En su último viaje a Rusia en junio del año 2000, el presidente estadounidense Bill Clinton encontró un rato para visitar a su amigo Borís Yeltsin en su casa de las afueras de Moscú. En sus cuatro anteriores visitas, Yeltsin le había recibido en el Kremlin, pero ahora el palacio y el país tenían un nuevo dueño. Uno cuyo carácter tenía poco que ver con la alegre y errática forma de ser de su antecesor. Tal vez con añoranza, Clinton, al salir de su reencuentro con Yeltsin, dijo a los periodistas: “Ha sido como en los viejos tiempos”.
Clinton había cenado el día anterior con Vladímir Putin. Un encuentro de tres horas cordial, pero frío. El nuevo presidente ruso era entonces un enigma para casi todo el mundo: un exespía gris que, en apenas dos años, había pasado de ser un perfecto desconocido a sentarse en el trono del Kremlin. Fue al final de la velada cuando el propio Putin le hizo al presidente de Estados Unidos una propuesta que, según él mismo, puso a mucha gente nerviosa: ¿y si Rusia entra en la OTAN? Clinton le respondió al momento que “no tenía objeción”.
No era una ocurrencia. Nada más llegar al poder, Putin ya le había trasladado la
