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Juana de Austria, conocida en España como la princesa de Portugal, fue una mujer de gran cultura –dominaba el latín e incluso el griego– y profunda espiritualidad. Según Marcel Bataillon, “merecía, más que nadie, el título de princesa de la Reforma católica”. Protectora de los reformadores espirituales españoles, sintió su camino de perfección como suyo y lo impulsó desde el poder cuando fue gobernadora de España y las Indias, entre 1554 y 1559, durante la doble ausencia de su padre Carlos V y de su hermano Felipe II. Los testimonios coetáneos son unánimes al describirla como una mujer de gran belleza y carácter indomable.
En 1539, cuando falleció su madre, la emperatriz Isabel, Juana tenía solo cuatro años. Antes de partir a Argel para combatir a Barbarroja, Carlos V puso casa real al príncipe Felipe y lo separó de sus hermanas María y Juana, cuya casa dejó tan infradotada que, en 1544, el conde de Cifuentes no dudó en quejarse de la penuria que padecían: “Todos estamos sin dinero, y más sus altezas, que no tienen blanca ni quien se la preste”.
La muerte de la primera esposa del príncipe Felipe, María Manuela de Portugal, tras dar a luz a don Carlos en 1545, reunió en Alcalá a las infantas con su sobrino, por quien la princesa sintió siempre un amor maternal. El príncipe Felipe visitaba entonces asiduamente a su hijo y a las infantas, al parecer porque andaba en amoríos con una de sus damas portuguesas, a juzgar por