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Mundo turbio: Una novela y todas las canciones
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Mundo turbio: Una novela y todas las canciones
Libro electrónico432 páginas

Mundo turbio: Una novela y todas las canciones

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Información de este libro electrónico

Fernando Alfaro es uno de los músicos de referencia del rock independiente nacional y el líder y vocalista de uno de los grupos de culto de los noventa: Surfin' Bichos, recientemente reunidos tras un hiato de tres décadas para grabar un disco que ha visto la luz en 2023. Mundo turbio es la primera novela de Alfaro y parte de las letras de sus canciones para ampliar la vida de su nutrido grupo de personajes atormentados, entre los que destaca Ángel Turbio, trasunto quizá del propio autor. En un estilo seco, hiriente y lírico —entre la novela picaresca y Céline—, Mundo turbio es una suerte de bildungsroman ibérico plagado de personajes inolvidables, de épica carcelaria, drogas duras y amores fugaces. Además, este volumen recoge la totalidad de las letras escritas por Fernando Alfaro, tanto las compuestas para Surfin' Bichos como las de encarnaciones posteriores en grupos como Chucho o proyectos en solitario. La originalidad del libro radica en que no solo presenta las letras, sino que busca establecer paralelismos temáticos entre canciones —algunas alejadas en el tiempo— con el fin de establecer una correlación de temas y motivos recurrentes en la intensa y torturada poética del cantante.
IdiomaEspañol
EditorialContra
Fecha de lanzamiento21 feb 2024
ISBN9788410045040
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    Mundo turbio - Fernando Alfaro

    Cubierta

    Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

    Diseño: Carles Murillo

    Maquetación: Carles Murillo y Emma Camacho

    Composición digital: Pablo Barrio

    Primera edición: Febrero de 2024

    Primera edición digital: Febrero de 2024

    © 2023, Contraediciones, S.L.

    c/ Elisenda de Pinós, 22

    08034 Barcelona

    contra@contraediciones.com

    www.editorialcontra.com

    © 2024, Fernando Alfaro, de la novela y de las canciones

    © 2024, Carlos Zanón, del prólogo

    ISBN: 978-84-10045-04-0

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

    La vida será cruenta y fugaz.

    RICARDO ARDIENDO

    Índice

    Prólogo

    Instrucciones

    Novela

    Uno

    Dos

    Tres

    Cuatro

    Cinco

    Seis

    Siete

    Ocho

    Nueve

    Diez

    Once

    Doce

    Trece

    Catorce

    Canciones

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    Prólogo.

    Tienes en las manos la novela de un escritor que también es músico. Un tipo, Fernando Alfaro (Albacete, 1963), que cuando hace discos resulta que también es escritor. Puede parecer algo baladí, pero no lo es, y viene a cuento de que, con independencia de cuál sea la manera a la que hayas llegado a este libro, su solvencia literaria está asegurada. No es el capricho de un músico que concluye que si puede hacer historias de tres minutos puede hacer canciones de doscientas páginas. Ni mucho menos. Fernando Alfaro va en este Mundo turbio tras la búsqueda de la verdad literaria construyendo con su propio y personalísimo material de desguace —a base de mentiras, recuerdos, olvidos y fantasías— un mundo verosímil que se levanta del papel y te grita a la cara «esto es verdad».

    Alfaro ha construido un museo de autómatas con agujeros en la arena por donde se cuelan los gusanos que nos unen con las canciones que el albaceteño compuso solo o con sus compadres en Surfin’ Bichos, Chucho o al dictado de sus Diarios de Petróleo. Nos plantea el novelista un juego con Ángel Turbio, que es un trasunto del autor, que es y no es él, como debe ser en la buena ficción. Catorce capítulos de novela en los que los fans de su trayectoria musical nos encontramos a hermanos carnales, amigos de la tormentas o gemelos que aprietan fuerte en su incesto. Los recuerdos de Alfaro, ¿nos dan las claves de sus canciones? Sí, probablemente; en muchas de ellas, seguro. Pero el juego también va en sentido contrario, ya que cabe la posibilidad de que los recuerdos sean invenciones para dotar de un buen relato a los personajes que deambulan por sus canciones. Las dos direcciones son buenas decisiones del autor, y no importa dónde esconda la bolita el trilero.

    Su prosa —lo que cuenta, cómo lo cuenta— me ha hecho como lector y seguidor de su música parecida impresión a cuando empecé a escuchar a Surfin’ Bichos, que no eran como los demás porque no venían de donde los demás. Carecían de la sofisticada tontería de quien vivía en Barcelona y Madrid creyéndose que lo hacía en Londres o Nueva York. Ellos eran tus amigos del pueblo que, los primeros días de las vacaciones, te hacían sentir pequeño, débil y estúpido; que hablaban raro, raso y al pie, que tiraban piedras a dar y volvían de noche por la carretera. Aquellos músicos parecían sonar desde un pozo en medio del campo y eran secos y tenaces, y te recordaban más a Violent Femmes y a Los Enemigos que a otras bandas patrias que a principios de los noventa compartieron ruidismo, psicodelia y escenarios. Ellos exhibían un inaudito complejo de superioridad de provincias, porque de su situación fuera del centro habían hecho su fuerza y su campo magnético. No iban a las fiestas de los otros. Tenían su propio agujero negro.

    Las letras de Fernando Alfaro y la manera de decirlas, esa burrada atroz de una Biblia a la que le hubieran arrancado el Cantar de los Cantares y todo el Nuevo Testamento, cantadas no como un predicador poseso (que es la tradición de Gordon Gano o Nick Cave, cada uno en su estilo y haber), sino como un tipo en la barra de un bar que habla para sí mismo y recrea todos los benditos tarados —en palabras de un tema de Nacho Vegas— con los que se ha tropezado o a los que partió en dos un rayo. En las canciones de Surfin’ Bichos y Chucho sigues sintiendo que existen las atrocidades y los pecados, los crímenes siguen siendo inconfesables, al contrario que en otras letras y otras canciones, donde todo suena afectado o como la representación de una representación de una cosa que alguien vio en una película. El imaginario de Alfaro suena incómodo e inhóspito, cercano, tribal y, en especial, terriblemente solitario, porque los tipos abollados no encajan en ningún sitio.

    Mundo turbio es también la recreación de cómo la infancia y las herencias, nuestras vivencias y carencias conforman el imaginario de un artista que, si tiene talento, llegado el momento creativo adecuado sabrá gestar un mundo personal e intransferible. Nadie ha habido ni habrá como tú. Y las taras y las necesidades, los defectos y virtudes los arrastras y solo van cambiando de traje de temporada. Alfaro nos señala esa búsqueda de calle para dotar de verdad a sus fantasías, y la necesidad de maltratarse para que te sucedan cosas. Ese talento de encontrar «en los solares, en los pudrideros, en los barrios o poblados, entre la mugre los corazones brillantes, las flores sobre el estiércol, el improbable amor de putas o la imposible amistad de camellos», de detectar señales de radares estropeados o la «soledad astronómica» de Ángel Turbio, la del que vive como una acumulación de perder cosas, de enamorarte de la primera o el primero que llega, de la necesidad de redención con las drogas y la amistad, las drogas y el amor, las drogas y las drogas.

    No hay clemencia en este libro; hay talento y la belleza de las flores raras, esas que crecen en cualquier lado, sin que nadie las espere, sin pedir permiso.

    CARLOS ZANÓN

    Instrucciones.

    Este libro se puede leer de dos formas diferentes. Una sería leerse solamente la primera parte, la novela en sí. Ir al grano y dejarse de pajas, saltándose incluso esta explicación: deje de leer esto y vaya directamente al capítulo Uno. Podrá leer la historia de Ángel Turbio y no necesitará saber más. No es imprescindible, vaya. Puede usted desconocer y seguir ignorando la entera obra musical de quien esto suscribe, ignorar asimismo al propio autor, y aun así obtener la experiencia completa de la novela. Sea esta la que sea.

    Otra forma, algo más exigente, sería leer la novela y después (o incluso antes) leer los capítulos de letras de corrido: se verá así cómo las canciones han ido permeando la escritura de la novela como recuerdos de una pasada reencarnación. Cómo los personajes de la novela vivían ya antes, en su gran mayoría, en las canciones. Cómo las situaciones y los desgarros que relatan las canciones, unos vividos previamente en la vida real y otros no, conforman después muchos pasajes de la trama de la novela, dando lugar finalmente a otra nueva vida real.

    Una variante de este segundo camino podría ser la lectura alterna de capítulos: un capítulo de novela (marcado con un número cardinal) y después el correspondiente capítulo de letras (marcado con el respectivo número romano). Porque los capítulos de letras se conforman como catorce bloques en los que cada uno recoge un álbum señalado y los discos relacionados o proyectos paralelos de esa época. Obviamente, el orden es prácticamente cronológico (en cuanto a la publicación de las canciones, no tanto a su composición). Y la novela se articula, así, también en catorce capítulos en la cronología de una vida o unas vidas, etapas existenciales espectralmente reflejadas en cada capítulo de canciones.

    Pero esa especie de posesión fantasmal que las canciones ejercen sobre el relato se da de forma, las más de las veces, aleatoria, sin respetar la cronología de los hechos o de los discos. Es decir: quien de antemano conociera las canciones oirá resonar sus ecos durante la lectura de la novela, desde el capítulo Uno. Por eso, una tercera variante del camino segundo, más anárquica o más suelta, sería ir picando aquí y allá en los capítulos de letras de canciones. Un desorden, en gran parte, como el de la vida.

    Y ya para quien quiera ir más allá, llegar hasta el final en este juego turbio, están esas llamadas que hay, en los capítulos de letras, de una a otra canción, o a varias canciones, de época cercana o bien lejana, o lejanísima. Ventanas que se abren de repente y comunican esta canción con aquella, ampliando o dinamitando su significado. Llamadas que advierten de relaciones internas entre situaciones o sensaciones, personajes que aparecen en esta historia y también en aquella, frases más o menos lapidarias que se repiten, a lo largo de una vida. Porque eso son las canciones: toda una vida.

    FERNANDO ALFARO

    Uno.

    Desde muy pequeño, Ángel siempre había estado en guerra. Todo el día con la guerra en su cabeza, leyendo tebeos de Hazañas bélicas, viendo las películas de la tele de los sábados después de comer, jugando luego a los submarinos dentro de la mesa camilla o dentro de cajas de cartón, con pasadizos hechos con colchas y cortinas, con el periscopio que hizo en el colegio con una cartulina y dos espejos. Espiando. En su submarino. Escuchando burbujas y pitidos.

    Después, ya el lunes, yendo al colegio, por la calle todos los coches eran vehículos militares dotados de armamento diverso y todos de un verde oliva o caqui, como los uniformes de todas las personas que andaban por ahí esa mañana. Y Ángel se iba ocultando entre los árboles y entre esos coches o vehículos, y la misión no terminaba nunca.

    —¡Que no te enteras! ¡Que estás en la inopia siempre, Turbio, maldita sea mi estampa! —le estaba gritando don Antonio al estamparle en la frente el manojo de llaves desde la tarima, a cinco metros de su pupitre. El manojo de llaves duro y frío. Muchas llaves en ese manojo. Ángel salió abruptamente de su ensoñación. Don Antonio era un hombre inteligente y muy áspero como su garganta, curada a base de una media de dos paquetes de Ducados por jornada de clase. Tenía el aspecto que Ángel, mucho tiempo después, vería en los mafiosos de las películas, con el pelo negro engominado hacia atrás, rasgos duros y fenicios, brazos arremangados, gafas levemente ensombrecidas y siempre con el cigarro de tabaco negro, negrísimo.

    —Sal a la pizarra. Venga. Que nos vamos a divertir… —por alguna razón o alguna decisión entrópica de alguien, don Antonio era, además de profesor de Literatura, su profesor de Música ese año.

    —Solfea esto.

    —Do… la… mi-sol-mi-sol si… —Ángel notaba en la frente crecer el chichón.

    —¡No! ¡Pero tú eres tonto, chaval! ¡Y además negado, negado absoluto para la música, inútil!... ¡Anda, vete a tu sitio, tienes un cero! —el hombre estaba fuera de sí, vivía su profesión, desde luego—: Ya me has dado el día… —dijo para concluir, antes de aspirar una profunda calada de su cigarro, que todavía encendió más la mañana.

    Pero Ángel admiraba a don Antonio, a pesar de que sacaba muy buenas notas en todas las asignaturas menos en Música y Literatura; él veía dentro de don Antonio y veía cuánto saber encerraba aquel hombre. Veía dentro de aquel hombre y quizá era por ello por lo que aquel hombre lo odiaba:

    —Qué te pasa, Turbio, ¿no estás de acuerdo? —le soltó de repente otro día que estaba hablando sobre Pío Baroja—, ¿no crees que es así, como lo digo? Ah, ¿que sí? Y entonces, ¿por qué me tuerces el morro, eh? ¡No me tuerzas el morro, Angelillo, que la vamos a liar!

    Una mañana en el recreo Ángel se peleó con otro niño, otro niño que abultaba como dos Ángel. Ángel siempre se estaba metiendo en peleas a pesar de lo pequeñajo que era, aunque aquello normalmente ocurría a primeros de curso, cuando venía asalvajado después de todo el verano en el pueblo. Luego, ya lo dejaban en paz. Sabían que, aunque Turbiete —así lo llamaban, por su apellido diminuido— perdiera la lucha, siempre iba a haber hostias, y no les compensaba la trifulca.

    El padre Emeterio llamó a los dos chicos a su despacho, primero uno, después el otro. El padre Emeterio era un hombre místico y melifluo, de trato demasiado suave, acento levantino y todavía bastante joven.

    —Ven, siéntate aquí, Ángel —le hablaba muy suavecito—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿De dónde sale toda esa rabia?

    El niño no contestó. Se le saltaban las lágrimas. Se le saltaban las lágrimas muy a menudo, en ese colegio.

    —¿Sabes que tú podrías hacer lo que quisieras? Puedes ser lo que quieras cuando seas mayor, ¿sabes? —las eses silbaban sobre su cabeza segando sus pensamientos—. He visto los test de inteligencia que has hecho. Pero tienes que encauzarte, ¿sabesss? Tienes que centrarte y no estar siempre en todos los problemas —la rodilla del sacerdote estaba muy cerca de la del chico, aunque sin tocarse, y el chico se sintió muy cerca del cura entonces—. ¿Tú qué quieres ser de mayor?

    —Sacerdote.

    Ángel vivía la religión intensamente, pero más que como un asceta la vivía como uno de sus juegos, esas alegorías eternas de su mente, historias profusas y muy complicadas de amores en guerra, sacrificios extremos por un amigo, acciones de heroicidad enfervorizada, hazañas de osada rectitud. Alegorías como las que recogían las pinturas al fresco de la iglesia a la que solía ir con sus padres los sábados a las ocho de la tarde: amasijos de cuerpos desnudos precipitándose al infierno, donde un buitre ya se merendaba las tripas de un desgraciado que, aún vivo, mostraba el abdomen desgarrado como una carnicería; en otra pared, los cuatro jinetes terroríficos del Apocalipsis; en otra, una persona deforme: Leda, de sexo indeterminado, mirando hacia arriba mientras sujetaba el cuello de un cisne blanco; o, más allá, el cadáver sobre una mesa de autopsias, sobre el colector de fluidos, de una mujer muerta por sobredosis a los veintiséis años… (Hay que señalar que estas dos últimas escenas no las veía realmente el crío en aquella época ni en aquellas paredes, sino un Ángel tres lustros mayor, en el túnel del tiempo de una exposición del Fotógrafo del Cielo, Joel-Peter Witkin, en el Museo de Arte Reino de Ork, en octubre de 1987). Y todo lo contemplaba embobado y con un hambre negra, toda vez que había de ir a misa en ayunas para poder tomar la comunión, el párvulo pedazo de pan ácimo consagrado que le ofrecía el cura cuando por fin llegaba el tramo final de la interminable celebración, y que Ángel engullía llegando casi a morder los dedos del párroco —de manera similar a lo que le sucedía al dedo pulgar de algún que otro amigo en el patio del colegio, cuando a regañadientes accedía a ofrecer a Turbiete un bocado de su almuerzo y, desconfiando aún, ponía el dedo gordo en el bocadillo para que no mordiera de más—. Cuando por fin el cura decía, para cerrar el acto, «podéis ir en paz» y la gente respondía «demos gracias a Dios», Ángel siempre se quedaba con la interpretación que suponía que el alivio de la gente no era por irse en paz, sino simplemente por irse. Y Ángel salía entonces, presa de los nervios y el hambre acuciantes, deseando meter prisa a sus padres, corriendo con sus hermanos y pisando (¡ojo!) solo las baldosas blancas, para llegar cuanto antes al bar-restaurante donde les esperaba el suculento aperitivo de todos los sábados. No era desde luego en aquel entorno, en aquella vetusta catedral, donde Ángel Turbio vivía su espiritualidad con más emoción, aunque las lecturas de las Sagradas Escrituras —y particularmente las historias de violencia, injusticia, catástrofes y sexo soterrado del Antiguo Testamento— se quedaran mucho tiempo vibrando en su interior. Donde realmente encontró lo que creyó que era Dios, o ese pedazo de sí mismo que se elevaba en la humedad, que se elevaba por encima de sus propios huesos y tendones, que entraba en lumínica comunidad con los demás seres, a los que amaba como una catarata, era en las reuniones que organizaba el padre Emeterio después de las clases de Religión con los chicos más proclives, más impresionados o más locos. Era, además, la época en la que Ángel había descubierto la injusticia severa del mundo de los humanos —la piedra dura de la vida adulta, el fracaso, el crujiente fracaso del ser humano—, y la imagen, la figura radical de Jesús se le aparecía resplandeciendo contra el caos. Aun en esas reuniones, aun en esa comunidad de tan estrechos lazos, él se sentía absolutamente solo, quizás más que nunca, y apenas se veía impelido a hablar en público compartiendo su intimidad, como sí hacían sus compañeros. Se sentía más solo aún que aquella vez en que, a los cuatro años, con la merienda de sus dos hermanas mayores y la suya preparadas, finalmente lo dejaron en casa, dándole esquinazo, para irse a la excursión, ellas sí pero no él, que se quedó en casa, demasiado pequeño, siempre demasiado pequeño, comiéndose en soledad el bocadillo de la merienda campestre. Solo lo pudo consolar un poco Dori, la modista que iba de cuando en cuando para hacer los arreglos de ropa de la familia. Dori, la recordaba ahora en aquel sueño que quizá fue verdad, después de quedarse dormido escuchando sus propios latidos en el oído apoyado en la almohada, y los latidos eran procesiones de muertos y calaveras, y Dori, con la gabardina puesta, no podía salir tampoco del cuartito donde estaban los niños porque estaba la cabalgata de espectros en el pasillo. Espíritus, introspección, soledad que le provocaba amor ciego a los demás. La entrega absoluta, el sacrificio extremo, Jesús, algo tembloroso y candente dentro de él que lo impulsaba a llevar a cabo acciones de heroicidad enfervorizada, la llama de una vela dentro de sí mismo que le hacía trascender fuera de sí mismo…

    Cuando salió finalmente del despacho del padre Emeterio, Ángel se cruzó con Alberto Tomás, el otro crío, el grandullón con el que se había liado a hostias.

    —Como te chives, te mato —le dijo Ángel.

    Ángel y Alberto Tomás, o Alberto a secas, terminaron siendo muy amigos, una alianza indestructible. Jugaban a mil cosas: con los canutos de los bolis Bic a modo de cerbatanas lanzando granos de arroz como ametralladoras, persiguiéndose por el patio; o en la Asociación de Químicos Unidos que, junto a otro compañero de ellos, el empollón Juan Bautista —el más listo de la clase y que sería en los años venideros el mejor amigo de Ángel—, formaron para hacer explosionar, por distintos métodos (como el de la oquedad de una piedra del solar sobre la que caía otra piedra desde lo alto del muro), distintas cantidades de pólvora que fabricaban —era muy sencillo— con nitrato potásico, carbón y azufre, ingredientes que sin ningún problema compraban en la droguería; o en guerras auténticas contra otros chicos del colegio, con una suerte de tirachinas de tamaño reducido que en lugar de piedras arrojaban grapas en forma de U con las puntas afiladas que vendían en la ferretería…

    En cambio, las grapas que utilizaban Ángel y los otros guachos en las guerras urbanas en el pequeño pueblo de sus veranos, el pueblo de su padre, las grapas de las guerras bastante más salvajes de sus amigos del pueblo, las fabricaban ellos mismos: con una piedra de pedernal partida para generar un filo cortaban pequeñas secciones del alambre que utilizaban las máquinas de empacar la paja, normalmente el alambre sobrante ya enrobinado, y con la misma piedra las doblaban para lograr la buscada forma en U. Una vez el Eladio le disparó una grapa en la polla a un burro de los que por entonces rodeaban, atados a una piqueta en el suelo, los pueblos al atardecer. El burro estaba excitado y su miembro era enorme y el Eladio no pudo sustraerse a esa maldad, que todos los críos celebraron con alborozo entre los rebuznos estentóreos del pobre animal.

    Pero normalmente el objetivo de aquellas grapas eran los chiquillos de la otra banda, la formada por los que vivían de la plaza del pueblo para abajo, y no de la plaza para arriba como ellos. Ellos mismos también recibían grapazos de metal oxidado e incluso alguna vez la grapa venía malhadadamente de puntas y les provocaba una herida como los ojos de una araña, aunque lo habitual era una hinchazón enrojecida, calco mismo de la propia grapa que les zumbaba de costado. Esto era en la guerra urbana, dentro del pueblo, donde no podían utilizar material pesado para no levantar las iras de las señoras o los braceros si reventaban alguna teja o algún cristal; cuando se trataba de la guerra a campo abierto, en los montes y pinares de los andurriales, la cosa cambiaba y las armas preferidas eran, según el caso, el tirachinas y la honda. El tirachinas era el arma reglamentaria para los enfrentamientos a corta o media distancia, y usaba como munición cantos rodados del tamaño aproximado de una almendra con cáscara. La honda, para cuyo manejo había que adquirir o poseer las ancestrales habilidades de los pastores, permitía arrojar piedras de mayor calibre, como una manzana o así, y con bastante más lejanía, gracias a la parábola que cogían cuando, en el momento exacto y con la precisa fuerza de rotación para alcanzar el objetivo, el operador soltaba uno de los extremos del utensilio. La honda era como el mortero en la guerra de verdad y servía para bombardear desde lejos, mantener las distancias o socavar la moral del enemigo.

    El enemigo eran, aparte de los chavales más mayores, de edad parecida a la de Ángel y compañía, tres o cuatro criaturas, todos hermanos o primos del Gusano, el jefezuelo de la banda de abajo, todos de pelo rubio y edades entre los tres y los cinco años. Una de esas criaturas, siguiendo a un perro y saliendo de su parapeto, se puso una vez a tiro del Jero, el hermano mayor por un año del Eladio, que enarbolaba justo en ese momento en la mano derecha una piedra caliza, no redondeada sino aplastada y con profusión de picos, del tamaño de una tartaleta. El Jero no lo dudó y arrojó el proyectil a modo de granada de mano, que impactó de lleno sobre la cabeza del zagalillo, que obviamente empezó a sangrar y salió corriendo y llorando sin rumbo ni control. No sabían entonces los de la banda de arriba si celebrar el impacto o preocuparse y optaron por lo primero, aunque esa tarde se fueron pronto a casa. A casa llegaban todos, los supervivientes, a menudo descalabrados y con heridas de diversa consideración, normalmente en la cabeza, así que tampoco les desasosegó mucho lo del crío aquel. Que no hubiera ido. A la guerra se va a muerte o no se va.

    Para fabricar los tirachinas, el saber popular de los chiquillos les servía de guía: una horquilla en forma de Y sacada de una rama de almendro, lo que implicaba una búsqueda exhaustiva de kilómetros a la redonda para encontrar la mejor Y; una badana de cuero cortada de un zapato viejo del vertedero —o sea, de todo el campo que rodeaba el pueblo— para albergar la china o proyectil; y el elemento impulsor, las gomas. Para los tirachinas y lanzagrapas de los chicos de ciudad era habitual utilizar gomas de suero de origen clínico, pero en la guerra salvaje rural se buscaban la vida de forma menos sofisticada y normalmente recortaban las tiras a partir de las gomas de la cámara de algún neumático de motocicleta o automóvil.

    Una vez el Jero vino diciendo que en el antiguo pozo de prospección de aguas freáticas (abandonado hacía ya tiempo) había visto unas mangueras de gran diámetro cuya goma tenía pinta de ser bastante más gruesa que las de las cámaras de neumático, y por tanto los tirachinas serían con ella más potentes. Emprendieron su expedición al pozo, que se levantaba herrumbroso y sombrío como los pozos petrolíferos de las películas del Oeste. Además de las gomas para los tirachinas encontraron viejos cascos amarillos abandonados por los operarios, y decidieron adoptarlos para evitar pedradas en el cráneo durante las guerras futuras. Esta decisión se convirtió en estratégica: a partir de entonces la banda de arriba, claramente inferior en número, se impuso progresivamente, avanzando bajo el abrigo de sus cascos y la potencia de fuego de sus nuevos tirachinas, y consiguió en más de una ocasión tomar prisioneros, que eran sistemáticamente torturados con métodos como la gota fría o el fustigamiento con primitivos látigos de esparto, material obtenido de los matojos que poblaban aquellos cerros y que también usaban para fabricar ellos mismos las hondas, siguiendo asimismo el atávico saber de los pastores.

    Ángel y Eladio se habían conocido de una forma curiosa. El padre de aquel, don Carlos Turbio, era terrateniente por herencia, y los miembros de la familia eran conocidos en el pueblo como «los señoritos», apelativo que enervaba hasta los tuétanos al pequeño Ángel. La enésima ocasión en que escuchó esa palabra como un insulto, bajando una cuesta a toda leche, recibió a su vez una pedrada en un radio de su bicicleta. Soltó la bici sin miramientos y salió corriendo hacia el pendenciero chaval que sonreía de medio lado de forma burlona, mirándolo. Era moreno y de piel oscura por el sol o por la roña. Ángel le lanzó un puñetazo nada más llegar, pero erró el ataque y el otro muchacho, mayor que él en edad y sobre todo en tamaño, lo derribó con una zancadilla y le pateó las costillas, a lo que Ángel respondió levantándose como un muelle y dándole al otro un cabezazo en la boca del estómago. Pero recibió un nuevo golpe, esta vez con el puño, y cayó de nuevo a los pies del zagal. Ese zagal era el Jero, aunque Ángel aún no lo conocía y lo detestó profundamente entonces, mientras lo veía alejarse entre risillas, y después también. Lo tuvo entre ceja y ceja mucho tiempo.

    Por entonces sus padres habían decidido construir una piscina, e hicieron abrir para ello un enorme socavón en el patio de la casa. También el muro que lo rodeaba iba a ser reedificado, así que lo habían hundido dejando espacio vano a la calle trasera, y ahora apenas se elevaba tres o cuatro filas de bloques de hormigón, algo así como un metro. Durante unos cuantos días Ángel había ido viendo cómo un chiquillo de su edad, pelirrojo y lleno de pecas, se apoyaba en ese murete, observando silencioso las evoluciones de los juegos de Ángel y sus hermanos. Al final terminaron hablando, tú que haces ahí, a ti qué te importa, vivo aquí, esta es mi calle, yo me llamo Ángel, yo Eladio, bueno mira, vente, estamos haciendo esto, con estas raquetas de tenis les metemos a toda hostia para arriba a las piedras estas del agujero de la piscina, si te pones luego la red de la raqueta en la cabeza no te pasa nada si te cae la piedra…, hasta que empezaron a aparecer en la puerta del domicilio paterno una serie de agraviadas mujeres del vecindario que intentaban tomar el fresco con sus familias, sentados todos a la puerta de sus casas. Ahí se acabó el juego y empezó la bronca de su madre.

    Pero fue mucho peor la bronca cuando, al siguiente verano, su madre descubrió las cacerías nocturnas de gatos en las calles del pueblo que emprendían Eladio, Jero y Ángel con sus rifles de plomos o balines: «Puedo entender algunas de vuestras travesuras, pero no que seáis así de retorcidos…». En realidad esos plomazos apenas herían a los felinos, pero esa no era precisamente la intención de los tres amigos, que, cuando no encontraban gatos o el mero brillo de sus ojos en la oscuridad, se detenían en las esquinas a practicar tirándoles a las salamanquesas que cazaban a su vez bichos a la luz de las farolas. También jugaban, luego por el día en el campo, a asustarse mutuamente disparándose balines un metro por encima de la cabeza, cuando uno de ellos se rezagaba en el camino de vuelta; o disparando a los pies, como en las películas de vaqueros: ¡baila!, ¡baila para mí! Los balines siseaban en la quietud de la tarde de verano y se perdían en el aire, o bien se alojaban justo delante, en la tierra del camino. Alguna que otra vez se daban un plomazo más o menos involuntariamente, o bien a conciencia se disparaban al culo o a las piernas trocitos de chicle metidos en el orificio de la carabina de aire comprimido. Sobre todo estas violencias eran la culminación de la inquina entre los dos hermanos, Eladio y Jerónimo, que eran distintos en muchas cosas, uno pelirrojo y el otro moreno, uno más introvertido y el otro dicharachero… y se peleaban abiertamente por quién era el mejor amigo de Ángel, que contemplaba, un poco aterrado y sin saber ponerles fin, los combates a pedrada limpia entre los dos hermanos, cada dos por tres, en los aledaños del pueblo, cuando volvían al caer la tarde.

    Ángel no había dicho nada, se había limitado a guardar un silencio cauto, el día en que con Eladio vino también el Jero, que resultaba que era su hermanico. Hicieron como que no había pasado nada. Y el odio, como había ocurrido antes con Alberto, su amigo del colegio, se convirtió con el tiempo en cercanía y hasta en devoción. Esto sería la historia futura de la vida de Ángel: siempre vería en los solares, en los pudrideros, en los barrios o poblados, entre la mugre los corazones brillantes, las flores sobre el estiércol, el improbable amor de putas o la imposible amistad de camellos: «He vendido hasta a mis padres —le diría un día a uno de esos amigos—, sabes que todo te lo di a ti, pero hoy no tengo para pagarte; la tarde es fría como tú, no puedes dejarme tirado así».

    Y así era ahora con Jero, esa fascinación por un nuevo amigo… Se hicieron uña y carne; Ángel iba a menudo a casa de Jero, que le presentó a su familia, a su madre, a su hermana —su padre se mantuvo hosco y distante—, y le enseñó sus cosas más preciadas, «sus mierdas», guardadas bajo la cama en una caja metálica de esas de dulce de membrillo.

    Lo mismo o algo muy parecido le ocurriría, trece años después, con Ricardo Ardiendo. Uña y carne, hueso y tendón, dos jóvenes en los huesos explorando los límites de la amistad: Ricardo, que sería su amigo del alma; Ricardo, con el que lo confundirían varias veces hasta concluir que eran hermanos gemelos; Ricardo, que lo acogería en su seno como a un pajarillo sangrante; Ricardo, al que acompañaría un fin de semana para acampar junto a un río —cuyo sonido de noche semejaría las conversaciones de mil voces de muertos— para que se desenganchara del caballo, infructuosamente; Ricardo, que justo después, volviendo de esa acampada en el autobús de línea, aceptaría para su sorpresa la sugerencia de Ángel:

    —Bueno… ha estado guay el finde —diría Ángel arrellanándose en el asiento.

    —Sí, pero yo el que viene me voy a ir a la playa, a las discotecas a partir el bacalao… ¿Vamos? ¿Le pillas el coche a tu viejo?

    —Bof, no puedo. Tengo dos exámenes. Y no tengo un puto duro… Díselo al Suso o a Pepe, que vendrán forraos de ordeñar tragaperras… A lo mejor te tienes que buscar otros amigos con más dinero, yo no puedo ir cada fin de semana a la playa ni a las discotecas. Y las mescalinas y las copas… Yo no tengo curro.

    Estos colegas de Ángel y Ricardo vivían como reyes en aquella época, vaciando de monedas las tragaperras marca Baby Boom de los establecimientos de toda la costa cercana. Solo podían ser de esa marca, porque eran las que tenían ese resorte oculto junto al conducto de salida de las monedas que los avezados mozos activaban con un boli, haciendo saltar la banca. Los propios Ángel y Ricardo habían participado en esa pequeña pero lucrativa delincuencia: Ángel, mayormente, tapando con su cuerpo las posibles miradas de los bármanes o los clientes. Cuando Ángel le dijo aquello a Ricardo, «a lo mejor te tienes que buscar otros amigos con más dinero…», pensaba que este rehusaría dejarlo en la estacada:

    —Vale. Además el Suso tiene coche.

    Y empezaba así otra de las etapas de soledad astronómica de Ángel.

    «Hoy me he encontrao que me dejó tirao mi amigo —se dijo al despertarse al día siguiente—, corre el aire…».


    En diciembre del invierno en que Ángel contaba once años, fue con su padre y unos amigos de este a cazar a la finca. Ángel disponía de una escopeta de calibre 20 que había pertenecido a su madre, pero casi nunca le acertaba a una pieza, aunque fuera una perdiz del tamaño de una morsa, y además el arma era de un solo cartucho, lo que mermaba gravemente sus opciones. Tampoco es que sintiera verdadero deseo de alcanzar con sus perdigones a algún animal, sobre todo desde que, meses atrás, un amigo de su padre lo había conminado a rematar a un conejo malherido de un golpetazo en la nuca con el canto de la mano derecha. Por supuesto necesitó varios golpes, que sonaron secos y sordos y potentes como petardazos en el silencio de los montes, solo rasgado por los chillidos de agonía del pobre bicho, que, con los ojos saltándole de las órbitas, se agitaba con violencia, sujeto de las dos patas traseras por la mano izquierda de un Ángel que, acto seguido, una vez muerto y quieto el animal, se puso a vomitar. A partir de ahí no se esmeraría tanto con la puntería, y empezó crecientemente a perder interés por la caza. Ese día de diciembre, se había descolgado del grupo de cazadores y se había ido alejando voluntariamente hasta dar con una zona recóndita del monte que ni él mismo conocía. Se quitó la gorra y, como un soldado que deserta, se dejó caer de hinojos sobre las matas de tomillo y mejorana, a sus pies. Luego se tumbó boca arriba y, distraído, se colocó la gorra sobre los ojos para sestear un rato al calorcito del sol de invierno; se cubría la cara para taparse la

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