Cuando Viggo Mortensen (Nueva York, 1958) se propone hacer algo, lo hace sin medias tintas. Y para ello pone en el asador toda su pasión, sensibilidad y talento. Creo que una vez que te comprometes a contar una historia tienes que hacerlo de la mejor manera posible, con todos sus detalles y sus capas. Y si lo haces bien, puede que quien vea la película encuentre algo suyo en ella y le emocione. Siguiendo esta filosofía ha rodado su segundo largometraje como director, un western de espíritu clásico que es también una historia de amor, donde ejerce, además, de guionista, productor, actor, compositor de la banda sonora e intérprete de varios instrumentos (piano y percusiones).
Para alguien que vive el cine –y el arte en general– con ese grado de amor y honestidad, un cowboy auténtico tiene que serlo. No basta con parecerlo. El caballo era el medio de transporte habitual de la época, así que no puedes tener a un actor que no sabe montar sin que se note que acaba de aprender. Cuando veo westerns me fijo, más que en cómo galopa, en cómo la persona se acerca al animal, cómo se sube y se baja, porque es lo que hace que resulte creíble. Yo mandaba a los actores trozos de películas para que observaran. Algunas eran muy malas, pero se veía que los intérpretes eran verdaderos vaqueros Queda al criterio de cada uno imaginar uántas veces habrá visto Mortensen (Howard Hawks, 1948), cuyas imágenes aparecían ya en su primera película como director, (2020), en la pequeña televisión de la cocina del padre. O cualquiera de los títulos de John Ford.