JOHANNESBURGO
Johannesburgo se construyó sobre un arrecife de oro. El tesoro corre por las venas de la ciudad: es lo que atrajo a los buscadores europeos a esta parte de Sudáfrica a finales del siglo XIX. Hoy día, aún es atractiva para muchos nuevos colonos que se ven a sí mismos como Dick Whittington en una urbe de oportunidades. A pesar de todo el oro que ha pasado por la metrópoli, el color perdurable es el verde: aunque no hay mar, ninguna montaña o un gran río, está inundada de árboles. Tantos, de hecho, que se estima que superan en número a los humanos en más de dos a uno, lo que convierte a la localidad en una de las más arboladas del mundo. Sin embargo, incluso este bosque urbano es un subproducto de la fiebre del oro: los pozos mineros necesitaban madera; los nostálgicos querían suburbios con jardines.
En estos días, los parques dan espacios de paz en medio de una mezcla ecléctica de edificios. En el centro, construcciones eduar-dianas y art déco se aprietan entre imponentes estructuras modernas. La arquitectura en Sandton (llamada la “milla cuadrada más rica de África”) es altísima
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