Erguido sobre la columna neorrománica que lo sostiene, Alfonso mira con aire altivo a paseantes y turistas en el Parque Grande de Zaragoza. Seis metros y medio de retórica en piedra blanca erigida a principios del siglo xx para celebrar un hombre nacido hace casi mil años, llamado el Batallador porque, como recuerda la Crónica de los Estados peninsulares (siglo xiv) «en Espanna non fue nunqua tan buen cavallero que en XXIX batallas venció». Los elogios no iban a ser exclusivos de la propaganda aragonesa; enemigos cristianos e islámicos recordarían el valor y la fuerza de un monarca al que no ahorraron tampoco sus dardos envenenados. Para todos, Ibn Radmir fue un adversario temible y su vida una sucesión de viajes a lo largo de las incontables fronteras que separaban Galicia del Béarn y Jaca de Toledo, Zaragoza, Murcia y Granada (que hasta ella dirigió una hueste). En todas ellas dejó su huella.
LOS PRIMEROS AÑOS
Alfonso no estaba destinado al trono. Su padre, Sancho Ramírez de Aragón y Pamplona (r. 1063-1094), tenía un hijo, Pedro, nacido de la unión con su primera mujer, Isabel de Urgel. Ni siquiera era el primero de los otros hijos nacidos del segundo matrimonio de Sancho, esta vez con una dama del norte de Francia,