Alo largo de la historia hubo un periodo en el que la Iglesia católica gobernó un tercio de la península itálica. Los llamados, listados Pontificios abarcaron una extensión equivalente a las actuales Lacio, Las Marcas, Umbría y Emilia-Romaña. Desde la caída del Imperio romano, los papas administraron estas regiones con el beneplácito de emperadores como Eipino el Breve o Ludovico Pío, ambos coronados por la Santa Sede. A cambio, los sumos pontífices ejercieron una monarquía absolutista desde Roma, su capital. La adopción de una moneda única (el escudo y las liras pontificias) o la coexistencia del latín y el italiano como idiomas oficiales diluían la frontera existente entre religión y Estado.
Esta forma de gobierno comprendió la Edad Media, el Renacimiento y parte de la Edad Moderna, cuando comenzó el progre sivo declive que conduciría a su final. Desde la invasión napoleónica de 1797 hasta la reunificación italiana culminada en 1870, una sucesión de guerras, alianzas y plebiscitos redujeron los antiguos dominios eclesiásticos a Roma y sus alrededores. Ese mismo año, la toma de la Ciudad Eterna por parte de Víctor Manuel II certificó el