Eran las 16:48 horas (tiempo local) del 6 de septiembre de 1996 cuando finalizó la cuenta regresiva para el cohete espacial Kosmos 3M Polyot, que despegó desde el cosmódromo ruso de Plesetsk, un complejo aeroespacial ubicado a 800 kilómetros al norte de Moscú que durante algún tiempo alojó también misiles intercontinentales.
A más de 10,000 kilómetros de distancia, en el continente americano, esa misión –que para los técnicos aeroespaciales rusos ya no era ninguna novedad– suscitó gran expectación entre un grupo de científicos e ingenieros en la Ciudad de México, que se mantuvieron enlazados para no perder detalle del lanzamiento.
La inquietud de los expertos adscritos al Programa Universitario de Investigación y Desarrollo Espacial (PUIDE) de la UNAM era el destino de la preciada carga que llevaba el Kosmos 3M, merced a un convenio con los rusos: el microsatélite UNAMSAT-B, un artefacto de sólo 10 kilogramos de peso que nueve horas después fue puesto en órbita y comenzó a transmitir señales a la Tierra.
Dieciocho meses antes, la experiencia había sido diferente: otro cohete ruso llamado Start, que transportaba al microsatélite UNAMSAT-A (el precursor del B) junto con otros dos satélites de manufactura rusa e israelí, estalló durante los primeros minutos de vuelo antes de liberar su carga. Este accidente echó por la borda el trabajo de cinco años de los científicos mexicanos que participaron en el diseño y construcción del aparato. A pesar del duro golpe, los mexicanos siguieron trabajando para desarrollar el UNAMSAT-B, cuya puesta en órbita exitosa finalmente mostró que, a pesar de las contingencias y los escasos presupuestos, en el