Una guerra contra sí misma
Los únicos caminos abiertos en la región sitiada de Tigré, en el norte de Etiopía, conducen a innumerables historias de oscuridad.
A lo largo de un sendero en Tigré central, a las afueras de Abiy Adi, Araya Gebretekle cuenta su historia.
Cuando los soldados etíopes llegaron a la aldea en febrero, “mis hijos no huyeron -recuerda-. No esperaban ser asesinados mientras cosechaban”. Los soldados apuntaron sus armas hacia estos y una mujer soldado dio la orden de disparar. “Acaben con ellos, acaben con ellos”, gritaba. Los hermanos suplicaron por su vida. “¡Solo somos agricultores! –decían–. Dejen a uno de nosotros vivo para que pueda cosechar y cuidar a los animales”, imploraron. Los soldados le perdonaron la vida al menor, un joven de 15 años, y mataron a los demás; dejaron sus cuerpos tirados en el campo donde los asesinaron.
Tres meses después... “Mi esposa se queda en casa, siempre está llorando –relata Araya–. No he salido hasta ahora. Todas las noches sueño con ellos”. Se limpia las lágrimas. “Mis hijos eran seis. Le pedí al mayor que también fuera, pero gracias a Dios se negó” (a los etíopes se les llama por su nombre de pila).
Al este de Abiy Adi, en el Hospital de Referencia Ayder, en Mekele, la capital del estado, Kesanet Gebremichael gime de dolor mientras las enfermeras cambian sus vendas y limpian heridas de su piel chamuscada. La niña de 13 años cocinaba con una prima en el pueblo de Ahferom, en Tigré central, cuando su hogar de adobe
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