Yayoi Kusama
Quería pintar, pero no podía. Mejor dicho, no se lo permitían. De cualquier manera lograba hacerlo. Robaba restos de tela, lámina o cualquier material que pudiera servir de lienzo. Lo mismo ocurría con la pintura. Si por casualidad había reparaciones en su gran casa, aprovechaba los momentos en que la perdían de vista y tomaba un poco de los botes que llevaban los encargados del mantenimiento. No importaban los colores ni la textura, lo único que le interesaba era tener las herramientas mínimas para crear.
Conmovido por los robos y tal vez también por la necedad, su padre le compró un paquete de pinturas. Ese día, su madre enfureció. “En ese momento supe con quién me quedaría si es que algún día se divorciaban”, recuerda sobre ese punto de inflexión en su vida la artista visual Yayoi Kusama, acaso una de las mujeres más reconocidas del arte contemporáneo, en su libro . Por un momento, el gesto de su padre le devolvió la fe en ella misma, en su familia y en sus posibilidades de futuro. Y no es que su padre fuera perfecto, pero había mostrado compasión y ella lo agradecía iba? ¿Con quién se quedaba? Yayoi tenía la misión de averiguar todo eso para su madre, pero su padre siempre sabía escapar de ella. Después de todo, sólo era una niña y, para un mujeriego empedernido, era una espía fácil de esquivar. La madre, que vivía enojada a causa de la constante humillación social a la que la enfrentaba su esposo, descargaba su ira, a veces de manera física, en Yayoi, esa niña extraña que nació el 22 de marzo de 1929 y que, teniéndolo todo, sólo quería pintar.
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