La ciudad de los muertos
En el Antiguo Egipto, la configuración del espacio físico hizo que la vida sólo pudiera desarrollarse a orillas del Nilo, en donde se situaban las tierras fértiles y los recursos hídricos fundamentales para el surgimiento de la que podemos considerar la civilización más apasionante de la historia. La transición entre los fértiles campos de cultivo y el desierto era muy acusada, lo que favoreció la creencia de los egipcios en dos mundos contrarios pero estrechamente relacionados: el del bien y el del mal, el del equilibrio y el del caos… el de la vida y el de la muerte.
Desde tiempos predinásticos, la observación de la momificación natural en las secas arenas del desierto los llevó a la convicción de que el destino del alma quedaba vinculado a la supervivencia del cuerpo, y por eso emplearon una enorme cantidad de recursos en el desarrollo de las técnicas de embalsamamiento. Pero éste no era el máximo peligro al que se veía sometida el alma del difunto después de la irremediable muerte física: para alcanzar la salvación, el faraón –y, como él, el resto de los egipcios– debía enfrentarse a toda una serie de pruebas que tenía que superar a partir del conocimiento de
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