LA VIDA EN LAS ALTURAS
Tras cerrar la puerta de mi habitación de hotel, dejo caer las maletas al piso y colapso en la cama con la chaqueta del uniforme aún abotonada, los zapatos de cabina puestos y mi gafete colgando del cuello. Mientras me quitaba la bufanda ajustada con velcro, de mi boca brotó un quejido y las lágrimas corrieron por mis mejillas hasta que mis ojos quedaron irritados e hinchados. Había logrado mantener una sonrisa en el rostro a lo largo de las últimas 16 horas mientras servía café y caminaba por la cabina, cuidando a los pasajeros que volaban a miles de pies sobre Asia Central, pero una vez que por fin llegué a la soledad de mi habitación de hotel en Singapur, caí en picada. Puse una barricada en la puerta del balcón, a 20 pisos de altura, con vista a la alberca, temiendo abrirla caminando sonámbula, si es que lograba quedarme dormida. Me sentía tan triste que temía lo que pudiera hacer de manera inconsciente. Con los huesos envueltos en una sensación de fatiga, me había estrellado con una pared. Seis meses después, trabajé en mi último vuelo y me llevó un año retomar mi vida.
Esta historia no resulta extraña entre quienes vuelan como profesión. Se han realizado múltiples estudios sobre salud mental y suicidio en pilotos, y un análisis llevado a cabo en 2018 identificó que los pilotos de aerolíneas comerciales tienen un riesgo similar o potencialmente mayor de padecer depresión que la población en general, aunque las investigaciones en torno a la presencia de problemas de salud mental en la tripulación de cabina aún son escasas. En la comunidad, se rumora una estadística que afirma que un miembro de tripulación de cabina se suicida cada mes. Las cifras más recientes reportadas por la Office for National Statistics del Reino Unido
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