La fuerza de Jill Biden
“Incluso como cónyuge de un senador trabajaba, iba a la escuela de posgrado […]. Dar la cara es importante. Estás agotada. Pero simplemente haces lo que tienes que hacer ”
Noviembre de 2020. Cuando Joe Biden fue elegido presidente, la victoria pareció validar no solo su decisión de ser candidato sino toda su trayectoria en la política. Lleva llorando en público desde que juró su cargo en el Senado de los Estados Unidos en 1973 desde el hospital donde sus dos hijos pequeños se recuperaban del accidente de coche en el que murieron su primera esposa, Neilia, y su hija de un año, Naomi. Se casó con Jill cuatro años después. Hacia el final de su segundo mandato como vicepresidente, en 2015, uno de esos hijos, Beau, murió de cáncer cerebral. Decidió lanzar esta candidatura –la tercera en tres décadas– después de ver a nacionalistas blancos marchar en Charlottesville en 2017. La nación estaba enferma y dividida. Él quería curarla.
Cuando se contaron los votos, Biden fue declarado ganador. Pero mientras tanto, el país se había deteriorado aún más. Estaba luchando contra un nuevo virus y otros más antiguos. La pandemia había sacado a la luz una discriminación y un odio largamente arraigados. Cientos de miles de personas habían muerto. Biden tenía el tipo de credenciales que nadie envidia; pocos en la política podían presumir de tener más experiencia con el dolor.
Los expertos escribieron que a Joe Biden le había llegado el momento de la verdad. Pero Jill Biden –una educadora paciente en una era de desinformación desenfrenada, una mujer tan decidida a estar presente para su gente que pasó un fin de semana de marzo forzando los límites
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