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Buscar la vida: Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla
Buscar la vida: Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla
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Libro electrónico387 páginas

Buscar la vida: Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla

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Buscar la vida  es la forma en la que niños reales que viven en las calles de la ciudad fronteriza de Melilla describen la supervivencia. A través de sus historias, descubre y denuncia la dura realidad de los jóvenes migrantes de origen marroquí que llegan a la ciudad. Las historias de esos menores abandonados por la administración local española hablan de esperanza y superación, y a través de ellas se hace un análisis de cómo las instituciones de ambos países esquivan sus responsabilidades, y de cómo la corrupción profundiza su situación de desamparo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 sept 2020
ISBN9788418261237
Buscar la vida: Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla

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    Buscar la vida - Sabela González

    acusados.

    La llegada

    I

    «Recuerda por qué estás aquí, recuerda por qué has venido», se decía a sí mismo una y otra vez. Y volvió a visualizar en su mente esa foto y ese bikini rojo con flores. «Rojo con flores, el bikini rojo con flores». Así es como Wahid se recordaba por qué estaba solo en esa calle de una ciudad desconocida, con las zapatillas completamente mojadas.

    Piel tostada y ojos oscuros, profundos, casi negros. Cuatro pelos asomándose por lo que un día llegaría a ser barba y granos por la frente, recordando que todavía era un adolescente. Ese era Wahid, un niño etiquetado como MENA, el acrónimo administrativo de «Menor Extranjero No Acompañado».

    La arena color crema destacaba sobre el rojo del suelo empedrado del paseo y el azulado muro de la playa de San Lorenzo. Palmeras altas y verdes enmarcaban la fila de tranquilos bancos de madera sobre los que descansaban los caminantes del paseo marítimo de Melilla. En pleno verano, las playas del litoral mediterráneo español se desbordan de gente. Melilla tiene una amplia oferta turística y cultural, sus precios son atractivos y la ciudad ofrece la posibilidad de disfrutar playas de primera que no se saturan en temporada alta. Sin embargo, el turismo en 2018 seguía sin despegar, aquejado por la distancia respecto de la península, el elevado coste de ir en avión o barco para los no residentes que no disponen de descuentos y la imagen negativa y desconocimiento que muchos españoles tienen de ella.

    La marea estaba muy lejos desde el paseo, tanto que no alcanza la vista. De frente se vislumbraba la fina línea del horizonte, custodiada por una enorme lengua de piedra y varias grúas y trasatlánticos que cruzaban el mar desde la banda derecha, coronados por un pequeño faro que parecía señalar al cielo. Eran el puerto de Melilla y el de Nador, enfrentados y condenados a mirarse eternamente, dos brazos que no acaban de tocarse, ambos protegiendo una tierra que protagoniza disputas históricas desde tiempos inmemoriales. Sus dos diques exteriores señalaban la separación de aguas españolas y marroquíes, una región que tres décadas atrás desconocía el significado real de la palabra «frontera».

    Soplaba viento de poniente aquella tarde de verano. La arena estaba tranquila, igual que las sombrillas marrones e impasibles que marcaban las distancias entre sol y sombra. Hombres y mujeres caminaban por la acera empedrada, sorteando las líneas blancas que marcaban el sentido del paseo marítimo. Los pasos y la voz de los melillenses, con su característico acento del sur, se entremezclaban con los neumáticos que no dejaban de rodar al otro lado de la playa. De fondo, contemplativo, un ferry blanco con letras verdes, Baleària, se despedía del puerto.

    Sentado en un banco y dando la espalda al bullicio de los coches, un hombre degustaba su té moruno recién hecho. El olor de la hierbabuena fresca se mezclaba con el aroma a sal que arrojaba el vaivén de las olas. Vaso alto, servilleta de papel protegiendo el cristal ardiente y dedos pulgar y corazón sosteniendo el recipiente de arriba abajo para no quemarse. El hombre observaba y disfrutaba el movimiento de Melilla: la gente jugando a voleibol sobre la arena y una anciana frente a él, paseando con rostro firme y tranquilo mientras escuchaba Radio Nacional de España a todo volumen. «Se van a pasar con sus familias fiestas importantes para los musulmanes (…); pueden venir millones», emitía el transistor. El que hablaba era Juan José Imbroda, presidente de la ciudad autónoma desde hacía dieciocho años, alertando sobre la llegada de menores extranjeros, antes de entrar de pleno en el tema del día: la situación del Aquarius, el barco de rescate que en esas fechas pedía un puerto seguro para desembarcar a 629 personas rescatadas en el Mediterráneo. Sobre la posibilidad de recibirlos en Melilla, Imbroda respondía: «Es inviable (…); me haría gracia porque podría convertirnos en un centro permanente de acogida y recogida, existen otros puertos en mejores condiciones».

    Un año más tarde, Imbroda volvería a hablar del puerto de Melilla en Radio Nacional, esa vez para asegurar que no tenía «ni idea» de los supuestos sobornos que pedía el antiguo director del puerto de Melilla y exmiembro de la ejecutiva del PP, José Luis Almazán, a quien él mismo nombró para el cargo: un directivo de la constructora OHL había filtrado veintitrés conversaciones, en las que se escucha a Almazán diciendo: «Necesito darle un cierto gusto a mis jefes y tienes que contar con 400.000 euros para las europeas del PP». Un año después, la anciana escucharía esas palabras con el mismo rostro firme y tranquilo, reflejo de la normalización que tenía la corrupción en el enclave más poblado de España en África. En las elecciones que tuvieron lugar apenas unos días después de que saltara aquella noticia, el PP volvió a ser la formación más votada en Melilla, con casi el 38 % del sufragio. Sin embargo, en un movimiento sui generis dentro de la historia política de la ciudad y de España, tres partidos de diferente ideología —Ciudadanos, PSOE y Coalición por Melilla— se unieron para formar gobierno y pusieron fin a casi dos décadas de gobierno de Imbroda.

    Esa tarde, en el paseo marítimo, entre el sendero bermejo, las farolas blancas con aires de barrio y las sombras alargadas de las hojas de las palmeras, un niño estaba solo y bajo sus pies el suelo se oscurecía al contacto de cada gota que se deslizaba desde su pantalón.

    Era Wahid tratando de digerir que lo había logrado: aún no lo sabía bien, pero después de acumular el dinero suficiente en Marruecos, a base de pintar y lijar paredes en su ciudad natal, Fez, cumplió la proeza de comprar el billete de tren a Nador por 107 dirhams —unos diez euros al cambio—, recorrió la descuidada acera desde la parada de tren hasta la zona de Beni Enzar, donde está el paso fronterizo a pie y en vehículo, con el recuerdo y el cansancio de muchas noches en la calle entre cartones y más chicos desconocidos, solos, y nadó sin ser visto por la policía; después de todo eso, Wahid, al fin, pisaba Melilla.

    Según la Policía Nacional, un MENA es «el extranjero menor de dieciocho años que sea nacional de un Estado al que no le sea de aplicación el régimen de la Unión Europea que llegue a territorio español sin un adulto responsable de él, ya sea legalmente o con arreglo a la costumbre, apreciándose riesgo de desprotección del menor, así como cualquier menor extranjero que una vez en España se encuentre en aquella situación». Esto es, un niño que, al no estar bajo la protección de ningún adulto, se encuentra en situación de vulnerabilidad.

    Wahid y los más de 1.400 niños que entraron solos por Melilla durante el 2018 estuvieron en el centro del debate político y mediático desde antes de que empezara oficialmente la campaña electoral en la ciudad autónoma de Melilla.

    A nado, a pie en compañía de un adulto —familiar o no—, aprovechando las aglomeraciones de porteadoras del «comercio atípico» fronterizo —que es como se llama al contrabando tolerado en la frontera melillense—, o en vehículo bajo los ejes de los camiones que cruzan desde Marruecos; la presencia de los llamados MENA era y es habitual en las calles de Melilla.

    De entre todos los niños y adolescentes que llegaron solos a Melilla en 2018, más de la mitad eran marroquíes, como Wahid. Sin embargo, la propia Fiscalía española admitía en su informe de 2017 que, como en años anteriores, no había un registro específico de los menores que accedían clandestinamente a suelo melillense en coche, a nado o como polizones en los barcos que atracaban en puerto. Las organizaciones que trabajan con menores en situación de calle hablaban de unos 50, cifra que ascendía hasta 100 al incluir a los jóvenes que lograban la mayoría de edad en territorio melillense. Y a esos había que sumar todos los jóvenes que eran tutelados por la ciudad autónoma y vivían en los centros de acogida de Melilla. Es por esto que Wahid es uno de los niños que quedan fuera de los recuentos oficiales. Esta realidad se traducía en medio centenar de chicos deambulando sin rumbo buscándose la vida en Melilla —el centro de acogida para menores como Wahid tenía capacidad para 350—, sumado a otro medio centenar de chicos que ya habían superado la mayoría de edad y se veían atrapados en la ciudad autónoma.

    Coincidiendo con la llegada de Wahid, la Policía anunció la detención de 28 personas de una red que operaba en Melilla y traficaba con menores marroquíes, como él. También ese mes de junio los ministros de Exteriores, Interior y Justicia españoles viajaron a Marruecos con un tema clave en sus agendas: el control migratorio, un asunto muy sensible a efectos electorales. La mayoría de los migrantes que llegan a España por vías irregulares son de Marruecos, donde el 45 % de las familias viven en la pobreza, según los datos del Banco Mundial, y el 44 % de la población expresa deseos de migrar, según el barómetro de la BBC. Ese mismo sentimiento abarca al 70 % de la juventud marroquí, según la misma fuente.

    Un hombre adulto, todavía con el vaso caliente de té moruno en la mano, sigue la mirada del niño para entender qué observa con tanto entusiasmo. Lo adivinó pronto: contempla el mar. Aquella tarde de julio de 2018 está tranquilamente azul y plano, distante, y no alcanza a escuchar el oleaje que produce el barco al zarpar. Un grupo de chicas capturó la atención de ambos con un balón blanco que ascendió por el aire, tan alto que se confundía con las pocas nubes de aquel día. La pelota subía y bajaba a la arena dorada al compás de los golpes secos de la goma contra las muñecas. Pam, sonaba contra la carne, pam.

    —¿Te gusta alguna de las chicas? —le preguntó el hombre a Wahid después de haber dejado el té apoyado en el banco. Y mientras se acercaba, le agitó el pelo de la cabeza, descubriendo que el niño estaba completamente mojado.

    Ma fhamtch, no entiendo —le respondió Wahid, dando un paso a un lado en un gesto que, sin llegar a ser brusco, dejaba claro que no le gustaba que le tocasen sin su permiso.

    Camiseta de color azul oscuro con cuello blanco. Sin mangas. Pantalones negros por la rodilla. Calcetines negros que destacan sobre el gris de las zapatillas, más oscuras en la punta, más claras hacia el talón. Y con la piel morena, un tono color café homogéneo, pero que las asas de la camiseta dejaban entrever que era por los rayos del sol mientras todavía vestía esa misma prenda. Los brazos y las piernas estaban totalmente desnudos, únicamente las gotas de agua los recorrían. Aquel chico debía de medir algo menos de un metro setenta, pero sus piernas, largas y delgadas, le hacían aparentar más altura. Wahid no llevaba más que esas cuatro prendas de ropa cuando llegó a Melilla. Ni reloj, ni cartera, ni un papel con teléfonos o direcciones. No había más que lo que dejaba ver la vista: un niño con cuatro pelos y unos cuantos granos más por la cara que salió solo de su país con lo puesto y con la adolescencia por delante.

    Ana Purísima, yo Purísima —repetía Wahib mientras agitaba sus dedos índice, al mismo tiempo apuntando hacia sí y señalando hacia el interior de la ciudad.

    Al instante, y como si hubiese descubierto por sí solo aquello que andaba buscando, Wahid retomó sus pasos y emprendió camino por el paseo marítimo en dirección hacia el puerto, dejando tras de sí un reguero de gotas que se secan al instante bajo el sol africano. Ras, ras. Arrastraba la suela de las zapatillas grises contra el suelo, como si le costase demasiado esfuerzo levantar unos centímetros más las piernas. Caminaba decidido, sin detenerse, aunque miraba constantemente a la derecha. La arena, el mar, las chicas, el bullicio de la ciudad costera. Ras, ras. Se sumergió en la urbe, vislumbrando el enorme edificio de los Juzgados de Melilla como punto de referencia.

    Melilla, puerta europea en el continente africano, se presenta como un complejo que quiere ser turístico, en el que se entremezclan elementos decorativos como plantas y árboles con detalles arquitectónicos más funcionales, edificios sugerentes y que casi despiertan los sentidos, para conseguir que sea una de las ciudades más representativas del estilo modernista del siglo XX de la mano del arquitecto Enrique Nieto, discípulo de Gaudí. Melilla es un escenario que no solo sorprende a los extranjeros, sino también a los nacionales: la ciudad se presenta como un espacio aislado, amurallado y lejano, una isla a efectos prácticos, multicultural y profundamente desigual, un tesoro cultural e histórico en el que las preocupaciones de la calle y las prioridades de su gente distan de las que podrían tener otras zonas del país, o se reproducen con mayor intensidad.

    El puerto de Melilla era un reflejo esencial del espíritu de la ciudad, una insignia histórica en la que el graznido de las gaviotas se imponía al eco de los minaretes y los campanarios. Su actividad perdía lustro y fuerza mientras las vecinas Nador y Tánger y sus respectivos puertos crecían y ganaban afluencia. Es por esa situación geográfica tan particular —único punto europeo en territorio africano y frontera con Marruecos— que el puerto melillense tiene una actividad peculiar que lo diferencia de otros puertos españoles: niños, que no números, como Wahid, que cada noche trataban de colarse en la zona portuaria en busca de un camión que les ofreciera un futuro mejor. Los más de 80.000 habitantes de Melilla estaban tan acostumbrados a ver a esos menores extranjeros saltando la valla y escurriéndose entre los camiones que rara vez se paraban a pensar qué hacía un niño de catorce o quince años empapado, solo, caminando desorientado por el paseo marítimo.

    Identificar a primera vista a Wahid y a los otros menores extranjeros era fácil. Ropa deportiva oscura y desgastada, normalmente con agujeros y con manchas de grasa, chanclas de banda ancha con algún remiendo casero para que se pudieran utilizar un poco más o zapatillas agujereadas, y un olor a sudor y generalmente pegamento hacen que los prejuicios se arraiguen. Durante dos décadas bajo la presidencia de Juan José Imbroda, el Gobierno melillense politizó la situación de estos niños y la transformó en un problema social ajeno y rentable: por un lado, el Ejecutivo local sostuvo que solo con mano dura se podría resolver la situación; por otro, durante años exigió más y más dinero al Gobierno central para supuestamente mejorar los cuidados de los pequeños migrantes. El presidente Imbroda asegura en enero de 2018 en el diario local Melilla Hoy que en La Purísima «están muy bien atendidos» y encuentran condiciones «muchísimo mejores» a las de la calle, donde aseguraba que «crean alarma social». También alentaba a los ciudadanos a no dar comida ni mantas a los menores que viven en la calle como forma de presión para que ingresaran en La Purísima. Al mismo tiempo, ese centro para menores extranjeros estaba en el punto de mira de nuevas denuncias por supuestos malos tratos y contra la situación de hacinamiento en que se encontraban los niños y jóvenes que lo habitaban, y que duplicaban el número máximo de plazas disponibles.

    Con el tiempo, debido a su estilo de vida de supervivencia y a su situación de vulnerabilidad, los niños como Wahid acumulaban factores que derivaban en problemas serios: estos niños, habitualmente de entre diez y dieciocho años, presentan problemas psicológicos y de conducta, con baja autoestima, sentimientos de inferioridad y falta de expectativas e intereses materializables.

    Wahid nació en 2001, al otro lado de la frontera. Si hubiese llegado al mundo unos años antes podría haber sido alguno de los muchos niños marroquíes que acompañaban y se ganaban unas monedas ayudando a los soldados españoles que querían algunos de los, para entonces tan novedosos, casetes que solamente en Melilla y solamente los establecimientos hindúes vendían en el conocido coloquialmente como «Mantelete»: el soldado interesado y el menor que apareciese caminaban desde las tiendas de los hindúes que iban desde el Hotel Ánfora hasta el cruce, y recorrían la ciudad hasta la puerta del cuartelillo. La mayoría de los hindúes melillenses eran descendientes de familias de la etnia shindhi, que huyó a distintos rincones del mundo —incluidas Melilla y Ceuta— tras la independencia de India del Imperio británico y la posterior separación con Pakistán, donde se encuentra su tierra originaria, el valle de Sindhu. Al llegar al cuartel, el menor devolvía el casete al soldado, evitando así infringir las reglas del Ejército y del general Gotaredona, temido y recordado por muchos melillenses por ser tan estricto que, según cuentan todavía en la ciudad, un día hizo a un asistente comerse una tarta entera que acababa de comprar por no estar preparado para servir a su capitán.

    Desde que en 1863 Melilla obtuvo la condición de puerto franco, un sinfín de productos que todavía no existían en la península, desde artilugios de electrónica hasta vehículos extranjeros, eran habituales y más baratos en los establecimientos de Rusadir, que es como se llamaba la ciudad en la antigüedad.

    Son estas anécdotas y la cultura de la ciudad las que hacían que Melilla pareciese estar atrapada en el tiempo. Sus característicos edificios, como el palacio de la Asamblea con sus torres de inspiración árabe, o la casa de los Cristales, que alojaba el lujoso Hotel Reina Victoria con su marquesina en la entrada, la sinagoga Yamín Benarroch y sus arcos de herradura, y la amarilla y blanca mezquita central —más 500 obras arquitectónicas destacadas en apenas doce kilómetros cuadrados— se entremezclaban con calles y plazas que, a pesar de la Ley de Memoria Histórica, recibían el nombre de figuras relevantes del franquismo, como Onésimo Redondo o José Millán Astray. «La justicia queda al otro lado del Estrecho», decían con frecuencia los melillenses ante el asombro de los forasteros que se sorprendían por los ritmos y miopías de la justicia en la ciudad autónoma.

    Melilla es una ciudad de contrastes, de palmeras y cactus, de personas que esperan, banderas de España y carteles en varios idiomas, jóvenes sentados en la puerta de la comisaría de Policía a las ocho de la mañana, niños deambulando por parques y plazas matando el tiempo en los alrededores del Club Marítimo, un lugar más exclusivo que lujoso al que solo pueden acceder socios, en el que se dan cita las familias más pudientes de Melilla y las rivalidades políticas se convierten en camaradería. Mujeres y niñas que se sabe que estaban pero no ven la luz del día. «La fusión del exotismo de Oriente con la modernidad de Occidente», según la oficina local de Turismo.

    Pero sobre todo, Melilla era frontera y confrontación. Tras más de cinco siglos de españolidad —Melilla fue española dieciocho años antes que Navarra—, la línea terrestre que separaba a España y Marruecos había cambiado mucho. La presencia de soldados y cadetes fue perdiendo volumen al mismo tiempo que la valla fronteriza se equipaba con triples cercos, sensores y cámaras automáticas, cuchillas y cables de acero. «Aquí no te va a pasar nada, ahora ya no es como antes, la frontera ha cambiado», comentaba un pasajero en la estación marítima. «El problema ahora son los menores, hay muchísimos», le respondía otro viajero.

    «Sigue el paseo dejando el mar a tu derecha», se dijo a sí mismo Wahid, repitiendo aquellas palabras que tantas veces antes había escuchado. «No te separes del mar hasta que veas un barco y, a la izquierda, al final de la calle, una discreta comisaría de Policía. Entonces camina despacio hacia la comisaría, sin que te vean, y aléjate del mar, que quedará a tu espalda. Bordea la policía, con cuidado, y corre por la carretera larga de la derecha. Llegarás a una gran plaza con una fuente de agua en el medio. Allí te encontrarán y te llevarán», recordaba Wahid. «Me llevarán», se repetía una vez más.

    Mientras caminaba, Wahid miraba alrededor y comparaba cada detalle con su tierra natal. «En verdad, es como en Marruecos. Pero en Marruecos habría más basura por el suelo. Botellas de plástico pisoteadas, cáscaras de fruta del mercado, cigarrillos de los que solo queda el filtro. En Marruecos olería a eso. A eso y a sudor mezclado con gasolina. Pero en Marruecos siempre estamos en la calle. Aunque solo sea para hablar con Anis y Salim, oh, cuánto echo de menos a esos dos; quedábamos en la esquina de enfrente de casa y escuchábamos música hasta la hora de comer. Pasábamos el día en la calle, llegaba un amigo, se iba otro, aparecían dos más», pensaba Wahid mientras arrastraba los pies contra el suelo aún rojo y blanco del paseo marítimo. Ras, ras, sonaban sus zapatillas mojadas.

    Seguía hablando consigo mismo: «Y así hasta que apareció uno por la calle y nos habló de Melilla, oh, Melilla, la buena Melilla, donde todo era posible y había trabajo y chicas, y la vida era fiesta… Melilla». Así fue como apareció ese alguien hablando de Melilla, con pantalones vaqueros, gorra y camiseta larga, por la misma calle frente a su casa en la que mataba las horas del día charlando con sus amigos. «¡Cuánto quería yo esa gorra! En Fez ni la venden», pensaba Wahid mientras veía aproximarse por la calle sucia de Marruecos a un chico mayor que él. Le conocía, pero hacía mucho que no lo veía por el barrio. Se acercó con su música alta y su teléfono móvil nuevo. Era imposible no girarse y verle. La historia que les iba a contar no era nueva: «Que si aquí no hay futuro, que si no vamos a estar cambiando ruedas de motos toda la vida, que si así no llevamos pan a casa». La solución era ya conocida: en Europa había dinero, en Europa había trabajo, oportunidades. «En Europa puedes ser alguien, como yo», le decía este chico mientras le colgaba un casco de música blanco de la oreja, sonando reggaetón.

    «Ya nos conocíamos la retahíla», pensaba Wahid. «El tío Muhammad y su mujer viven en Francia desde hace muchos años. Vienen para la fiesta del cordero. El año pasado trajeron gafas de sol para todos y un teléfono móvil para mi madre. Se puso muy contenta, pero a la vez despertó un deseo que antes no tenía ella. Desde ese momento, no había tarde en la que mi madre no dijera que ya por fin podía llamar, que si llega a ser por nosotros, ni un teléfono tendría. Así que ya todos conocíamos la historia, pero cuando se acercó sin quitarse los auriculares aquel chico que parecía tan europeo, tan triunfador, y me enseñó la foto de esa chica en bikini, todo cambió».

    —A ver, a ver.

    —Mira, mira qué preciosidad —decía mientras agitaba el cable de sus auriculares, de los que salía una melodía desconocida que no era árabe pero sí pegadiza.

    —Esa no es marroquí, ¿eh?

    —Claro que no, mi novia es española. Fue verme un día y se enamoró de mí. Y mira qué pibón.

    —A ver, a ver —repetía un chico que se unía por detrás.

    —¿Y besa bien?

    —¿Que si besa bien? No sabes cuántas cosas hace bien mi novia, cosas que ni puedes imaginarte —decía nervioso mientras pasaba muy rápido las fotos en las que aparecían los dos desnudos. Las deslizaba tan rápido que no se podía ver nada.

    —Venga, a babear a otra parte, que sois demasiado pequeños —y en un gesto brusco apartó el móvil de los ojos abiertos y atentos de todos los chicos.

    «Todavía puedo verla, ojos negros y pelo largo, y un bañador corto, corto, rojo con flores. ¡Eso no lo tenemos en Marruecos!», pensaba Wahid, sin escuchar ya el ruido de sus zapatillas contra las baldosas arenosas de Melilla. Estaba sumergido en sus recuerdos y pensamientos.

    Su primera impresión de Melilla no distaba mucho de aquella ensoñación de la chica en bikini: allá unas chicas jugando a voleibol sobre la arena, allá otras todavía en el agua, más cerca un grupo fumando cachimba, un par de chicas más en las duchas. «¡Esto es el paraíso! Esto sí que no lo tenemos en Marruecos», pensaba mientras observa el panorama.

    Wahid se quedó quieto recordando el escote de la chica de la foto. Concentrado e inmóvil, buscándolo entre los escotes de la playa, lograba ver muchos, pero ninguno era como el de aquella foto. Los había más grandes y también más pequeños. Muchas llevaban bañador o se tapaban con un pantalón. También había unas musulmanas en la orilla. «¡Míralas! Tapadas hasta el cuello, nada de piel», se decía para sus adentros. El pantalón de aquella chica estaba empapado y llenándose de arena con cada ola que rompía. Con sus amigas, jugaban a mojarse con el agua.

    Mientras Wahid miraba embobado, recordó la última vez que fue con sus hermanos a la playa. Se desplazó toda la familia en coche hasta la costa de Rabat. Habían sido casi tres horas de carretera con tráfico y baches desde su casa, recordaba muchos baches. Y qué calor. Sus hermanos y él sudaban en aquel trasto con ruedas y se habían quedado sin agua poco después de salir de Fez. Todavía tenían la sandía, pero su madre había dicho que era para comer en la playa, todos sentados bajo la sombra.

    Aquel día habían jugado los cuatro hermanos. Lo recordaba: «Lina primero se había quedado en la arena seca con mamá preparando la sandía, mientras papá fumaba sentado. Nosotros habíamos corrido a zambullirnos, quitándonos la ropa por el camino. Pero aquello no era arena, era tierra ardiendo. Desde debajo de la sombrilla, sin levantar los ojos de la sandía que estaba cortando, mamá nos gritaba que fuéramos a ponernos más crema protectora. Le quitaba las pepitas para nosotros y dejaba los trozos con el cuchillo clavado para comerla en cuadritos. Yo corría hacia el agua. Los pies me quemaban tanto que no podía soportarlo. Corría mientras sonreía por el dolor. Lina no podía verme sufrir o se reiría de mí el resto del día. Recordó también el momento en el que sus pies mojados tocaron por primera vez el agua. El agua no estaba fría, pero los pies estaban tan calientes que cualquier temperatura era un alivio».

    Wahid movió los dedos de los pies como hizo aquella tarde, pero el que estaba mojado en ese momento era él con zapatillas en medio de una ciudad desconocida. Wahid se había quedado tan embobado en sus recuerdos que olvidó el ruido que hacían sus zapatillas mojadas al caminar. Dirigió su mirada hacia los pies, a la punta de color gris oscuro, y vio cómo se iba aclarando a medida que le recorría el pie. Mientras volvía a levantar la vista, vio caer una pelota muy cerca de un grupo de chicas, a solo un par de pasos de él.

    Plof, plof, empezó a caminar. Con cada paso, su corazón empezaba a latir más y más fuerte. Plof, plof, caminaba y nadie se inmutaba de su presencia. Se acercó a coger la pelota y, cuando estaba a punto de tocarla, frenó en seco:

    —Oye, tú, MENA, ni se te ocurra tocar nuestra pelota —dijo una voz femenina desde más adentro de la playa.

    Wahid levantó la vista mientras su mano se acercaba a la pelota y vio que las chicas le miraban y se levantaban sobresaltadas cogiendo sus mochilas.

    —Lárgate de aquí —gritó una de ellas.

    —¡Qué asco! —espetó otra al unísono.

    —¡Vete a robar a otra parte!

    Wahid no entendía lo que decían. Nunca antes había escuchado ninguna esas palabras en español, ni siquiera en las canciones de reggaetón que ponían sus amigos desde el móvil. En cambio, sí conocía esas expresiones faciales y su reacción: estaban protegiéndose, protegiéndose de él.

    —Ya lo has escuchado, MENA, ¡lárgate! —le gritó uno de los chicos que jugaba al voleibol mientras levantaba el balón con el pie y llenaba de arena los ojos de Wahid, que instintivamente se llevó las manos a la cara.

    —¡Mírale!, que ahora se pone a llorar, qué patético.

    —Moro, ¡vete a tu casa! —sentenció otro joven mientras las chicas a su alrededor empezaban a reírse, señalándole.

    Wahid no entendía ni una palabra de lo que decían, pero se había quedado mudo y notaba cómo le ardían las mejillas. Las piernas le temblaban y solamente quería huir hasta un lugar en el que dejase de escuchar las risas.

    Se dio la vuelta y empezó a correr de vuelta al paseo, pero sus zapatillas mojadas no acompañaban a caminar sobre la arena blanda. Plof, plof. Una y otra vez, parecía que hasta los zapatos se reían de él. Cruzó la carretera donde ya no podían verle desde la arena de la playa y se sentó en el suelo.

    «Recuerda por qué estás aquí, recuerda por qué has venido», se decía a sí mismo. Y vuelve a visualizar esa foto y ese bikini rojo con flores. «Rojo con flores, rojo con flores». Y se acuerda de por qué está en mitad de la calle una ciudad desconocida y con las zapatillas mojadas. «Sigue el paseo con el mar a tu derecha», repetía dentro de su cabeza una y otra vez. «No te separes del mar hasta que llegues a una gran rotonda. Tuerce a la izquierda hasta que, a lo lejos, veas una comisaría de Policía, entonces aléjate dejando el mar tras de ti. Cuando ya no veas a la policía, vuelve a caminar hacia la derecha. Llegarás a una gran plaza con una fuente de agua en medio. Allí te encontrarán y te llevarán». «Me llevarán», repitió una vez más. «Me llevarán», y abre los ojos inspirando fuertemente: «Es extraño estar en una ciudad desconocida».

    II

    Al otro lado de la frontera, en Beni Enzar, Anis merodeaba frente al paso fronterizo analizando el movimiento transfronterizo. Anis era más alto que Wahid, pero tenía el mismo color de piel tostada y ojos oscuros, aunque mucho más grandes que los de su amigo. Tenía un mechón de pelo pequeño pero llamativo, una coletilla que le acaricia la nuca cada vez que se gira a observar hacia otro lado. Él había sido un apoyo importante para Wahid a la hora de mantenerse constante pintando las

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