Al salir de clase
o debemos imaginar a los estudiantes de la Universidad de Edimburgo, en el siglo xix, graduándose bajo los compases de. Elgar, en aquella época, aún no había compuesto su famoso himno. De hecho, ni siquiera tenían un lugar propio para ese tipo de ceremonia. Claro que eso tampoco era demasiado problema, porque solo unos pocos accedían a la enseñanza superior. Hubo que esperar a que el alumnado se multiplicara, tras la Ley de Universidades de 1858, para que la necesidad de un espacio para las grandes ocasiones se volviera más urgente. A partir de entonces, la universidad fue la responsable de sus propios asuntos, no el ayuntamiento. Pero tener atribuciones no implicaba contar con el dinero necesario. ¿Cómo financiar la nueva sala? Apareció entonces una figura providencial: el político y filántropo William McEwan (1827-1913), que ofreció cien mil libras para realizar la construcción. De ahí que el Hall lleve su nombre. El interior del recinto, de estilo renacentista, muestra una lujosa decoración: columnas corintias, murales, alegorías de las artes y las ciencias… La majestuosidad del entorno facilita el cumplimiento de una de sus funciones: infundir en los jóvenes un sentimiento de deber y pertenencia. En la actualidad, aquí tienen lugar, aparte de graduaciones, otro tipo de actos, como conferencias y conciertos de órgano. El del McEwan Hall, de 1897, ha sido elogiado por su “sonido suntuoso y teatralmente grandioso”.