Morir en esta vida no es nuevo, pero tampoco es nuevo el vivir». Estos fueron los últimos versos del poeta ruso Serguéi Esenin que se encontraron garrapateados en un papel tras su suicidio el 28 de diciembre de 1925. Unos versos que podemos aplicar también a las estrellas. Después de cientos o miles de millones de años, también les toca morir. Y al igual que ha pasado durante toda su vida, su final viene determinado por su masa.
El paso fundamental que determina la muerte de una estrella es que se detienen las reacciones nucleares porque todo el material susceptible de fusionarse se agota, y el núcleo comienza a enfriarse. Hasta ese momento, el corazón de la estrella es un plasma, una sopa de núcleos atómicos y electrones dando vueltas. Pero si empieza a bajar la temperatura es de suponer que los núcleos capturarán esos electrones volviendo a formar átomos, lo que convierte al plasma en un gas ordinario. Ahora bien, para conseguirlo deben encontrar energía en algún lado para hacer que el núcleo de la estrella se expanda y deje sitio a los átomos. Y todo ello con el peso de la gravedad en contra. ¿De dónde va a sacar esa energía la estrella si su única fuente es la fusión nuclear, que ya no se produce? Parece algo de locos: la estrella debe ganar energía para poder enfriarse. Arthur Eddington, en su clásico La constitución interna de las estrellas, escribió: «Se podría pensar que la estrella se encontrará en un serio apuro cuando sus provisiones de energía subatómica acaben agotándose definitivamente». Y no le faltaba razón.
En 1926, el mismo año en que Eddington publicaba su libro, un astrofísico de la Universidad de Cambridge llamado Ralph Fowler mostraba cuál podría ser el camino para resolver esta situación. Usando la nueva teoría cuántica que en aquellos años se estaba desarrollando encontró que, en realidad, la estrella se estabilizaría en un estado con una densidad