Finales del verano de 1257, puerto de Tönsberg, cerca de Oslo. Un barco zarpa con una pasajera de lujo: Kristina Haakonsson, hija de rey Haakon IV de Noruega. La princesa abandona su patria vikinga para viajar hasta la lejana península ibérica. La acompaña un gran séquito de más de cien personas entre nobles vikingos, encabezados por el obispo Pedro o Peder de Hamar, y damas de compañía. Lleva un valioso cargamento de oro, plata, pieles y otros enseres que constituyen el ajuar y la dote. “El rey Haakon la mandó con tanto oro y plata quemada, tantas pieles blancas y grises y otros artículos preciosos, que nadie ha oído nunca que una princesa noruega haya tenido antes un dote tan espléndida”, reza la saga del rey Haakon. Les espera un viaje de más de tres meses hasta al-Ándalus, donde se celebrará un matrimonio de conveniencia que deberá unir los intereses de las dos naciones. Aún no se sabe exactamente quién será el novio, pero sí que se tratará de uno de los cuatro hermanos de Alfonso X el Sabio. Un quinto candidato intenta sumarse, pero la princesa y sus asesores lo rechazan. Se trata de Jaime I de Aragón, el Conquistador, suegro del rey castellano.
El Sabio, que ansiaba coronarse emperador del Sacro Imperio Romano Germánico –a cuyo título aspiraba por ser su madre Beatriz de Suabia, hija del emperador germánico–, se enfrentaba a otros candidatos y necesitaba todos los apoyos posibles para su causa. Por entonces, el uso de matrimonios concertados para crear alianzas políticas con otros reinos era una estrategia habitual, de modo