El pasado mes de febrero, el sindicato de estibadores de Vancouver (Canadá) mandó una carta abierta al Gobierno de la nación. Protestaba por el proyecto de construcción de una terminal de carga automatizada en el puerto de la ciudad: “Esto destruirá el modo de vida de muchísima gente”, concluía el texto. Las máquinas, controladas por inteligencia artificial, se encargarán, temen, de hacer su trabajo. En esas mismas semanas, la más conocida marca de vermut del mundo anunciaba una nueva campaña publicitaria… diseñada con inteligencia artificial. Introdujeron en el generador de imágenes Midjourney palabras como botánico, floral o artemisia y la IA creó las “fotos” de los cocteles que luego utilizaron en sus anuncios. Y en esas mismas fechas supimos que el sistema de conversación ChatGPT había aprobado con buenos resultados los exámenes para una especialidad de Administración de Empresas en la Universidad de Pensilvania, EUA. “No sólo dio respuestas correctas, sino que sus explicaciones fueron excelentes”, concluía Christian Terwiesch, autor del estudio realizado e investigador en el mismo centro.
Son sólo algunos ejemplos extraídos de las noticias más recientes. Más allá de las miradas atónitas -¿cómo es posible que los algoritmos