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Qué fantástica esta fiesta

¿Qué sería de las grandes ciudades sin esos hogares fugaces? Los hoteles recuperan el esplendor de antaño como epicentro de reuniones, fiestas y eventos de moda. No importa si acaban de estrenarse o si tienen miles de historias que contar, lo que sucede tras sus paredes debe morir ahí. Quizá por eso nos gustan tanto

 cuando 540 personas, de las más allegadas e íntimas de Truman Capote, acudieron a lo que el escritor insistió en llamar su –Katherine- (pequeño baile de máscaras para Kay Graham y todos mis amigos). La memorable velada se conserva en una película y en decenas de documentos gráficos del momento, fue una fiesta de las que probablemente no volvamos a ver. “Nunca habrá otra primera vez en la que alguien como Andy Warhol pueda estar en una habitación con alguien como Babe Paley”, dijo al respecto Deborah Davis, autora del libro de 2006 . Precisamente, antes del Black and White Ball nadie había imaginado, y mucho menos asistido, a una fiesta formal con una lista de invitados que reuniera en una misma sala a la poetisa Marianne Moore y a Frank Sinatra, a Gloria Vanderbilt y a, . El menú se sirvió pasadas las doce de la noche, cuando ya se había bailado, reído, hablado y fumado todo, y estuvo compuesto por espaguetis con albóndigas, huevos revueltos, salchichas, galletas, pasteles y pollo , su plato favorito y una de las especialidades culinarias del Hotel Plaza, que se convirtió entonces en el escenario de ‘la fiesta del siglo’ (y que, por cierto, le costó a Capote la friolera de casi 150.000 euros). Años más tarde, en 1998, el magnate del Sean Combs utilizaría la misma fiesta como modelo para una celebración de su cumpleaños en la que se gastó más de 500.000 dólares en instalar en el Cipriani una pista de baile con monogramas y cabinas de gogo de plexiglás para diversión de un nutrido grupo de famosos entre los que figuraban, entre otros, Martha Stewart, Ronald Perelman, Sarah Ferguson o Donald J. Trump. Incluso más de medio siglo después, la fiesta sigue conservando un aura onírica respaldada por fotografías que muestran a los invitados con vestidos de alta costura y corbata negra, “el cierre de una era de elegante exclusividad y el comienzo de otra de locura mediática”, como la calificó el director de orquesta Peter Duchin. El Grand Ballroom del Plaza se convirtió entonces en el en el que, a partir de las 10 de la noche, los aristócratas europeos se codeaban con novelistas y eruditos, los personajes de la alta sociedad bebían champán Taittinger con los habitantes de Hollywood y Broadway, y la estirada clase media –que había acogido a Capote durante los años que pasó investigando su obra maestra–, bailaba al son de la orquesta de Peter Duchin junto al fotógrafo y director de cine Gordon Parks. A día de hoy, el icónico hotel neoyorquino es uno de los símbolos de la ciudad, reconocible aunque uno no haya estado ahí, como una postal que se asoma junto a Central Park. A lo largo de su historia ha alojado a ilustres huéspedes, como los Beatles en su primera visita a Estados Unidos, o al diseñador Tommy Hilfiger, quien vivió en uno de sus lujosos áticos hasta 2017, momento en el que decidió venderlo (por más de 50 millones de dólares). Paradigma de la hotelería de cinco estrellas desde hace un siglo, hoy, el hotel quiere seguir siendo el protagonista principal de la neoyorquina.

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