Fue una venganza ataviada con las hechuras de un proceso judicial. La vil pantomima, ejecutada en la basílica constantiniana, frente al cuerpo exhumado del papa Formoso, ilustró con precisión cómo se vivía la batalla por el poder en la Italia del siglo ix.
Durante la Alta Edad Media las disputas por el control de los territorios y el monopolio de la doctrina religiosa estaban en plena efervescencia. Los últimos reyes merovingios ya habían echado mano de conversiones espontáneas de fe, bautismos e investiduras sacralizadas para obtener el favor de la Iglesia de Occidente, la figura que les ayudaría a mantener sus vastos territorios más o menos cohesionados y alejadas las conjuras de los nobles sedientos de poder.
Roma entró con todo en el juego, su objetivo era apropiarse del estatus de autoridad moral frente a la creciente influencia de Constantinopla, cada vez más alejada teológicamente; debía garantizar que la fe de sus gobernantes era la adecuada. La dinastía carolingia fue un paso más allá e introdujo la ceremonia sagrada en las coronaciones. De esta forma, inició una etapa en la que las relaciones Iglesia-Estado estuvieron definidas por el ‘cesaropapismo’: un apoyo mutuo que, sin embargo, abonó el terreno de las intrigas y las corruptelas en los nombramientos de uno y otro lado.
LA EDAD DE HIERRO DEL PONTIFICADO
Durante más de cien años, desde finales del siglo ix hasta bien entrado el xi, se sucedieron los ocupantes en la Silla de San Pedro a toda velocidad. Una Roma en decadencia asistió atónita a la Edad de Hierro del Pontificado, un periodo convulso que se inauguró con la muerte violenta del papa Juan VIII el 15 de diciembre del 882, envenenado por un familiar y rematado con un martillo ante la lentitud de la pócima.
En su (el siglo oscuro de la Iglesia) se sucedieron los asesinatos, las excomuniones, las abdicaciones y hasta la