Corre el año 1719. Es un frío y húmedo día de febrero y la niebla cubre Newmarket Heath. Una multitud se congrega, y no lo hace para apostar en carreras de caballos. Es una carrera distinta la que ha reunido a toda la sociedad de Heath.
DOS CAYOS están listos para una carrera a pie de más de tres kilómetros, repartidos en dos vueltas sobre la hierba de la Rowley Mile. Un cara a cara, como quien dice, igual que si de un campeonato de boxeo se tratara. El premio, una gran suma de dinero, irá al amo ganador, y no al criado que corre, del mismo modo que en una carrera de caballos el premio es para el dueño y no para el caballo ni el jinete. Estos corredores son sirvientes domésticos, y su estatus apenas equivale al de un buen caballo: están empleados por poco menos que su sustento. En una crónica de esta carrera, ambos son identificados únicamente como “el lacayo del duque de Wharton y el de lord Castlemain”.
De hecho, se trata de William Mawbone y Thomas Groves, quienes corren la segunda de una serie de cuatro encuentros de diferentes distancias: una, dos, tres y cuatro millas (de 1,6 a 6,5 km), con un intervalo de un mes entre ellos, de enero a abril. Las carreras despertaron un enorme interés y movieron mucho dinero. Se habló de un premio en metálico de 100 libras para cada carrera. Y cuando llegó la segunda, ya se habían alcanzado “varios cientos de guineas” y había mucho más en juego en las apuestas. Las sumas apostadas resultaron abrumadoras. En 1720, un periódico se hizo eco de que el duque de Wharton, el señor de Mawbone, “ha llegado a perder casi 6.000 libras en