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Las féminas de las primeras décadas del siglo XIX pasaron de vestirse con el estilo ligero y sencillo derivado del Directorio Francés –conocido como “moda a la antigüedad clásica”–, que pautó el ‘corte imperio’ (vestido ceñido debajo del pecho –casi descubierto– cayendo en una falda larga, recta y tubular hasta los pies), a ponerse encima todo el Romanticismo, con su énfasis en la emoción. La literatura retrataba a heroínas sentimentales y sumisas que morían por amor o mujeres que eran frías y crueles, causando angustia a quienes las amaban. Todo eso se reflejó en el exuberante dinamismo que marcó la ropa femenina en las décadas de 1820 y 1830 y se convirtió en los años 40 –los últimos de la era romántica– en un estilo decaído y tenue. Los ilustradores de moda ya no representaban a la dama como un ser animado y enérgico, sino como una persona tímida, reticente y modesta que se refugiaba tras las alas de su sombrero.
UNA MODA PARA LA INMOVILIDAD
Podemos decir que los primeros ideales victorianos de mujeres mansas y delicadas se establecieron plenamente a mediados del siglo XIX. La mujer ideal era tranquila, sumisa, modesta y el centro de la vida doméstica. Su delicadeza se reflejaba en cosas como una tez pálida –era lo más de moda; se consideraba casi vulgar parecer demasiado saludable– y su virtud moral se mostraba a través de modas que cubrían más piel que en las décadas anteriores y que adquirieron una restricción moderada y rígida, casi puritana. Esta caracterizó el estilo recatado de la moda femenina en los años 40 y 50, marcada por vestidos extremadamente sencillos y una falta general de adornos (con frecuencia, el único era un ribete a juego en las costuras). No obstante, el mundo de los trajes de noche o de baile permitía cierto ‘desmelene’. Debido a su variedad de tejidos y adornos, se convirtieron en un símbolo de estatus