «Moderado». Pere Godoy, presidente de la Sociedad Española de Epidemiología, aseguraba tajante: «No vamos a ver los hospitales colapsados con miles de enfermos. El sistema sanitario español está sobradamente preparado para hacer frente a lo que viene». El 28 de febrero Pablo Díez, corresponsal del periódico ABC en Asia desde 2005, decía:

    No soy experto ni científico, pero llevo cubriendo y viviendo la epidemia del coronavirus desde que estalló hace un mes, cuando China estaba tan relajada como está ahora España. Les aconsejo quedarse en casa, protegerse y guardar una distancia de uno o dos metros con otras personas.

    En cuanto al medio de locomoción para mi travesía en el Madrid tomado por la policía, deseché el transporte público por su peligrosidad vírica y por el mismo motivo eliminé de mi recorrido el uso de ascensores, tanto el de mi apartamento de Infanta Mercedes —lo que suponía bajar y subir diez pisos andando—, como el del edificio María de Molina donde estaba el piso de mis padres, lo que me obligaba a rematar el trayecto de ida con un ascenso de ocho pisos andando. Mientras duró la cuarentena no subí a un solo medio de locomoción público o privado ni empleé un ascensor. Todos los recorridos los hice a pie y en soledad (salvo una inesperada aventura que narraré en su momento). Según la aplicación del móvil que me contaba los pasos caminados cada día, con fecha y por horas, durante los 99 días transcurridos entre el 15 de marzo del inicio del estado de alarma y el 21 de junio en que finalizó, anduve 834,6 kilómetros. El promedio fue de 8,5 kilómetros diarios.

    Mi vida había estado definida por estas pequeñas epopeyas privadas, con ritos conductuales estrictos, que daban un sentido vehemente y fugaz a un devenir novelizado en tiempo real. Este existencialismo a base de impulsos teatrales o happenings, con trama suelta y libertad de improvisación, determinaba una ejecutoria con códigos no siempre entendibles desde fuera. Me explico: yo decido comprar todos los días dos barras de pan y recorrer ocho kilómetros diarios a pie para hacerlas llegar a sus destinatarios mientras irrumpe en el planeta Tierra una pandemia vírica sin precedentes, cuyo origen, solución y resultados nadie conoce. Cuando leí en 2002 una biografía de Robert De Niro escrita por John Baxter entendí que había una similitud entre el modo de trabajo de un «actor del método» y mi concepto de la vida como una sucesión de campañas particulares o autoficciones cuyo significado tan solo comprendía yo. Del mismo modo que Robert De Niro se transformaba mental y físicamente en cada uno de sus personajes cinematográficos, fuera y dentro del plató, durante el tiempo que durara el rodaje —mutó en el psicópata Max Cady de El cabo del miedo hasta tal punto que pagó a un cirujano cinco mil dólares de su bolsillo para que le descolocara los dientes—, yo me había convertido en una disruptora social cuyo objetivo diario era patearse la ciudad para comprar pan a sus creadores octogenarios durante la pandemia de coronavirus en el país con las medidas de confinamiento más severas de Europa. El hecho de que fuera ilegal, de que la policía pudiera detenerme, de que el empeño no pareciera tener el menor sentido, era lo de menos.

    Aquel 15 de marzo la cruzada individual contra la cuarentena aún no existía más que en mi cabeza. Igual que De Niro hablaba de «ganarse el derecho» a ser un determinado personaje, yo tenía todavía que conquistar el personaje de infiltrada en el sistema de una ciudad europea apestada. Estas crónicas, o confesiones covídicas, narran mi experiencia como insurgente y espía en un Madrid paralizado por un virus de origen desconocido. Porque yo no cumplí la orden del gobierno. Yo no me quedé en casa.

    Lunes 16 de marzo

    Hoy fue el lunes en que España se detuvo. Salí de casa sobre las 10 de la mañana a un Madrid glacial con 5 grados de temperatura. Iba vestida como si fuera a pasear por la sierra, con unos pantalones chubasqueros encima del mono deportivo de algodón que sería mi uniforme durante los siguientes tres meses. Me puse unas botas de montaña Timberland color rosa fucsia para levantarme el ánimo. Había pedido tres mascarillas de algodón por Amazon hacía dos semanas, pero estaban tardando en llegar, así que iba a cara descubierta. En España nadie las llevaba todavía. La cifra de muertos oficiales era ya de 288, pero el gobierno las desaconsejaba. Incluso con la pandemia ya declarada oficialmente por la Organización Mundial de la Salud (OMS), los gobernantes y los periodistas españoles pasaron largas semanas diciendo que no eran necesarias. Apenas nos estrenábamos en lo que iba a ser el periodo más largo de distopía informativa que yo había presenciado jamás.

    La calle Rosario Pino se me antojó una maldición bíblica. Un viento helado arrastraba por el asfalto los cartones y los plásticos apilados junto a los contenedores y remolinaba por los aires las últimas hojas del invierno. Faltaban cuatro días para el comienzo de la primavera, pero el objetivo inmediato era sobrevivir a las siguientes 24 horas. Al pasar ante el recinto gubernamental donde estaban el Ministerio de Industria, el Ministerio de Economía y el Ministerio de Ciencia, en el paseo de la Castellana a la altura de Cuzco, un guardia civil armado con un fusil de asalto Heckler & Koch de un metro de largo se separó de un grupo de cinco que parecían ir vestidos de combate: uniforme verde, guantes negros, cascos, escudos faciales de plástico transparente.

    —Buenos días, señora. ¿Adónde va usted? —me dijo.

    Respondí la verdad: «Voy a llevar la compra a mis padres de 80 y 83 años».

    Así fue como descubrí uno de los salvoconductos para poder circular libremente por la ciudad en pandemia: mencionar el término tercera edad. Ese comodín lo reservaría, sin embargo, para las emergencias. La credencial que usé durante tres meses para deambular por Madrid a mi libre antojo fue precisamente la exhibición del producto protagonista de toda mi peripecia: el pan. El paso de los días me confirmó que una bolsa de supermercado con un par de barras visibles bastaba para que la policía y la guardia civil tomaran al trajinante por una persona cuidadora, auxiliar o pariente que llevaba viandas a una persona en edad de riesgo. Fue decisiva también la indumentaria de camuflaje: ropa flexible de algodón, calzado deportivo. Lo último que quería era pasar por una señora acicalada de un barrio alto, más bien todo lo contrario: una trabajadora esencial no preocupada por su envoltura salvo desde el punto de vista de la protección contra el frío y la comodidad.

    La franja demográfica martirizada por la pandemia era la que tenía entre 70 y 90 años. En un primer momento se habló de la calidad de vida de los países mediterráneos, con la resultante abundancia de la tercera edad, como explicación del azote mayor de la pandemia en Italia, España o Francia. Pero Grecia estaba en el noveno lugar de la lista de países del mundo con una pirámide de población envejecida y apenas se había visto afectada por el coronavirus. España ocupaba el puesto 27 de países con una ciudadanía más anciana.

    Mis padres hoy octogenarios estaban en la treintena cuando huyeron a Estados Unidos a finales de la década de 1960, hartos de la persistencia de la dictadura española. Educaron a sus hijos como estadounidenses en Washington D. C., donde nació el menor, y regresaron a su país al morir Franco para participar en la Transición a la democracia. Esta valerosa generación nacida entre las décadas de 1935-1955, que nos había traído a los españoles la incorporación al mundo occidental, la libertad y la modernidad, se veía ahora cautiva y atemorizada por un virus que llegaba de Oriente envuelto en una nebulosa de desinformación. Estados Unidos difundía en marzo teorías del pánico sobre el coronavirus como arma biológica creada en un laboratorio para rejuvenecer la población mundial mediante un senicidio o gerontocidio programado. Recordé a Wei Fang, el dueño de un «chino» cercano donde iba con frecuencia, una pequeña tienda de alimentación que horneaba un pan delicioso a deshoras y que había clausurado la tienda silenciosamente hacía cinco o seis días, poniendo un lacónico cartel de «cerrado por vacaciones». Fang era ya más español que yo, sus hijos hablaban un cheli más madrileño que yo, pero las noticias que tendría a través de parientes y amigos sobre lo sucedido en China superarían con creces nuestra deficiente información contradictoria.

    A comienzos de 2020 pocos ciudadanos occidentales sabían dónde estaba Wuhan, capital de la provincia china de Hubei, región administrativa central sin salida al mar, atravesada por el omnipresente río Yangtze —6.400 kilómetros de largo—, que regaba aquellos fértiles valles a diez mil kilómetros de distancia de Madrid y todavía dedicados a cultivos milenarios: arroz, algodón, trigo y té. En un verde paraje montañoso a las afueras de la moderna ciudad de once millones de habitantes que es Wuhan, apenas a 20 kilómetros del ya célebre mercado de marisco y pescado de Huanan, seguía estando el Instituto de Virología donde trabaja una microbióloga llamada Shi Zhengli. Nacida en 1964 —es decir, dos años después que yo—, dirige el Centro de Enfermedades Infecciosas Emergentes, un laboratorio de biocontención de nivel tres y cuatro. El equipo de científicos a sus órdenes se protege con trajes y escafandras que les dan cierto aspecto de navegantes espaciales, porque se juegan la vida al llevar a cabo su trabajo, consistente en analizar unos organismos infecciosos que pueden ser mortíferos: los coronavirus derivados de los murciélagos. Entrevistada en febrero de 2020 para la revista Nature, la doctora Shi explicó que, del medio centenar de especímenes víricos que conservaba en su laboratorio, al menos uno tenía un 96 % de compatibilidad genética con lo que entonces se llamaba el «nuevo coronavirus» o SARS-CoV-2, el causante de la enfermedad que luego se llamaría COVID-19 o simplemente covid. En varias entrevistas posteriores, la doctora Shi aseguraba que, al recibir noticia del brote de un nuevo virus semejante a la neumonía, pasó muchas noches de insomnio, angustiada ante la posibilidad de que su laboratorio fuera responsable del brote. Durante los largos meses del inicio de la pandemia, cientos de miles de personas repartidas por el mundo seguían adjudicando el origen de la pandemia —accidental o deliberada— al Instituto de Virología de Wuhan.

    En estas reflexiones estaba yo, caminando sin paraguas bajo una aguanieve que de momento no mojaba. Entré a comprar pan en el Carrefour Express de Doctor Fleming, donde una chica joven que iba delante de mí se santiguó antes de elegir una chapata tostada y alejarse por el pasillo con gesto despavorido. En la sección de limpieza casi todas las estanterías estaban vacías, porque España había caído en el pánico al desabastecimiento. Los productos estrella de la acumulación frenética eran el gel, el jabón, los productos de limpieza del hogar y, por algún motivo incomprensible, el papel higiénico, que se agotaba durante días en las grandes superficies. Los alimentos de primera necesidad (arroz, pollo, lácteos, patatas) también estaban sufriendo los efectos del shock de demanda, así como las conservas, que se compraban con la idea de tener reservas en caso de una escasez de suministro. Al salir con la bolsa de la compra en la mano una mujer me gritó desde un balcón: «¡Vete pa casa!», a lo que respondí alzando la mano derecha con el dedo anular estirado. Era la primera vez que un vecino me increpaba desde lo alto de un edificio, pero no sería la última. Por algún motivo, recordé a los delatores de ambos bandos de la guerra civil española, que durante la contienda y la posguerra llevaron a miles de inocentes a morir ante los pelotones de fusilamiento de Franco.

    Dejé la bolsa con las dos barras de pan en la puerta del piso de María de Molina, toqué el timbre y me marché, tal como habíamos quedado en hacer hasta que llegaran las mascarillas. Bajé los ocho tramos de escaleras pensando que mañana tendría que buscarme un trayecto alternativo para esquivar a la policía.

    Martes 17 de marzo

    Las mascarillas llegaron esa mañana. El repartidor de SEUR llamó varias veces al móvil porque la pegatina de Amazon no ponía el número de mi apartamento. Pero viendo que ya se acercaba la hora del itinerario panadero, le pedí que me esperara en el portal. El sobre plastificado me pareció pequeño y apenas pesaba nada. Lo metí en la bolsa de Carrefour que llevaba ese día como parte de la parafernalia urbana y eché a andar. Ya lo abriría cuando estuviera en un lugar apartado de la hipervigilancia policial.

    Conforme avanzaba la cuarentena establecí los lunes, los martes y los miércoles como los días más peliagudos en la zona de Madrid que yo transitaba, cuyo nivel de intrusión policial disminuía a medida que se iba acercando el fin de semana. En aquellos primerísimos tiempos se hablaba

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1