El clan de hierro
The Iron Claw (EE. UU., R. U., 2023, 132 min.). Dir.: Sean Durkin. Int.: Holt McCallany, Zac Efron, Harris Dickinson, Jeremy Allen White, Stanley Simons, Lily James, Maura Tierney. DRAMA.
Menos conocido de lo que debería, Sean Durkin es un cineasta interesantísimo tanto como director (cine y televisión) y guionista como cuando impulsa los proyectos de otros. Es, por ejemplo, productor de Simon Killer (2012) y productor ejecutivo de The Eyes of My Mother (2016), ambas magníficas. Desde su debut con Martha Marcy May Marlene (2011), se ha expresado desde géneros y propuestas estéticas distintas (la aplaudida miniserie Southcliffe o el estilizado thriller de época The Nest), pero hay ciertas líneas que se repiten en su filmografía y en las que reincide en El clan de hierro. Una es su trabajo sobre la complejidad y, sobre todo, sobre las oscuridades del ser humano, tanto si es víctima de las mismas como si las ejerce sobre el otro. Otra es su afilado estudio de las dinámicas de una comunidad, de los distintos mecanismos, sobre todo de los más perversos, que pueden activarse en un grupo de personas (la secta de su ópera prima o las familias de The Nest y la cinta que nos ocupa). Ya en un plano formal, también es evidente en su obra una dirección y una puesta en escena enfocadas en potenciar la naturaleza en conflicto de los personajes y la ambivalencia de los lazos que los unen.
Los luchadores suicidas. En El clan de hierro, ambientada en los 80, se inspira en la historia real de la familia Von Erich, en la que el padre y –siguiendo su testigo, su entrenamiento y sus órdenes– sus cuatro hijos se dedicaron profesionalmente a la lucha libre. Más allá del rigor y la credibilidad con los que recrea la época y retrata el mundo del wrestling, la película de Sean Durkin, también autor del guion, es interesante por cómo explora desde lo extremo la ambivalencia de la familia: el “te ayuda y a la vez te asfixia” aquí se convierte en un doloroso “te quiere y a la vez te mata”. En ese sentido, El clan de hierro tiene algo de versión masculina de Las vírgenes suicidas (S. Coppola, 1999). Para ello, con la complicidad de unos actores espléndidos, Durkin entra con arrojo tanto en lo psicológico como en lo físico. Le preocupa ahondar en la perversa ambivalencia (proteger y dañar) que llevó a la tragedia a esos hermanos, y en la compleja psicología de cada miembro de la familia. Pero también le preocupa explorar sus secuelas físicas, cómo la cerrazón del padre se cebó con sus cuerpos. Ahí la película crece, impresiona e incluso tiene algo de original al no caer en la romantización del dolor asociado al deporte. Desirée de Fez
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