MI PREGUNTA AL MAYOR maratoniano de todos los tiempos –¿qué habría hecho con su vida en caso de no haberse dedicado al running?– tiene como única respuesta una mirada extraña y burlona. Eliud Kipchoge frunce el ceño ligeramente y mantiene el surco que se le dibuja. No se enfada, no se disgusta. Es más bien como si yo de pronto hubiera empezado a hablarle en esperanto. Estamos en su campo de entrenamiento, en Kaptagat (Kenia), adonde el corredor (con quien pudimos hablar antes de la maratón de Boston) llegó esta misma mañana tras pasar la mayor parte del fin de semana con su mujer, Grace Sugut, y sus tres hijos a unos 35 km de distancia. Y aquí permanecerá hasta regresar de nuevo el sábado, tal y como hace cada semana. El trabajo del lunes está ya casi finiquitado (una larga carrera mañanera y una horita facilona a primera hora de la tarde). Ahora, la cena lo espera.
A medida que avanzamos en nuestra conversación, Kipchoge se muestra afable y educado. En la charla, se presenta a sí mismo como el epítome de una vida sana, un entrenamiento sano y un pensamiento sano. Es un católico devoto. Lleva más de veinte años con el mismo entrenador, Patrick Sang, que fue medalla de plata en los Juegos Olímpicos de 1992. Come bien, corre mucho y lee libros de autoayuda (su favorito, la fábula). Si no fuera por su mujer y sus hijos, bien podría