En 1979, el filósofo Hans Jonas escribió un libro fundamental, El principio de responsabilidad. Jonas, como muchos de sus colegas, se había dado cuenta de que lo que caracteriza a la era tecnológica es un hiato entre nuestros actos y sus consecuencias, y proponía, a la manera de Kant, un imperativo categórico: “Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la Tierra”.
Pese a la finura de su argumento, la irresponsabilidad es lo propio del hombre tecnológico. Lo que, es la “banalidad del mal”, la ausencia de relación entre el acto –transportar judíos a los – y su exterminio. Pese a las evidencias, aquel hombre nunca logró reconocerse como un asesino, mucho menos como un genocida. Semejante a un obrero en la cadena productiva de una fábrica, Eichmann nunca se identificó con el producto de su trabajo. Lo expresa con un sobrecogedor cinismo Maximiliano Aue, el exoficial de las SS de , de Jonathan Littell, al referirse al programa T-4: el exterminio de inválidos y enfermos mentales, creado dos años antes de la Solución Final: “De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referente al producto de su trabajo, en el genocidio o la guerra en su forma moderna el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción (en el programa T-4), a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales los recibían unas enfermeras que los registraban y desnudaban, unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado, un operario abría el gas, otros limpiaban, un policía extendía el certificado de defunción. Cuando después de la guerra los interrogaron” ninguno reconoció su culpabilidad: siguieron procedimientos establecidos y supervisados.