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Hay autores cuyo sello característico, su estilo pulido y asombrosamente personal, nos seduce desde el primer párrafo y no nos suelta hasta llegar al final, independientemente de que la historia nos atraiga más o menos. Eso ocurre con Paul Auster. Se trata de una pulsación interna, un ritmo narrativo mezclado con una chispa de aturdimiento, el mismo con el que él mismo pareció escribir, yendo a ciegas por un sendero que no sabe adónde conducía. Esta sensación de estar perdido, de invención constante, se transmite al lector, y este experimenta el milagro de rescribir la novela junto al artista.
Semejante toque intuitivo, que nace de una anécdota banal que se ramifica siguiendo un hilo invisible –tal vez como declaró hacerlo en nuestro entorno hispano Javier Marías–, parece una característica de la narrativa contemporánea. ¿Qué ocurre sino al leer a J. M. Coetzee? Esa imprevisible desolación de la vida diaria que nos comunica, insoportablemente dura en la esencia de la diosa Fortuna aunque se recubra de ficción novelesca, la novela Desgracia, del Nobel sudafricano y El libro de las ilusiones de Auster, ¿no son acaso lo mejor que ha dado la narrativa anglosajona, digamos durante los últimos lustros, junto al Michael Cunningham de Las horas?
Todo comienza en estas novelas con algo intrascendente. Por ejemplo: «Empecé dando pequeños paseos, nada más que una o dos manzanas y luego vuelta a casa», dice al comienzo el protagonista de La noche del oráculo, el escritor treintañero Sidney Orr, después de apuntar que ha estado mucho tiempo enfermo. Pero el paseo rehabilitador por Brooklyn, el 18 de septiembre de 1982 («el día en cuestión»), se convertirá en el inicio de todo un viaje, desde lo personal a los secretos del amor y la amistad conocidos y supuestos, a raíz de una visita esporádica: cuando Orr entra en el Palacio de Papel, una tienda recién inaugurada que regenta un extraño hombre chino, y allí encuentra un cuaderno azul que le anima a volver a escribir de forma automática.
Por supuesto, el lector austeriano enseguida recordará aquel inventario de casualidades llamado ; también los cuadernos en los que había redactado sus obras inéditas; e incluso el cuaderno donde Hector Mann, en , anota su diario en el periodo de hallarse asimismo en plena huida de su vida de actor de cine. Auster bebió de Auster continuamente, se saludaba a través del tiempo, recurría a las referencias que construyeron su propia voz narrativa desde que le convirtió en el escritor por excelencia de la actual isla de Manhattan; se repitió, se plagió, pero a la vez también se engrandeció, pues su retórica ya avanzó el aire de una historia llena de emociones.