El Cádiz de 1812 no parecía una ciudad asediada por los franceses o, al menos, no sufrió los estragos de otros sitios de la guerra de la Independencia, como los de Gerona y Zaragoza. Su ubicación estratégica, rodeada de mar y protegida por unas marismas que se tragaron a no pocos invasores, permitía defenderla desde los barcos de las marinas española e inglesa, facilitaba la llegada de suministros y la mantenía alejada de una artillería que apenas podía alcanzarla.
El comercio con América había enriquecido la ciudad, atraído a colonias de extranjeros y creado una clase acomodada y culta en la que la mujer, aunque relegada a las tareas del hogar en una sociedad que poco tenía que ver con la actual, rompía barreras impensables en otras ciudades. El empuje de las tropas napoleónicas terminó de llenar Cádiz de políticos e intelectuales, incluidos no pocos afrancesados, como se denominaba a quienes admiraban los valores de la Ilustración francesa y su modelo político, aunque eso no necesariamente significaba aceptar la invasión.
No todas las tertulias en casas particulares eran organizadas por mujeres ni surgieron a raíz de la guerra de Independencia. Ya antes de esa contienda fue común en Cádiz, por ejemplo, la que organizaba el insigne marino