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POR LA GLORIA DE ELVIS

EN 1957 parecía un auténtico dios. Era guapo a rabiar, casi resultaba indecente. Ahí plantado, con su traje de lamé dorado de 10.000 dólares, el rostro cincelado, los ojos saturninos, el tupé engominado con un remolino cayéndole sobre la frente y el gesto de sus labios, arrogante y socarrón.

Elvis era EEUU a lo grande, en toda su grandeza y chabacanería

El traje lo había confeccionado Nudie, de Rodeo Tailors, en Hollywood, a instancias del mánager de Elvis, el coronel Tom Parker, que quería un traje dorado para su chico de oro. Así es como su agente se refería a menudo a su representado, al que veía como algo de su propiedad, pues era de oro la moneda que Elvis acuñaba cuando estaba en la cima de su fama... sobre todo para el coronel. El precio de 10.000 dólares era una exageración, pura teatralidad: la factura real de la venta fue de 2.500. Elvis llevó el traje por primera vez en una actuación en el Anfiteatro Internacional de Chicago en marzo de 1957. En solo tres años había grabado ocho discos número uno, entre ellos Heartbreak Hotel, Hound Dog, Love Me Tender y All Shook Up. A los 22 años ya era el producto más codiciado de la industria musical estadounidense y no tardaría en convertirse en el cantante más famoso del mundo. Veinte años después, estaba muerto.

Elvis era EEUU a lo grande, en toda su magnificencia y chabacanería. Representaba sus sueños y desilusiones, su historia fracturada y su promesa de redención. “Los productos puros de América se vuelven locos”, escribió el poeta y escritor William Carlos Williams, y ninguno se volvió tan loco como Elvis, cuyo corazón se detuvo el 16 de agosto de 1977 mientras estaba sentado en el inodoro de su mansión de Graceland, hinchado, destrozado y desconcertado por la ingestión de unas 10.000 pastillas en el último año de su vida. Tenía 42 años. Los forenses hallaron en su organismo hasta catorce drogas en cantidades significativas, entre ellas codeína, morfina, diazepam, pentobarbital y etinamato, fármacos

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