GIUSEPPE EMILIO “Nino” Farina llegó ese 13 de mayo de 1950 al circuito de Silverstone ataviado como de costumbre. Al verdadero estilo de un dottore, como el abogado que era: pantalón gris oscuro impecablemente planchado, camisa de fino algodón blanca, corbata oscura, una americana gris claro y mocasines de fino cuero de la firma milanesa Belfiore. Había solicitado una polaina de protección y delgada suela para sentir mejor el pedal recalentado del freno del Alfa Romeo 158 que iba a conducir.
Sus compañeros de pista para el Gran Premio de Inglaterra, primero de la actual era histórica de la F1, también lucían hábitos parecidos. No eran obesos, pero superaban todos los treinta años y algunos, ya pasados de los cuarenta, no podían disimular una cierta barriguita, una “curva de la felicidad”, dibujada a base de pasta italiana o codillo alemán…
En un rincón del box, y directamente sobre su ropa interior cotidiana, se enfundó en un mono de mecánico de grueso algodón blanco, moda impuesta en los años treinta por los pilotos Mercedes. De un pequeño bolso tomó su