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El concepto de lo político en la sociedad global
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El concepto de lo político en la sociedad global

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La tradición occidental nos ha legado una serie de categorías filosóficas, históricas y políticas que no nos permiten comprender los dos grandes fenómenos de nuestro tiempo: el totalitarismo y la globalización. Por eso, hemos de repensar todas esas categorías a la luz de los cambios que han dado origen a la sociedad global.

Antonio Campillo comienza reformulando la distinción ontológica entre física y política, que está en la base de todo el pensamiento occidental. A continuación, problematiza la concepción evolutiva y eurocéntrica de la historia universal, elaborada por las diversas teorías de la modernización y las grandes ideologías políticas modernas, y en su lugar propone una nueva ontología histórico-política. De ella se sirve para analizar los principales retos de nuestro tiempo: la tensión entre ciudadanía y extranjería tras las nuevas migraciones internacionales, el vínculo entre la violencia y la ley tras el fracaso de las promesas civilizatorias de la modernidad, y los límites del Estado-nación soberano ante el desafío de los nuevos riesgos globales.

El libro concluye con una novedosa propuesta para repensar la política más allá del Estado soberano, el mercado capitalista, la familia patriarcal y la tecnociencia baconiana, a fin de hacer frente a los grandes cambios históricos del siglo XXI.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2010
ISBN9788425427121
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    El concepto de lo político en la sociedad global - Antonio Campillo

    ético-política.

    1. Física y política

    1

    Cuando decimos que el agua del deshielo corre libremente por la ladera de la montaña, o que el álamo blanco crece libremente a la orilla del río, o que la joven alondra canta y revolotea libremente sobre los campos de trigo, ¿estamos utilizando el adverbio «libremente» en un sentido metafórico? Si damos por supuesto, como han venido haciendo los filósofos griegos, los teólogos cristianos y los científicos ilustrados, que la libertad es una cualidad exclusiva y distintiva de los seres humanos, atribuírsela también al agua, al álamo y a la alondra sería una errónea proyección antropomórfica (en caso de que pretendiéramos conceder un valor de verdad a esa atribución), o bien una acertada invención retórica (siempre y cuando la entendiéramos como una figura meramente metafórica, adecuada para expresar nuestros sentimientos subjetivos sobre los seres y los sucesos del mundo, pero inadecuada para describirlos o representarlos de forma objetiva).

    Ahora bien, ¿acaso es posible establecer una separación tan rotunda entre los seres humanos (que nos autoafirmamos como libres) y los seres no humanos (a los que suponemos no libres)? En segundo lugar, ¿acaso es posible establecer una separación tan rotunda entre la expresión subjetiva, proyectiva o metafórica y la descripción objetiva, inductiva o referencial? En ambos casos, ¿no estaríamos postulándonos a nosotros mismos como seres situados fuera del mundo, más aún, como ocupantes privilegiados de ese lugar de omnipotencia y omnisciencia tradicionalmente atribuido al Dios único y creador? Por el contrario, si nos reconocemos situados dentro del mundo, si admitimos que todas nuestras acciones y percepciones tienen lugar desde una particular perspectiva espacio-temporal, siempre limitada y siempre cambiante, ¿acaso podríamos seguir considerándonos como unos seres capacitados para actuar libremente y conocer objetivamente, más aún, como los únicos seres capaces de hacerlo? En cuanto a lo primero, la ciencia contemporánea (desde la biología evolucionista de Charles Darwin hasta la física indeterminista de Ilya Prigogine) nos ha permitido recuperar y reelaborar las dos grandes intuiciones que Demócrito, Epicuro y Lucrecio formularon hace ya más de dos mil años, y que fueron rotundamente rechazadas por los platónicos, los cristianos y los cartesianos: por un lado, que el ser humano forma parte del mundo, más aún, que está hecho de la misma sustancia que el agua, el álamo y la alondra, y que incluso depende de ellos para seguir siendo humano; por otro lado, que esos otros seres naturales están tan determinados y tan poco determinados como lo está el propio ser humano, que en ellos se dan tantas repeticiones y variaciones como las que se dan entre nosotros, y que es precisamente esa combinación de regularidades y azares la que ha hecho posible que del agua, la tierra y el aire nazcan el álamo, la alondra y el resto de los seres vivos, y que de todos esos seres vivientes y no vivientes nazcamos nosotros, los seres humanos.

    En cuanto a lo segundo, la filosofía contemporánea también nos ha enseñado dos cosas, al menos desde Friedrich Nietzsche y Ludwig Wittgenstein en adelante: por un lado, que todo lenguaje acerca del mundo, aun el más abstracto y formalizado, como el lenguaje matemático del que se sirven las ciencias, en la medida en que es una invención humana y responde al modo específicamente humano de experimentar todo cuanto acontece, no puede dejar de constituir una expresión subjetiva, una proyección antropomórfica, un artificio retórico, una figuración metafórica; por otro lado, que esa capacidad inventiva, proyectiva, retórica y figurativa del lenguaje, lejos de ser un obstáculo para el conocimiento, es precisamente lo que nos permite a los seres humanos comunicarnos unos a otros nuestras más singulares experiencias y construir en común, de forma siempre problemática y cambiante, una historia y un mapa del mundo más o menos compartidos. En otras palabras, nuestras descripciones objetivas sobre el mundo no pueden dejar de ser proyecciones metafóricas de nuestra experiencia subjetiva; pero nuestra experiencia subjetiva no podría ser expresada y comunicada lingüísticamente si no recurriéramos al uso metafórico de las descripciones objetivas.

    De modo que las metáforas son, en último término, reversibles: el sentido propio y el sentido figurado acaban siendo intercambiables entre sí. Esta reversibilidad de la metáfora permite que la descripción objetiva y la expresión subjetiva se remitan recíprocamente, en un incesante movimiento de ida y vuelta. Sin este doble movimiento, que es constitutivo del lenguaje, no podríamos comunicarnos unos con otros y compartir un mundo más o menos común. Así, cuando decimos que el agua, el álamo y la alondra se mueven libremente, es indudable que proyectamos sobre ellos nuestra experiencia subjetiva, nuestro modo específicamente humano de entender la libertad, pero, cuando tratamos de expresar o comunicar a otros esa experiencia de la libertad tan subjetiva y tan humana, no podemos dejar de recurrir a la descripción objetiva de ciertos seres y sucesos del mundo, como el agua que corre ladera abajo, o el álamo que crece hacia lo alto, o la alondra que vuela de un lado para otro.

    En adelante, pues, hablaré de la libertad para referirme tanto a los seres humanos como al resto de los seres del mundo.

    Precisamente porque pretendo mostrar qué es lo que unos y otros tenemos en común, y, sobre todo, qué es lo que nos permite considerarnos a nosotros mismos como seres libres y al mismo tiempo como seres del mundo. Si los humanos nos consideramos como seres libres y al mismo tiempo como seres del mundo, entonces hemos de reconocer que la libertad es una cualidad del mundo. Más aún, hemos de reconocer que si la libertad no fuera una cualidad del mundo, tampoco podría ser una cualidad humana, puesto que los humanos somos constitutivamente una parte del mundo.

    Hablemos, pues, de la libertad. Cuando decimos que el agua corre libremente, que el álamo crece libremente y que la alondra vuela libremente, entendemos la libertad ­del agua, el álamo y la alondra­ en un doble sentido. Por un lado, la entendemos como una capacidad intrínseca y una posibilidad abierta para hacer esto o lo otro, sin que ese hacer esté impedido desde fuera o determinado de antemano. Así, el agua del deshielo es libre para correr ladera abajo, trazando innumerables arroyuelos, porque no hay un obstáculo que la retenga o un cauce que la dirija; y el álamo blanco es libre para crecer de una forma o de otra, desplegando sus ramas en todas direcciones, porque tampoco hay nada que lo obstruya o lo fuerce; y la alondra es libre para cantar cuando le plazca y para volar de un lado para otro, porque nada se lo impide o se lo exige.

    Por otro lado, entendemos que el agua, el álamo y la alondra son libres para hacer esto o lo otro porque se encuentran en un cierto estado de separación e independencia con respecto a otros seres semejantes o diferentes a ellos.Así, el agua del deshielo corre libre porque ya no es una capa de hielo sujeta a la piedra, o porque aún no se ha confundido con el resto de las aguas en la inmensidad del océano; y el álamo crece libre porque ya ha conseguido sobrepasar el espeso manto de matorrales y aún no ha encontrado a su alrededor otros árboles que limiten su capacidad para desplegarse en todas direcciones; y la alondra canta y revolotea a su antojo porque ya ha conseguido salir del nido en el que fue criada y aún no ha sufrido el acoso de las aves rapaces.

    En pocas palabras, ser libre significa dos cosas: no estar determinado de antemano por una necesidad o una regularidad inexorables y no estar sujeto a otros por alguna forma de dependencia o agrupación irrevocable.Ahora bien, ¿cuál es el reverso positivo de esta indeterminación y esta independencia? La indeterminación sólo puede darse donde hay azar y la independencia sólo puede darse donde hay pluralidad. Por tanto, para que podamos decir que el agua, el álamo y la alondra son libres, para que la libertad sea efectivamente posible en el mundo, es preciso que el mundo mismo sea constitutivamente azaroso y plural. No puede haber libertad allí donde no hay azar ni pluralidad.

    Pero conviene hacer una aclaración: cuando decimos que la libertad es indeterminación e independencia, no estamos hablando de una indeterminación y una independencia absolutas, pues tal tipo de libertad sólo podría atribuirse a ese fabuloso Dios del que hablan los teólogos cristianos, un Dios tan absolutamente soberano y solitario que es capaz de crear el mundo entero y destruirlo a su antojo. Cuando hablamos de la libertad como indeterminación e independencia, lo hacemos en términos relativos, y esto en un doble sentido: por un lado, nos referimos siempre a un cierto grado de libertad, que puede variar según las circunstancias de tiempo y lugar; por otro lado, ese grado variable de libertad depende de las relaciones que en cada caso se establecen entre unos seres y otros, y al mismo tiempo revela el carácter inestable y cambiante de tales relaciones.

    Una vez hecha esta distinción entre la libertad de los seres naturales (siempre relativa) y la soberanía del Dios sobrenatural (siempre absoluta), pasemos a averiguar por qué no puede haber libertad sin azar y sin pluralidad.

    En primer lugar, si la libertad es indeterminación, no puede haber libertad donde no hay azar. Pero el azar, como la libertad, ha de ser entendido en términos relativos. La libertad no puede darse en un mundo ordenado de forma completa y definitiva, en donde no cabe el más mínimo azar ni la más mínima innovación, es decir, en donde todo lo posible es ya real y todo lo real agota el campo de lo posible, en fin, en donde realidad y posibilidad coinciden, hasta el punto de que nada nuevo es ya posible si no es ya real. En un mundo así, todo acontecimiento estaría determinado de antemano y para siempre, conforme a una regularidad eterna y universal. Pero la libertad tampoco puede darse en un mundo absolutamente caótico (y, por tanto, en un no-mundo), en donde todo ocurre aleatoriamente, en donde no hay repetición o regularidad alguna, es decir, en donde las posibilidades de que ocurra cualquier suceso son siempre infinitas y ningún suceso ya acontecido adquiere la estabilidad o la durabilidad de lo real, en fin, en donde todo cuanto acontece es siempre absolutamente nuevo e imprevisible. En un mundo así, no tiene sentido alguno hablar de libertad, pues el azar extremo no difiere de la extrema necesidad.

    La libertad sólo puede darse en un mundo que es a la vez ordenado y caótico, regular e irregular, determinado e indeterminado, es decir, en un mundo en donde lo real y lo posible no coinciden entre sí pero tampoco se alejan el uno del otro como el cero y el infinito. Es la tensión incesante y la remisión mutua entre lo real y lo posible la que establece un cierto campo o margen de posibilidades finitas, y es a este campo o margen de indeterminación creativa a lo que llamamos libertad. Ahora bien, se trata de una libertad inestable y cambiante, porque la frontera entre lo real y lo posible no es nunca segura ni definitiva. La libertad, que es siempre relativa y relacional, requiere que haya un margen o campo finito de posibilidades, pero al mismo tiempo requiere que los límites de ese margen o campo sean variables e indeterminados. En resumen, el hecho de que haya un campo a un tiempo finito e indeterminado de posibilidades es lo que permite hablar de la libertad como una dimensión constitutiva del mundo.

    En segundo lugar, si la libertad es independencia, no puede haber libertad donde no hay pluralidad. Pero la pluralidad, como la libertad, ha de ser entendida en términos relativos. La libertad no puede darse en un mundo con una pluralidad de seres absolutamente dispersos y aislados unos de otros, en donde no haya interacción alguna entre ellos, es decir, en un mundo que se encuentre en una situación de completo y definitivo equilibrio, en ese hipotético estado terminal que los físicos llaman entropía universal o muerte térmica: una nube de partículas elementales flotando en un espacio infinito durante una eternidad oscura, fría y silenciosa. La libertad tampoco puede darse en un mundo con una pluralidad de seres absolutamente condensados y acoplados unos con otros, hasta el punto de formar una sola unidad, un solo cuerpo, una masa cósmica extremadamente densa y caliente, como la que hipotéticamente pudo darse antes de la «gran explosión» del universo conocido, es decir, antes de su fragmentación y dispersión en innumerables galaxias.

    La libertad no puede darse ni en una situación de absoluta fusión o condensación, como la que habría tenido lugar en un hipotético y desconocido origen del universo, ni en una situación de absoluta fisión o separación, como la que podría tener lugar en un hipotético y desconocido final del universo. La libertad sólo puede darse en un mundo como el que nosotros habitamos y conocemos, y que se caracteriza por ser a un tiempo diverso en sus elementos componentes y diverso en las combinaciones que se dan entre ellos. La diversidad de los elementos componentes permite que haya múltiples combinaciones posibles (las foedera naturae o «federaciones naturales» de las que hablaba Lucrecio) y la diversidad de las combinaciones posibles impide que se imponga de forma universal e inexorable una sola de ellas.

    Algunas combinaciones son extremadamente frágiles e inestables, mientras que otras son extremadamente sólidas y duraderas. Entre ambos extremos, pueden darse toda clase de transiciones y estados intermedios. Esto permite que los diversos elementos componentes del mundo oscilen entre dos tendencias contrapuestas: por un lado, la tendencia centrífuga o expansiva, que conduce a la rarefacción, la disgregación y la independencia; por otro lado, la tendencia centrípeta o gravitatoria, que conduce a la condensación, la agrupación y la interdependencia. Esta tensión irresoluble entre ambas fuerzas o tendencias permite a los diversos elementos que componen el mundo reunirse y separarse incesantemente, ensayando de este modo las más diversas combinaciones posibles. En otras palabras, esta tensión entre la independencia y la interdependencia permite que la libertad pueda darse como una dimensión constitutiva del mundo. Precisamente por eso, el mundo no es un orden eterno, inmutable y previsible, sino un proceso abierto, cambiante e imprevisible.

    Por un lado, la tendencia a la disgregación abre el campo de lo posible, puesto que permite ensayar nuevas combinaciones; pero la disgregación extrema, como ya he dicho antes, conduce a la disolución de todas las combinaciones, a la inmovilidad del caos absoluto y, por tanto, a la entropía universal, a la muerte térmica. Por otro lado, la tendencia a la agrupación restringe el campo de lo posible, pues establece relaciones de dependencia que anulan o reducen la libertad de cada elemento aislado; pero, al mismo tiempo, es esta tendencia a la agrupación la que permite ensayar nuevas combinaciones. Es, pues, la tensión constante entre estas dos tendencias, la inestable fluctuación entre ambas, la que da lugar a un campo de libre juego en el que los diversos elementos que componen el mundo pueden experimentar y desarrollar sus propias posibilidades, adquirir cualidades de las que aisladamente carecen, y, al mismo tiempo, multiplicar las formas de lo real, incrementar la complejidad del mundo, mantenerlo en un constante movimiento creativo.

    El mundo, tal y como ahora lo conocemos, ya no es ese orden eterno y cíclico, siempre igual a sí mismo, en el que creían vivir Aristóteles, Newton e incluso Einstein. El mundo conocido, tal y como ahora nos lo describen los científicos, tiene una historia única, azarosa e imprevisible: comenzó a expandirse hace unos 13.700 millones de años, en el momento de la «gran explosión», y antes de ese momento no sabemos cómo estaba constituido; desde entonces, ha seguido expandiéndose, aunque más lentamente, y en el curso de esa expansión ha experimentado grandes mutaciones, a través de las cuales han ido formándose y transformándose las galaxias (como nuestra Vía Láctea), las estrellas (como nuestro Sol), los planetas (como nuestra Tierra) y los seres vivos (como nosotros); en cuanto a su futuro devenir, podemos predecir algunos «pequeños» sucesos, como la muerte del Sol, que probablemente se iniciará dentro de unos 3.000 millones de años y que indudablemente pondrá fin a toda forma de vida sobre la Tierra, pero no podemos predecir lo que ocurrirá a más largo plazo en el conjunto del universo conocido, ni tampoco estaremos entonces para averiguarlo. En resumen, la historia del mundo, tal y como ahora nos la cuentan quienes se dedican a investigarla y narrarla, es la historia de un proceso abierto e incierto, creativo y polimorfo.

    En este sentido, la libertad es una cualidad constitutiva del mundo. El concepto de libertad podemos emplearlo en términos poéticos (por ejemplo, cuando evocamos con añoranza la libertad del agua que corre, del álamo que crece y de la alondra que vuela), o en términos matemáticos (por ejemplo, cuando elaboramos modelos estadísticos para cuantificar el grado de probabilidad de un fenómeno y precisar así el margen de incertidumbre de nuestras mediciones y predicciones), pero, en ambos casos, sea por medio del lenguaje poético o del matemático, sea expresando nuestras sensaciones subjetivas a través de fenómenos objetivos o describiendo los fenómenos objetivos en función de nuestras operaciones subjetivas, no hacemos sino comunicarnos unos a otros y confrontar unos con otros, mediante símbolos lingüísticos, nuestra humana experiencia del mundo. Y el mundo, tal y como ahora lo conocemos, no es un orden eterno y necesario, absolutamente determinado y previsible, en el que la libertad no tiene cabida alguna, sino que es más bien un proceso abierto, creativo e imprevisible, en el que se da una mezcla inseparable de orden y caos, necesidad y azar, determinación e indeterminación, repetición y variación.

    La libertad es posible en el mundo en la medida en que no prevalece en él ni una absoluta fusión ni una absoluta fisión entre sus elementos componentes, sino una tensión inestable y creativa entre estas dos tendencias contrapuestas. Es la tensión entre ambas la que ha hecho del mundo un proceso abierto e incierto, es ella la que ha dado lugar a combinaciones de materia y energía cada vez más complejas: las partículas, los átomos, las moléculas, las células, los organismos pluricelulares, las poblaciones de organismos pluricelulares, las distintas formas de interacción biótica entre las especies, la inmensa red de conexiones ecológicas que se ha ido formando y transformando en los 3.500 millones de años de la biosfera terrestre, y, finalmente, dentro de esa inmensa red ecológica del planeta Tierra, la aparición de las sociedades humanas, que se han ido extendiendo, agrandando y entretejiendo unas con otras en el curso de los últimos 150.000 o 200.000 años.

    En cada una de estas diversas escalas de complejidad combinatoria, hay formas de agrupación que permiten un alto grado de independencia a sus elementos componentes, pero a cambio son frágiles y pasajeras; otras exigen un alto grado de interdependencia, pero a cambio son más sólidas y duraderas.

    Lo importante es que todas ellas, en mayor o menor grado, son agrupaciones flexibles y transitorias, susceptibles de transformarse y recombinarse en un movimiento sin fin: todas ellas pueden deshacerse y disgregarse, pero también pueden rehacerse y reagruparse unas con otras, dando lugar a nuevas y más complejas combinaciones. No hay, pues, ninguna secuencia predeterminada y teleológica que nos permita considerar lo que de hecho ha ocurrido en la historia del mundo como si hubiera tenido que ocurrir necesariamente así y no de cualquier otro modo, como si cada nueva secuencia de sucesos y cada nueva configuración de la materia estuvieran predestinadas de una vez por todas y para siempre, como si no pudieran verse interrumpidas, alteradas e incluso reemplazadas por otras secuencias y otras configuraciones.

    Así, el tránsito de la materia inerte a la materia viva tuvo lugar como un cambio de escala en la complejidad combinatoria. Este cambio tan decisivo y tan azaroso se inició en las moléculas de carbono, también llamadas moléculas orgánicas. Los átomos de carbono, que surgieron en el curso de la evolución termoquímica del planeta Tierra, tienen la peculiaridad de formar, por sí solos o en combinación con otros muchos tipos de átomos, una variedad infinita de cadenas moleculares y reacciones químicas, aunque no todos los compuestos orgánicos posibles se han realizado de hecho, no todos se encuentran en estado natural. Esta «libre» capacidad de combinación de las moléculas de carbono hizo posible la aparición de los primeros seres vivos sobre la Tierra. Más aún, hizo posible la incesante diversificación de las formas de vida, a través de una serie de procesos adaptativos y mutaciones genéticas que han dado origen a muchos millones de especies diferentes, la mayor parte de ellas ya extinguidas. Una vez más, esta polimorfa diversidad de la vida es el resultado de la tensión inestable y creativa entre orden y caos, regularidad y azar, repetición y variación.

    Los seres vivos son unas agrupaciones físicas muy especiales: no tienden de forma unidireccional e irreversible hacia el enfriamiento, la disolución y el reposo, es decir, hacia el llamado estado entrópico, como suele ocurrirles a las agrupaciones inertes; por el contrario, tienden de forma recursiva y creativa hacia el equilibrio homeostático, la reagrupación mutua y la regeneración incesante.Ahora bien, para ello necesitan mantener una continua interacción con el medio exterior, del que dependen para subsistir; además, la perpetuación de una determinada especie suele llevar aparejada la muerte de cada viviente singular, y, en cualquier caso, todas las especies acaban extinguiéndose tarde o temprano. La autonomía y la perduración de cada ser vivo no excluyen sino que exigen su heteronomía y su extinción. En la existencia singular de cada criatura y en la evolución general de las especies, el autos es inseparable del oikos y la vida es inseparable de la muerte.

    La materia viva no es, pues, una «superación» o una «liberación» con respecto a la materia inerte, sino una variación o recreación suya: no la trasciende, sino que simplemente la reelabora, la complica, la diversifica, la lleva a realizar posibilidades imprevistas. Además, este novum no parece que ocurra de forma necesaria, universal e irrevocable, sino sólo bajo ciertas condiciones espacio-temporales: en ciertos lugares del universo, durante ciertos lapsos de tiempo. No es imposible que haya surgido la vida en otros planetas semejantes al nuestro, aunque sea bajo formas muy diferentes de las que nosotros conocemos; pero de momento sólo sabemos lo que ha ocurrido en el planeta Tierra. Para empezar, sabemos que la vida no habría podido surgir y diversificarse sobre la superficie terrestre sin la energía que el Sol emite de forma continua; pero también sabemos que el Sol acabará enfriándose, como cualquier otra estrella, y que la exuberante proliferación de la vida se convertirá de nuevo en simple materia inerte.

    Esta ambivalente condición de los seres vivos (a un tiempo autónomos y heterónomos, perdurables y vulnerables) se pone de manifiesto en el hecho de que son unas agrupaciones híbridas, a medio camino entre la densidad del estado sólido y la ligereza del estado gaseoso: combinan unos componentes muy fluidos y volátiles, que intercambian con el medio exterior, y unos componentes muy rígidos y duraderos, que aseguran la perduración y la reproducción de su estructura interior. En efecto, los seres vivos intercambian cierto tipo de sustancias con el medio exterior, para preservar su propia unidad interior, y se reproducen a sí mismos de forma a un tiempo repetida y variable, a través de un cierto conjunto de cadenas moleculares que se replican a sí mismas y permiten engendrar nuevos organismos: los llamados «genes».

    Además, las más complejas de estas agrupaciones vivientes combinan unas partes duras (como el tronco de una secuoya, el caparazón de una tortuga o el esqueleto de un chimpancé) y unas partes blandas (como las hojas, las flores y los frutos de la secuoya, el cuerpo interior de la tortuga o la carne que recubre los huesos del chimpancé). Finalmente, algunas de estas agrupaciones vivientes son capaces de crear inmensos y sólidos artefactos, que tienen la dureza y la estabilidad de las rocas, como es el caso de los corales, los termiteros y las innumerables construcciones humanas.

    Pero lo que tienen en común todos los seres vivos, lo que los distingue como tales, son las dos características que antes he mencionado: su capacidad metabólica y su capacidad reproductiva. En primer lugar, todos los seres vivos, para desarrollarse y perpetuarse como tales, es decir, como agrupaciones flexibles, a un tiempo fluidas y rígidas, volátiles y duraderas, han de establecer con el mundo que les rodea una compleja relación metabólica, que es simultáneamente una relación de continuidad y de discontinuidad, de

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