La historia de la humanidad está tan ligada a la energía que podríamos renombrar las eras en función del tipo de fuente que se empleara. Y siempre, insaciables como somos, necesitamos más. Tanto en cantidad como en eficiencia.
Para conjeturar el descubrimiento del fuego, de cómo prenderlo y mantenerlo, lo único que podemos hacer es dejar volar la imaginación: ¿un rayo?, ¿un ascua que cae sobre musgo y mantiene el rescoldo vivo? ¿A quién se le ocurrió que frotar dos palos secos produciría el calor suficiente para prender unas briznas de yesca?
Pero a partir de ahí comenzamos a crecer y multiplicarnos más rápidamente. Los expertos datan el control del fuego hace más de medio millón de años, sobre el 500 000 antes de Cristo, y la humanidad se mantuvo en esa fase de quemadores de madera nada menos que hasta el 2000 antes de Cristo, cuando en Asia se comenzó a cambiar la madera por el carbón.
A partir de entonces la cronología de la energía se dispara y se suceden descubrimientos y saltos cada vez con más rapidez: molinos de agua, de viento, carbón de coque, gas, petróleo, energía solar, corriente alterna, energía geotérmica... y nuclear.
Estados Unidos y la URSS empataron en la carrera nuclear. Ambos países construyeron sus primeras centrales en 1950. Estados Unidos, en Shippingport (Pensilvania), y la URSS en Obnisk (provincia de Kaluga). Eran centrales de fisión, claro. Si uno busca en la línea temporal de la energía dónde se encuentra la energía nuclear de fusión, no la hallará. Al menos en fase comercial y en la Tierra. La de las estrellas no cuenta.
Pero 2022, casi por los pelos, se despidió con un anuncio importante. Por primera vez el domingo previo, el avance se habría logrado la semana anterior, el 5 de diciembre.