A PRINCIPIOS DE LOS AÑOS SETENTA mi madre salía con un futbolista profesional llamado Reggie. Este, en un esfuerzo por anotarse un tanto con ella, se ofreció a pasar algún rato conmigo.
Como jugador de fútbol que era, preguntó a mi madre:
–¿Le gusta el fútbol?
–No, le gusta el cine –contestó ella.
En fin, quiso la suerte que a Reggie también le gustara el cine.
Y, al parecer, veía todas las pelis de que salían. Así que un sábado a media tarde Reggie (a quien no conocía) se pasó por el apartamento, me recogió y me llevó al cine. Fuimos a una parte de la ciudad donde yo nunca había estado. Había visitado las zonas de grandes cines de Hollywood y Westwood; pero aquel era un sitio distinto. En aquella avenida había cines enormes en ambas aceras y se sucedían a lo largo de unas ocho manzanas. (Ya de mayor, caí en la cuenta de que Reggie me llevó a la zona de cines del centro de Los Ángeles, situada en Broadway Boulevard, que incluía, entre otros, el Orpheum, el State, el Los Angeles, el Million Dollar Theatre y el Tower). No solo eran grandes los cines, con amplias marquesinas delante, sino que también eran gigantescos (de siete metros de y (curiosamente) , todas eran películas del género . Películas que yo nunca había visto, pero conocía por los anuncios que veía en televisión (especialmente en Soul Train) u oía por la radio en 1580 KDay –la emisora de música soul de Los Ángeles–, o por la fascinante publicidad presentada en forma de cómic que leía en la sección «Agenda» del .