PONERSE EL MONO DE TRABAJO
A pesar de que la incorporación de la mujer al trabajo en el mundo occidental data de finales del siglo XVIII y de que esta llegó de la mano de la Revolución Industrial, el empleo femenino de plenos derechos necesitó varios siglos de maduración. En un primer momento, las sociedades industrializadas desplegaron sus fábricas en los países emergentes y contaron para su avance sin frenos con todo tipo de trabajadores y trabajadoras. Sin embargo, la desigualdad salarial y la discriminación de la mujer para realizar ciertas labores estuvieron siempre presentes. Con el paso del tiempo, industrias muy específicas como la textil acabaron copadas principalmente de empleadas femeninas, pero estas seguían teniendo remuneraciones muy distantes de las masculinas. Esta tendencia continuó hasta bien entrado el siglo XX, tras haberse superado etapas claves como el logro del sufragio femenino en determinadas naciones o la entrada de la mujer en las universidades para estudiar una serie de carreras profesionales consideradas “apropiadas” para su género.
Con la llegada de la I Guerra Mundial, muchas mujeres tuvieron una primera toma de contacto con empleos que estaban reservados únicamente a los varones. Aunque algunas de estas trabajadoras se alistaron en los ejércitos, al igual que sucedería en la II Guerra Mundial, en estas líneas nos centraremos en aquellas mujeres jóvenes y maduras que abandonaron sus hogares –o sus empleos como enfermeras, maestras, secretarias, camareras–y se dispusieron a ponerse un mono de trabajo y sostener con fuerza las herramientas que harían funcionar a sus países durante estas duras etapas de conflictos bélicos de larga duración. Con una gran mayoría de hombres en los frentes, aquellas a las que hasta ese momento la sociedad solo consideraba como amas de casa o empleadas
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