Apenas ocho generaciones atrás, cuando aún vivían los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos, España —la España, como entonces decían—se ahogaba en un sumidero de atraso y abandono. Las crónicas de los viajeros de aquel tiempo son unánimes en este sentido: bastaba una semana de viaje por el país observando, por ejemplo, a «esas gentes de los pueblos que entretienen su pereza despiojándose al sol en grupo», para hacerse cargo del grado de decadencia a que había retrocedido la nación que dos centurias antes fuera la más poderosa del mundo.
Dejando a un lado otras causas —desigualdad, corrupción, despotismo, incultura y una venenosa mezcla de abulia y fanatismo—, algunos analistas de la época ponían en el origen de todos aquellos males el hecho remoto y desgraciado de que España hubiera perdido siglos atrás su dinastía autóctona —es decir, la que habían fundado Isabel y Fernando—para sentar en su trono a la casa de Austria, y luego a la de Borbón. Este habría sido el motivo de que los auténticos intereses del país se hubieran sometido secularmente a oscuros manejos dinásticos internacionales. Y la causa del interminable expolio, tanto de las riquezas nacionales cuanto del caudaloso río de oro procedente de las Indias que, apenas tocaba puerto español, era reexpedido sin desembalar hasta los sótanos de los banqueros centroeuropeos. Solo ese pertinaz saqueo podía explicar que una nación que ya era grande cuando empezó a disfrutar de tales riquezas llovidas del cielo estaba a diez mil leguas de y a diez centurias del siglo décimooctavo.