Viernes por la noche. Mis piernas están dobladas debajo de mí y mi laptop está zumbando de calor, quemando mis rodillas. Observo la lista de preguntas en la pantalla frente a mí. Juego un poco con el formato… como si eso hiciera lo que estoy viendo un poco más fácil. ¿Sería más suave el golpe del rechazo si viniera en una fuente más linda? Tal vez no. El cuestionario se vuelve más aterrador a medida que se desplaza hacia abajo. Comienza ligero con preguntas como: “¿Qué te gustó de mí cuando nos conocimos? ¿Cuáles eran mis cualidades buenas?”. Luego vienen las que te retuercen el estómago: “¿Qué no te gustó? ¿Por qué dejamos de vernos? ¿Qué recomendarías que haga diferente en el futuro?”.
Hay ocho preguntas en total reunidas en un formulario de Google sorprendentemente profesional. Agrego una foto favorita mía para darle más efecto, respiro a profundidad y envío el enlace. En total, mi llega a ocho personas, a algunas de ellas no las he visto ni les he hablado en meses. Al pensar en el momento en que el mensaje sea leído mi cerebro grita: “¿¡Es esto a lo que ha llegado el mundo de