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Los favoritos de Belona
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Libro electrónico901 páginas

Los favoritos de Belona

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Los favoritos de Belona es la continuación de Los olvidados de Fortuna. En esta nueva entrega vamos a tener mucha más acción, con varios frentes de la segunda guerra púnica abiertos en Hispania e Italia, lo que hace que la trama sea muy dinámica y rica en matices. También podremos saber qué ha ocurrido con nuestros personajes preferidos: Balkar, Corlis, Orla... y aparecerán algunos nuevos muy interesantes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2023
ISBN9788419999108
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    Los favoritos de Belona - Pedro López Aurrekoetxea

    portada.jpg

    Primera edición digital: noviembre 2023

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Imagen de la cubierta: Irene Pin

    Maquetación: Eva M. Soria

    Corrección: Míriam Villares

    Revisión: Isabel Bravo de Soto y Ana Briz

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2023 Pedro López Aurrekoetxea

    © 2023 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-19999-10-8

    Logo Libros.com

    Pedro López Aurrekoetxea

    Los favoritos de Belona

    A Izaskun Aurrekoetxea Arana, porque a todos

    los demás os encontré en la calle.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Primera Parte

    Normalidad democrática. Más o menos…

    Cazadores, presas y barcos que navegan por tierra

    Carretas, bueyes, estandartes y empalizadas

    Ejércitos que bailan y viajes que empiezan

    El cordero, los dioses y la ciudad de la bahía

    Campamentos, castigos y encuentros

    Uno más en la familia… Y uno menos

    De torres y centuriones

    Dos batallas por el precio de una

    Hannibal ad portas

    Cacerías, caídos, venganzas y plegarias

    Jugar de farol consiste en saber retirarse a tiempo

    Los comicios centuriados

    Segunda Parte

    La misión

    Juegos de espías

    La guerra hace extraños compañeros de cama

    La llave de Hispania

    Sangre y fuego

    Pacificaciones, fugas y coronas

    La marcha y el primer día

    El ascenso y el segundo día

    Otra excursión no deseada. Otro problema inevitable

    La yegua de Troya

    La colina

    El hilo que se corta

    El río y la valla

    Epílogo

    Nota del autor

    Glosario

    Mecenas

    Contraportada

    Primera Parte

    El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.

    William Faulkner

    Imagen

    Normalidad democrática. Más o menos…

    Roma, principios del 212 a. C. (541 a. U. c.)

    El funeral resultó bastante más aburrido de lo normal, los esclavos públicos cubrieron la entrada con una losa de mármol y en los próximos días se colocaría una inscripción adecuada a la dignitas del difunto. El Senado casi en pleno, al menos la parte que estaba en la ciudad de Roma, asistió al entierro, pues no todos los días se daba sepultura a un pontífice máximo. Lucio Cornelio Léntulo Caudino, cónsul, triumphator, censor y princeps senatus, además de sumo pontífice. Normalmente, la muerte de semejante personaje habría levantado gran revuelo, pero la Roma de aquel momento, si a algo estaba acostumbrada era a los funerales. Por tradición, el sepelio del presidente del colegio de pontífices corría a cargo del Estado, pese a que el difunto tenía fortuna más que de sobra para pagárselo, y por ello asistían los senadores, aunque solo unos pocos de los más viejos tenían verdadero aprecio por aquel anciano.

    Dos figuras del final del grupo se dieron la vuelta y echaron a andar sobre las piedras de la vía Apia de camino a la ciudad. Envueltos en sus togas negras, pese a la uniformidad, no podían parecer más diferentes. El uno era alto y delgado, sumamente atractivo, y andaba con pasos elásticos que parecían diseñados para hacer que la toga se balancease en toda su elegancia. El otro era más bajo y ancho de hombros y caminaba con los pasos firmes y seguros del militar, rígido y con economía de movimientos. Un observador inclinado a la poesía habría pensado en una garza y un cuervo que caminasen juntos. La garza se llamaba Publio Licinio Craso, el cuervo era Publio Cornelio Escipión.

    —Nunca entenderé esa manía que tenéis los Cornelios de que os entierren sin incineraros. Con lo que viste eso un buen funeral —dijo la garza.

    El cuervo se encogió de hombros.

    —Es una tradición como otra cualquiera.

    —Se me va a hacer raro verte con tu toga praetexta, edil.

    La última palabra iba cargada de retintín. Publio Cornelio se había presentado a las elecciones de edil curul, a pesar de ser casi quince años más joven de lo que la tradición prescribía, lo que había despertado las iras de sus rivales para el cargo.

    —Si los quirites son unánimes en su deseo de nombrarme edil, entonces soy lo suficiente mayor.

    Craso imitó la profunda voz de su amigo, que había argumentado eso mismo en pleno foro el día de las elecciones, radiante en su toga cándida. A los electores les había encantado y todas las tribus habían votado a su favor. El joven Escipión había comenzado a ganar fama militar por su valor y, lo que es más importante, el pueblo había empezado a verlo como a alguien afortunado, tras sobrevivir a desastres como Cannas sin menoscabo a su honor y cosechando honores militares en cada encuentro que había disputado. Valiente, afortunado y honesto, el nombre de Publio Cornelio Escipión iunior comenzaba a brillar por méritos propios más allá del lustre que le daba el nombre de su familia.

    El cuervo rio ante la imitación de sí mismo que hacía su amigo.

    —Yo no hablo así —dijo, fingiendo una seriedad que estaba lejos de sentir.

    —Claro que hablas así, por eso te molesta.

    Siguieron en silencio y cruzaron la puerta Capena, entrando en la ciudad propiamente dicha; ambos ricos aristócratas vivían en el Palatino y comenzaron el lento ascenso para lo que dejaron a su izquierda el Circo Máximo.

    —Me pregunto a quién elegirán los pontífices —dijo Escipión en tono pensativo—. ¿Has pensado ya tu voto?

    Craso sonrió y sus blancos y perfectos dientes brillaron por un instante antes de responder.

    —¿Y tú el tuyo?

    —Yo no soy pontífice… —respondió extrañado el cuervo.

    —Cambiaron la ley hace unos años —dijo la garza—. Lo que pasa es que ese viejo de Cornelio Léntulo ha vivido tanto que la gente lo ha olvidado. El nuevo pontífice máximo no será elegido por el colegio de pontífices —al que el propio Craso pertenecía como uno de sus miembros más jóvenes—, sino por el pueblo reunido en asamblea.

    Nada más decir esto, Craso le dio una palmada en el hombro a modo de despedida, le guiñó el ojo y torció camino de su casa. Escipión miró a su amigo alejarse mientras se preguntaba a qué venía ese feliz aire de misterio. Se encogió de hombros de nuevo y siguió hacia su casa.

    El mayordomo abrió la puerta y, nada más cruzar el umbral, se deshizo de la toga negra y se la dio al criado hecha una bola.

    —¿La dómina?

    —En su sala de estar, dómine.

    —Gracias.

    Cruzó el lujoso atrio de la casa en silencio: los suelos de mosaicos, las esculturas que decoraban el impluvium o los frescos de las paredes eran un monumento a la riqueza y al buen gusto. Nada de eso impresionaba a Publio Cornelio, que se había criado entre ese lujo y para él gozaba de la irrelevancia de lo cotidiano y, a pesar de todo, solo había sido el guante de seda que había cubierto el puño de hierro de sus padres, romanos hasta la médula que, pese a su gusto artístico, habían criado a sus hijos con disciplina espartana. Dos puertas y un corredor se abrían en la pared opuesta a la entrada, pasó ignorando las estancias laterales (comedores y habitaciones de invitados) y se dirigió hacia la sala de estar de su esposa. Se disponía a llamar cuando la puerta se abrió, una de las esclavas personales de su mujer reprimió un respingo al toparse con el dómine vestido con la sencilla túnica de luto. Este sonrió y se llevó el dedo a los labios, indicando silencio, la esclava agachó la cabeza, reprimiendo una sonrisa, y se escabulló. Parado en el umbral, Publio Cornelio observó a su esposa. El matrimonio entre familias patricias se basaba en alianzas en las que el amor era irrelevante y solo los intereses políticos contaban, ni siquiera la procreación era necesaria, pues en Roma la falta de descendencia se podía arreglar fácilmente mediante la adopción, pero en este caso Publio se consideraba afortunado. Emilia Paula había traído consigo el lustre y la influencia de su familia, pese a la trágica muerte en combate de su padre, una dote considerable y una estirpe de reconocida fertilidad, pero, además, la amaba. La joven matrona yacía tendida en un diván y sujetaba un rollo de papiro en las manos que leía atentamente. Nada de telares para su Penélope. Enfundada en un vestido amplio de lino rojo, una larga pierna morena escapaba por la abertura lateral, el pelo, abundante, estaba recogido en un elaborado moño del que un mechón escapaba con estudiado descuido a lo largo de la sien y le rozaba el hombro desnudo. Dos sencillas perlas le decoraban las orejas.

    Una ráfaga de aire otoñal se coló por la puerta abierta y la lectora levantó la vista, molesta, molestia que desapareció al ver a su marido en la puerta.

    —¿Qué haces ahí como un pasmarote? Pasa y cierra la puerta, que hay corriente.

    —Sí, dómina —respondió con una carcajada el aludido. Cerró la puerta y observó a su mujer una vez más, esta había soltado el rollo de pergamino, que se había vuelto a enrollar sobre sí mismo. Sonrió, imaginando qué pensaría Quinto Fabio Máximo o alguno de esos estirados tradicionalistas si vieran a una mujer leyendo tendida en un diván, pero esas convenciones sociales no afectaban a la joven matrona, que había abrazado el paso de la custodia de su difunto padre a la custodia de su marido con la conciencia de quien se sabe dueña de sí misma. En cualquier otro caso eso habría producido tensiones familiares y habría traído la infelicidad al joven matrimonio, pero Publio Cornelio Escipión era uno de los pocos en Roma que disfrutaba del hecho de tener una mujer que fuera un reto intelectual y una compañera, además de tener una dignitas lo suficientemente alta como para ignorar el qué dirán.

    —Es una pena que sea un color de luto y mal agüero, porque te sienta bien el negro.

    Publio Cornelio se miró y frunció el ceño, no muy convencido.

    —¿Cómo ha ido el funeral? —le preguntó Emilia, siempre interesada en los asuntos públicos.

    —Aburrido. Ese viejo carcamal ha sido monótono hasta para morirse —respondió mientras se sentaba a los pies del diván que ocupaba su esposa.

    —¿Sabes ya a quién vas a votar para sustituirlo?

    —Vaya, está claro que soy el único que no recordaba que se elegirá a su sustituto en asamblea.

    Emilia se echó a reír y el mechón suelto le cayó sobre la cara, lo apartó con un bufido y preguntó:

    —¿En qué ilustre compañía me acabo de colocar con esa pregunta?

    —Publio Licinio Craso.

    —Vaya, ilustre sin duda —Emilia sonrió—, y atractiva, sería un guapo y joven pontífice máximo.

    —Vaya, ¿me ha salido un competidor? —preguntó Escipión, haciéndose el ofendido.

    —No, tú no eres pontífice, no puedes presentarte —le respondió su esposa evasiva.

    El joven se echó a reír.

    —¿De verdad crees que se presentará al cargo?, ni siquiera ha sido edil.

    —¿Y por qué no? Tiene antecedentes, es de buena familia, rico, progresará en el cursus honorum y tiene fama de piadoso. Sus colegas nunca lo elegirían, pero el pueblo es el que vota y ama a los jóvenes audaces, como a cierto edil que conozco —dijo esto último esbozando una sonrisa seductora.

    Publio, que tenía la mano izquierda apoyada en la pantorrilla de la joven, la deslizó pierna arriba por debajo de la falda mientras se inclinaba sobre ella, esta levantó la pierna, le plantó el pie en el pecho y lo paró en seco.

    —Quieto ahí, sátiro. Me temo que tienes trabajo que hacer. Ha llegado correo hoy y te está esperando en el tablinum.

    —Que espere —dijo el frustrado marido, tratando de proseguir en su avance, pero la pierna de su esposa se mantuvo firme.

    —No —sentenció—, mientras tu padre esté en Hispania estás in loco parentis y te corresponde atender a los asuntos de la familia. Yo me encargaré de ordenar la cena y después de eso, si quieres, podremos retomar la conversación por donde la hemos dejado.

    Desistió el joven patricio y se puso en pie.

    —De acuerdo, tú ganas, como siempre, pero déjate ese vestido puesto —dijo, mirando la pierna que asomaba bajo el lino.

    —No te preocupes, es todo tuyo para quitármelo, pero primero el deber y luego el placer.

    Escipión dejó a su mujer con su lectura y entró en su despacho, el de su padre, en realidad. Varios rollos de pergamino lo esperaban en la mesa, inspeccionó los sellos y desechó varios de ellos, entonces, dejó las cartas a un lado, informes de administradores, capataces y demás papeleos ya los leería mañana. Dos cartas quedaron sobre la mesa, una era de su antiguo camarada de armas Apio Claudio Pulcro, que se había pasado en Sicilia un par de años como gobernador desde que había sido elegido pretor. Tras la muerte del viejo Hierón, la situación se había ido deteriorando rápidamente. Hacía un par de meses el Senado había mandado a Marcelo con cuatro legiones, nada más llegar y haciendo gala de sus dotes diplomáticas, la Espada de Roma había ejecutado a dos mil rebeldes siracusanos, lo que, como era de esperar, había sido como apagar un incendio con aceite caliente.

    … La situación aquí marcha mal —continuaba la carta—, las murallas de Siracusa son formidables ya de por sí, pero es que además cuentan con un arma secreta que ha desbaratado todos nuestros intentos de tomarlas por asalto. Esa arma no es otra que un viejo filósofo, un tal Arquímedes. Tanto Marcelo como yo éramos optimistas con nuestras posibilidades y planeamos un asalto simultáneo por tierra y mar. Yo me encargué del asalto terrestre y Claudio Marcelo del marítimo. Nuestra superioridad en este último medio era aplastante, así que contábamos con el éxito, pero ninguno sabíamos que ese maldito viejo nos tenía preparadas unas sorpresas. La aproximación por tierra resultó un desastre. Los siracusanos, bajo la dirección de Arquímedes, tenían el terreno medido y nos fueron castigando con todo tipo de catapultas de tiro parabólico. Cuando los supervivientes llegaron al pie de las murallas, descubrieron que lo peor estaba por llegar, pues habían abierto aspilleras al pie de estas desde las que hicieron fuego directo sobre los asaltantes, que tuvieron que retirarse con grandes bajas. Según supe después, en el mar nos fue incluso peor.

    Nuestros ingenieros habían modificado varios de nuestros navíos para montarles encima torres de asedio uniendo dos de ellos por las bordas para así poder soportar el peso de las torres, de esta manera nuestra infantería podría desembarcar justo sobre las murallas y tomarlas por asalto. Bien, esta era la teoría, pero me temo que nuestros ingenieros son niños jugando con palos comparados con ese maldito Arquímedes. Tras aguantar el tremendo castigo de catapultas y balistas, nuestros buques llegaron al pie de las murallas marítimas dispuestos a comenzar el asalto, pero no llegaron ni a intentarlo. Los siracusanos habían construido una especie de grúas que, a base de cadenas y garfios, capturaron nuestros buques, los alzaron en el aire y los volcaron como lo haría un crío con sus juguetes. Te juro, Publio Cornelio, que, de no haber visto con mis propios ojos los restos de la batalla, no lo habría creído, pero así fue. Marcelo se vio obligado a suspender también su asalto y me temo que Siracusa tendrá que ser rendida por hambre.

    Entre tanto, y para no terminar con las dificultades, los cartagineses desembarcaron otro ejército en la isla bajo el mando de un tal Himilcón, hemos sabido que se trata de unos veinticinco mil infantes, unos tres mil jinetes y una docena de elefantes que, sumados a los siracusanos, nos complican bastante la situación, aunque no es desesperada, diez mil siracusanos que fueron a reforzar a Himilcón fueron sorprendidos por Marcelo y aniquilados, porque donde las dan las toman, pero aun así me temo que aquí la guerra aún va a durar un tiempo y ahora mismo estamos en un punto muerto. Mientras yo organizo el asedio, Marcelo trata de mantener a los cartagineses a raya, por suerte, el invierno va a darnos un respiro.

    En el apartado de buenas noticias, he hablado con Marcelo, que, pese a su mal genio, es un tipo razonable, y me ha dado dispensa para volver a Roma, quiero presentarme a las elecciones consulares. Creo que me he desempeñado bien como pretor y propretor a pesar de que Siracusa aún resista, pero se me asignó una provincia tranquila y casi desguarnecida, en cambio, me he encontrado un avispero. Esta situación es idónea para un tipo como Marcelo, así que con gusto se la dejo a él, yo prefiero encargarme de las cosas en Roma, así que allí nos veremos dentro de poco, si los dioses nos son propicios. Espero contar con tu voto.

    Un saludo de tu amigo.

    Apio Claudio Pulcro, agotado propretor.

    Escipión dejó la carta sobre la mesa. Las elecciones consulares serían en pocos días, así que el mensaje se había adelantado a su autor por poco. Tras la segunda batalla en Nola, Escipión, herido, había sido dispensado de servicio y había vuelto a Roma, donde su carrera política se encontraba aparcada. El salto hacia la edilidad había sido un acto impetuoso y que podría haberle salido caro. La tradición romana era clara en cuanto a la edad necesaria para cada cargo público, pero era eso, tradición, y ninguna ley en las tablillas le impedía presentarse antes de tiempo por mucho que patalearan los conservadores. Había apostado y había ganado y lo cierto era que, aunque no había tomado aún posesión del cargo, paladear el poder antes de tiempo, por bajo que este fuera, le había dado ideas que, aunque aún ni él mismo lo sabía, le llevarían pronto muy lejos, pero, por ahora, la carta de su padre lo esperaba. Rompió el sello y empezó a leer. Al cabo de un rato terminó la carta y se frotó los ojos. Había oscurecido y llamaron a la puerta.

    —Adelante.

    Un sirviente asomó la cabeza tras abrir.

    —Dómine, la dómina me pide que le informe de que la cena está servida.

    —Gracias, iré en un momento.

    El sirviente se retiró y Publio Cornelio fue apagando una por una las lucernas antes de salir y se dirigió al triclinium. Tres personas lo esperaban en el comedor, su madre y su esposa, sentadas recatadamente en sillas, y su hermano Lucio recostado en uno de los divanes. Escipión ocupó el locus consularis que presidía la cena y, mientras una esclava le quitaba las sandalias y le embutía los pies en cómodos calcetines de lana, se sirvió vino en una copa de cerámica.

    —He tenido carta del pater —anunció sin más preámbulo.

    Pomponia, poco sorprendida de que el rigorista de su marido escribiese a su hijo antes que a ella, alzó la vista y miró a su hijo mayor.

    —¿Todo en orden?

    —La guerra en Hispania va bien, aunque lenta, como en todas partes —dijo su hijo antes de callarse para darle un sorbo al vino, añadió un poco de agua y continuó—: Tras las victorias de los años anteriores, los cartagineses se han dedicado a consolidar sus posiciones y tratar de reforzar las alianzas con los pueblos iberos. El tío Cneo está recuperado de las heridas que sufrió y tanto él como pater están ocupados en asegurar lealtades y preparar las operaciones para el año que viene. Han mandado a unos centuriones a Numidia a negociar con uno de sus reyes, un tal Sífax.

    —¿Va a intentar robarle los númidas a los cartagineses? —preguntó Lucio incrédulo.

    Publio se encogió de hombros, dudando.

    —No creo que nuestro padre tenga demasiada fe en ello, si no, hubiera ido él mismo o habría mandado al tío Cneo, pero no está de más tratar de abrirles un nuevo frente en su casa a los púnicos.

    La conversación se vio interrumpida por la llegada de los esclavos, que traían la cena, lo cual permitió a Publio callarse algunos de los detalles más delicados de la carta de su padre. La posición de Roma en Hispania era sólida, pero como en casi todas partes, la guerra parecía haberse estancado. Tras seis años de combates, las arcas públicas estaban exhaustas y los hombres reclutables se estaban agotando. Las legiones empezaban a admitir a chicos de dieciséis años, e incluso menos, si eran capaces de levantar el escudo, y las habituales restricciones de renta se bajaban sin cesar o se ignoraban directamente. Su padre y su tío habían vencido a Asdrúbal Barca repetidas veces, pero todas se les había escapado y ahora, además, había otros dos ejércitos púnicos en Hispania, uno dirigido por Asdrúbal Giscón y otro dirigido por Magón Barca, al menos, pensaba con cierto alivio, este último no había podido acudir en socorro de Aníbal, que, pese a las derrotas que le habían infringido, distaba de estar vencido y devolvía golpe por golpe. Recordó a sus dos últimos clientes, un centurión y un decurión, dos años antes les había dicho que esa guerra terminaría mucho antes de que él tuviera edad para comandar tropas, pero lo cierto era que en ese momento empezaba a dudarlo.

    Se levantó temprano al día siguiente, despachó con los clientes de la familia a los que le tocaba atender en ausencia de su padre y a media mañana se vistió para ir al foro. Vestido con una simple toga de ciudadano, no podía vestir la toga praetexta hasta que no tomara posesión del cargo de edil, la única nota que rompía la blancura de la lana era la franja de cuatro dedos de ancho de púrpura sobre el hombro derecho, que denotaba su condición de senador. Hacía frío, pero las capas de lana de la toga era abrigo más que suficiente, así que ignoró las protestas de su madre, que vaticinaba fiebres y neumonías, se despidió de Emilia y salió a la calle. Bajó de la colina Palatina, cruzó la vía Sacra, dejando a su derecha el templo de Júpiter Stator, deidad esta última que no estaba haciendo un gran trabajo en los últimos tiempos como protector de los ejércitos de Roma. Alguien le tiró de la toga mientras miraba las columnas del templo, a sus pies, una mujer envuelta en harapos sujetaba a un bebé en brazos y otro crío mugriento se refugiaba tras ella.

    —Senador, ¿podría darme una moneda para alimentar a mis hijos?

    Roma, como toda ciudad, tenía una buena provisión de mendigos y pedigüeños, pero en los últimos tiempos a los descarados bribonzuelos o mutilados reales o fingidos se había unido una horda de refugiados. Huérfanos, viudas, lisiados de guerra y demás gentes habían buscado refugio tras las murallas de la urbe de la miseria y el miedo que Aníbal sembraba más allá de aquellas. Escipión miró a la mujer, bajo el pelo enmarañado y sucio se veían dos ojos oscuros y hundidos que brillaban de desesperación. Pese a los pómulos hundidos y el rostro famélico, se notaba que había sido bella, pero todo eso había pasado. Viuda, probablemente, una de tantas y con su casa y recursos quemados por un ejército de paso seguramente. El senador se llevó la mano con disimulo al cinto de la túnica del que colgaba su bolsa y sacó varias monedas que colocó en la mano de la mujer con cautela.

    —¿No tenéis familiares en la ciudad, nadie que os dé refugio?

    La mujer se guardó rápidamente las monedas, mirando alrededor con suspicacia.

    —Gracias, senador, y no, mi marido cayó en Cannas, era romano, pero mi familia es de Capua…

    Dejó las palabras en el aire y Escipión entendió, latina con familia en ciudad traidora, podía pasar a territorio cartaginés o buscar fortuna en Roma, pero Fortuna, como Júpiter Stator, llevaba ya varios años mirando para otro lado. Se recolocó los pliegues de la toga sobre el hombro izquierdo, se le hacía tarde, pero le sabía mal dejar a aquella mujer allí tirada.

    —Coge a tus críos y sube al Palatino, en casa de los Escipiones pregunta por Diákonos, el mayordomo, dile que te manda Publio Cornelio Escipión. Te darán de comer y un sitio donde estar, cuando vuelva esta noche veremos qué hacer contigo.

    —Gracias, dómine… Gracias…

    La mujer trató de cogerle la mano para besársela con los ojos inundados de lágrimas, pero Escipión, que odiaba las muestras de gratitud, se echó a un lado incómodo.

    —No es nada, y ahora, venga, tengo prisa.

    Y sin mirar atrás y visiblemente incómodo siguió su camino al foro. Cruzó frente a los destartalados y caóticamente distribuidos edificios y se encaminó al revuelo que había frente a la tribuna de los rostra. Tres individuos con togas cándidas, las togas brillantemente blanqueadas que vestían los candidatos a unas elecciones, discutían acaloradamente para regocijo de los habituales del foro que aplaudían o abucheaban con entusiasmo. Tras el vaticinio de su esposa y las bromas de su amigo Publio Licinio Craso, le sorprendió poco ver que era este último, radiante en su blanquísima toga, menudo contraste con la figura enlutada del día anterior, quien aguantaba las invectivas de Quinto Fulvio Flaco y Tito Manlio Torcuato, de avanzada edad y ambos excónsules y excensores que le afeaban su juventud, su inexperiencia y mil y un vicios sin darse cuenta de que le estaban regalando la elección. Craso aguantaba los insultos impasible y respondía con voz serena y bien modulada, sin alterarse, y poco a poco el pueblo se fue dando cuenta de que tenían ante sí a un perfecto, si bien bastante joven, pontífice máximo. No fue de extrañar que, horas después, cuando se terminó el recuento de los votos, Craso ganara casi por unanimidad.

    —Enhorabuena, pontifex maximus —dijo Escipión a su amigo en fingido tono solemne.

    —Muchas gracias, hijo mío —le respondió su amigo con igualmente fingida solemnidad.

    Rieron las dos jóvenes promesas y echaron a andar de vuelta a la ciudad, ya que los debates se celebraban en el foro, pero las elecciones se hacían en el Campo de Marte.

    —Esos dos abuelos no van a perdonarte que les hayas robado el puesto.

    —Que los zurzan, Roma está cansada de carcamales que tartamudean durante los rituales y los eternizan con su torpeza, es obvio que los dioses no están contentos con cómo estamos llevando las cosas. Pienso poner a trabajar al colegio de pontífices y de augures. Ya está bien de ostentar cargos sacerdotales solo para dar lustre a la familia, el destino de Roma está tan en nuestras manos como en las de los militares y no pienso descuidar ese deber.

    Escipión no respondió, no esperaba ese fervor religioso en su habitualmente alegre y festivo amigo.

    —Se terminó la relajación en las normas religiosas y a las vírgenes vestales se les acabó el vivir tan alegremente, no se van a producir escándalos durante mi pontificado, Publio Cornelio, eso te lo aseguro.

    —Eso espero… —respondió el aludido sin saber muy bien qué añadir.

    Craso se refería a los escándalos de impureza en las vírgenes vestales que habían sacudido a la urbe tras la derrota de Cannas. Incluso para los más descreídos, había supuesto una conmoción, las vestales eran las depositarias de la suerte de la ciudad y de su buen comportamiento dependía el destino de esta. Craso, como nuevo pontífice máximo, sería su pater familias y el comportamiento de las vestales era su responsabilidad.

    La pareja cruzó la puerta Fontinalis, que daba casi directamente sobre el foro, y se dirigió hacia la Domus Publica, la residencia del pontífice máximo, una de las pocas viviendas oficiales que había en Roma y que ahora era de Craso de por vida. Se trataba de una casona grande y fea, construida en piedra volcánica de un color gris negruzco, era casi tan vieja como la propia ciudad y se decía que en ella habían residido los reyes. Los romanos, enemigos de los cambios, la habían dejado tal cual en su exterior, pues, además de ser la residencia del pontífice máximo y de las vírgenes vestales, aunque en partes de la casa absolutamente separadas, por supuesto, era un templo consagrado, por lo que era una de las manifestaciones físicas de la mos maiorum, la costumbre de los mayores o constitución no escrita de Roma.

    —Siempre he pensado que es un sitio de lo más lúgubre —dijo Publio Cornelio, mirando la triste fachada desde fuera y contento de no tener que cambiar su luminosa domus por eso.

    —Solo por fuera —repuso Craso alegre—, que la fachada exterior sea intocable no quiere decir que por dentro no pueda reformarse. Tengo entendido que cada pontífice le ha ido añadiendo sus cosas. ¿Quieres pasar a verla?

    —No, gracias, te dejo que tomes posesión de tus dominios.

    Escipión estrechó la mano de su amigo y le miró a los ojos.

    —Suerte y cuida de nosotros, pontifex maximus —dijo antes de soltarle la mano y darse la vuelta.

    Craso se quedó con la duda de si en el hierro de los ojos de su amigo había mucha seriedad o mucha broma.

    Atardecía cuando llegó a casa, entre debates y elecciones el corto día invernal se había escapado y tenía ganas de llegar, quitarse la toga y descansar.

    —La dómina os espera, dómine —dijo Diákonos nada más franquearle el paso. El viejo mayordomo de los Emilios Paulos había venido a la nueva casa como parte de la dote de su esposa y Escipión no podía decir que le molestase el eficiente y discreto griego. Le dio la pesada toga y, vestido solo con la túnica, se dirigió a la sala de estar de su esposa.

    —Al final vas a coger algo malo —dijo Emilia Paula a modo de saludo al verlo entrar tan poco abrigado.

    —No empieces como mi madre, anda.

    —Cuando tiene razón tiene raz…

    Escipión le cortó la propuesta con un beso y Emilia lo empujó, haciéndose la ofendida, su marido se sentó a los pies del diván, como solía, y su esposa le puso los pies en el regazo.

    —Ya he visto que ahora acogemos a refugiados.

    Escipión, entretenido masajeando los pies de su mujer, dio un respingo, había olvidado completamente a la mujer de esta mañana.

    —¿Ha venido?

    —Sí, ha venido. Diákonos era reticente a dejarla entrar, pero tu madre ha intervenido, bajo esa máscara de hielo Pomponia tiene un corazón que no le cabe en el pecho y supongo que se ha imaginado que a ti te pasa igual. La hemos alojado con los sirvientes y le hemos dado trabajo en la cocina, el bebé es una niña y esperemos que salga adelante, el niño se ha comido media despensa una vez que le han dado un buen baño y le han quitado la mugre, ya le encontraremos ocupación, pero, Publio —dijo, cambiando el gesto—, entiende que no podemos dar refugio a cualquiera que lo pida.

    —Lo sé, pero no supe qué decir en su momento… —El rudo militar forzado a ser político se sentía visiblemente incómodo.

    Su esposa decidió no martirizarlo. Le puso el pie en el pecho como el día anterior, pero lo que aquella vez era un impedimento esta vez era una invitación.

    —¿Sabes que aún queda un buen rato para que esté la cena?

    Escipión reconoció la sonrisa pícara de la joven y no se lo hizo rogar dos veces, al fin y al cabo, tener que quedarse en Roma tenía sus ventajas.

    Roma, primavera del 212 a. C. (541 a. U. c.)

    A pesar de que la última parte de su propretorado en Sicilia se había visto empañado por el fracaso en tomar Siracusa, Apio Claudio Pulcro se hizo sin problemas con el consulado, con Quinto Fulvio Flaco como cónsul sénior. El veterano senador no parecía muy afectado con su derrota frente a Craso por el máximo pontificado y Apio Claudio se sintió relajado al tener a un tipo sereno y de experiencia probada como colega consular. Los pretores del año también resultaron una colección de tipos fiables, Cneo Fulvio Flaco, pariente del cónsul sénior, Cayo Claudio Nerón, Marco Junio Silano y Publio Cornelio Sila.

    —Me alegro de que ese tal Sila haya sido designado pretor urbano y tenga que quedarse en la ciudad —dijo Claudio mientras masticaba una aceituna—. No sé qué tienen en esa familia que me ponen nervioso.

    Claudio había ido a cenar con su esposa a casa de su amigo Escipión. Ambos hombres compartían camilla en el locus consularis con las mujeres sentadas frente a ellos. Pomponia, la madre de Escipión, se había excusado de asistir y Lucio, el hermano de Publio, andaba por ahí. La cena había transcurrido normalmente, en una casa más tradicionalista las mujeres se habrían retirado a otro aposento y habrían dejado a los hombres hablando solos, pero Emilia no era de las que dejaban su puesto así como así y su marido apreciaba su criterio y le gustaba que estuviera presente. Claudio, por su parte, era un heterodoxo al que le daban igual las convenciones sociales, así que no le importaba que las mujeres estuvieran presentes.

    —¿Qué tienen de malo? —preguntó Emilia, siempre interesada en esos temas.

    —En principio nada, pero tienen un algo que me pone nervioso.

    —No seas supersticioso. Son parientes nuestros… —intervino Escipión.

    —¿No lo somos todos? —bromeó Julia, la atractiva esposa de Claudio, y los cuatro patricios rieron.

    —Sí, bueno, algo más cercanos que el resto —continuó Escipión—. Pero es cierto que son una rama extraña de la gens Cornelia, tan pálidos, tan rubios o pelirrojos, la verdad es que parecen galos si no fueran por esas caras cuadradas y fieras que se gastan.

    —Bueno, sea como fuere, será pretor urbano, así que se queda en Roma, apáñate tú con él, querido edil —repuso Claudio, alzando su copa.

    Su esposa, una Julia de los césares, bella como la diosa Venus, de la que proclamaban ser descendientes, tomó el gesto literalmente y alzó su copa de vino, muy aguado como correspondía a las mujeres, mirando a su anfitrión.

    —Por nuestro flamante edil curul de veintidós años.

    Bebieron todos y el homenajeado dejó su copa sobre la mesa un tanto incómodo con los halagos.

    —Bueno, no voy a presumir de ser edil estando al lado de un cónsul.

    —Sabes que no es por el cargo, yo tengo cuarenta años —dijo el citado, aunque aparentaba muchos menos— y he sido edil, pretor y gobernador, todo ello in suo anno, ni un día antes. Ahora que estamos en confianza, ¿se puede saber qué te dio para presentarte, a tu edad?

    Tres pares de ojos se fijaron en él y se tomó su tiempo para contestar, tanto Claudio como Emilia lo conocían lo suficiente para no sorprenderse de como cambió su gesto, pero Julia no lo conocía tan bien y tuvo que hacer gala de toda su buena educación para contener un gesto de sorpresa. Ante ella Escipión pareció envejecer… No, esa no era la palabra, madurar, hasta sobrepasar a su marido, a pesar de sus veintidós años, su aspecto anodino y sus ojos ligeramente saltones, el joven Cornelio Escipión pareció sobrepasarlos a todos en sabiduría y llenar la habitación con su mera personalidad.

    —No lo sé —dijo tras un corto silencio que sin embargo se había hecho muy largo—. La verdad es que no lo sé. Cuando vi a los candidatos sentí que eran hombres sin sustancia, incluso mi colega, Cetego, es un hombre de paja que solo está ahí por su apellido y su fortuna, y yo estoy cansado de esperar mi momento. Cansado de ser demasiado joven y de ver como hombres que no se merecen sus cargos llevan a la República a su perdición solo porque tienen la edad adecuada en el momento adecuado. Creo firmemente en la mos maiorum, pero a veces es un corsé que nos limita. Me siento en una túnica que me va pequeña, a mi edad, Alejandro había derrotado a los persas en Gránico y aquí estoy yo encargado de organizar unos juegos y vigilar los pesos y medidas en el mercado…

    —Vamos, vamos, ¿no te estarás comparando con Alejandro de Macedonia? —dijo Claudio en tono jocoso, aprovechando la pausa de su joven amigo.

    Solo Emilia se dio cuenta del brillo de ambición que había en los ojos de su esposo y realizó bajo la mesa el gesto contra el mal de ojo extendiendo el dedo índice y el meñique a la vez que elevaba una oración mental a Vesta, diosa del hogar, para que nadie más se hubiera dado cuenta. Pero nadie lo hizo.

    —No me comparo con nadie —dijo Publio, rebajando la tensión un punto—, pero lo cierto es que algo me empujó a actuar y actué, y me salió bien.

    Llegado a este punto, el aura desapareció tan rápido como había llegado y todos se relajaron imperceptiblemente.

    —Pues, desde luego, ha funcionado, aunque hay algunos de esos viejos tradicionalistas que no te lo van a perdonar. Creo que el rechinar de dientes de Fabio Máximo, protestando sobre los jóvenes que no respetan las tradiciones y todas esas cosas, lo ha escuchado Aníbal desde su campamento. En fin, no deja de ser una excentricidad, te servirá para hacerte un nombre por ti mismo. Organiza unos buenos juegos, gánate a la plebe y, cuando llegue el momento de presentarse a pretor —dijo, poniendo énfasis en «cuando llegue el momento»—, lo tendrás más que hecho.

    Todos aceptaron, o lo fingieron, las palabras del recién electo cónsul y la conversación derivó hacia otros temas, tales como la delicada situación en Sicilia, donde Marcelo se veía forzado a acudir a todas partes apagando fuegos, pero lo que a todos preocupaba era Aníbal y hacia Claudio se volvieron.

    —Dijiste que ese temible Sila será pretor urbano, pero ¿qué será de los otros pretores? —preguntó Emilia.

    —Hoy me he reunido con mi colega y tanto Cneo Fulvio y yo hemos esbozado el plan que presentaremos pasado mañana al Senado. Nerón tomará el mando de las dos legiones que ese inútil de Varrón tiene en Piceno —el rencor de Claudio por el cónsul derrotado en Cannas no había descendido un ápice como todos pudieron notar—, Flaco tomará las otras dos que hay en Lucera. Su labor será reclutar hombres hasta llevarlas a su plena fuerza y entrenarlas. Marco Junio Silano se encargará de las dos legiones que tenemos aquí acantonadas en Roma.

    —¿Y los ejércitos de los cónsules? —preguntó Escipión.

    —Para los cónsules —repuso Claudio, como señalando lo obvio y esbozando su más deslumbrante sonrisa—, Aníbal anda ocupado en Tarento, en el sur, y tanto Cneo Fulvio como yo hemos decidido que es hora de pasar a la ofensiva. —Alzó la mano, pidiendo calma, pues todos se habían tensado ante esta afirmación.

    »No, no vamos a ir a por Aníbal directamente, me gustaría estar tan seguro de mí mismo, pero no lo estoy. El objetivo es Capua. Alistaremos dos nuevas legiones para sumar a las que ya tenemos y pondremos cerco a la ciudad. Esos traidores han de pagar lo que han hecho y políticamente no podemos permitirnos que la segunda ciudad de Italia siga en manos de Aníbal.

    —No va a dejaros que se la quitéis así como así —dijo el edil.

    —Obviamente, pero si fuera fácil no tendría tanta emoción —dijo frívolamente—. Nuestra idea es circunvalar la ciudad —añadió, volviendo a la seriedad—. En campo abierto, solo Marcelo ha conseguido plantarle cara a ese púnico, pero nunca de manera concluyente, en donde sí hemos podido batirlo varias veces es en combates estáticos. La idea es fortificarnos y obligarlo a venir y, entre tanto, tendremos otros ejércitos a mano para acudir a reforzarnos. Y, si no viene, entonces, seguiremos teniendo Capua.

    «El plan es bueno», pensó Escipión, pero ¿no lo eran todos hasta que se ponían en práctica y dejaban de serlo?

    —¿Y en Sicilia?

    —Sicilia para Marcelo, ya está allí y ese hombre está en su salsa entre el caos y la adversidad. Una vez que consiga que el Senado le prorrogue el mando, no pienso volver a pensar en Sicilia y Siracusa en todo lo que dure mi mandato.

    —No te hará falta —dijo Escipión, que compartía la admiración de Claudio por el viejo y brutal Claudio Marcelo.

    —Y respecto a Hispania, tu padre y tu tío están haciendo un trabajo espléndido, así que, salvo que pidan lo contrario, el Senado los mantendrá allí. Nadie quiere irse a un lugar tan lejano e inhóspito.

    La conversación continuó un rato y vaciaron varias jarras de vino. Al final, Apio Claudio, borracho como una cuba, tuvo que ser ayudado por un par de esclavos para poder subir a la silla de manos que lo llevaría a su casa.

    —A lo mejor tendríamos que haber aguado un poco más el vino —se disculpó Emilia con Julia.

    La bella matrona se echó a reír despreocupada.

    —No te preocupes, mañana se pasará el día en el cubículo de dormir con resaca y jurando que no volverá a oler el vino en su vida, luego, pasado mañana, estará otra vez fresco como una rosa y preparado para dar guerra en el Senado.

    Ambas mujeres se despidieron con un beso y Publio Cornelio, apenas más sobrio que su amigo, la despidió con una inclinación de cabeza. Cuando se hubieron alejado, los jóvenes esposos se dirigieron a su dormitorio. Escipión se quitó la túnica, la lanzó a un rincón y se dejó caer en la cama. Emilia, sentada frente a un espejo de plata pulida, comenzó el laborioso trabajo de deconstrucción de su peinado.

    —Me alegro de que tengamos una pareja de cónsules bien avenida y con las ideas claras, además de un grupo de pretores competente para cubrirles las espaldas. Quizá haya llegado el momento en que cambie la suerte de la República. —Hizo una pausa mientras batallaba con una horquilla que se había quedado enredada en un mechón de pelo, una vez liberado el enredo, continuó—: Y Julia es increíble, ¿cuántos años tiene?, ¿treinta, treinta y dos? Y tres hijos… Definitivamente, esos Julios descienden de Venus, cómo se conserva. ¿Sabías que…? —Un profundo ronquido la interrumpió, Emilia se volvió y vio a su marido tendido en la cama con los brazos en cruz y durmiendo a pierna suelta. Negó con la cabeza, terminó de prepararse para dormir y se metió en la cama—. Hombres… —suspiró y sopló la llama de la lucerna.

    Cazadores, presas y barcos que navegan por tierra

    Tarento, principios del año 211 a. C. (541 a. U. c.)

    Mientras en Roma el sumo pontífice era enterrado y se celebraban sus múltiples procesos electorales, en el sur de la bota italiana Aníbal había pasado el invierno en las cercanías de Tarento. La antigua colonia espartana, con su excepcional puerto, continuaba leal a Roma y en un principio se había temido por su seguridad, pero el cartaginés había pasado el invierno sumido junto a su ejército en una soporífera calma, lo que había relajado un poco los ánimos de todos, en especial, de la tensa guarnición romana, que llevaba todo el invierno durmiendo sobre las armas. Nada de esto parecía preocupar en exceso a Filomeno, un noble tarentino que, como cada tarde, había salido a cazar, deporte este que le apasionaba y en el que demostraba una particular habilidad.

    —Soy el favorito de Artemisa —solía bromear con los guardias romanos de la puerta cada tarde al salir de caza.

    —Se dice Diana, maldito griego —devolvían estos la broma, acostumbrados al ir y venir del cazador que, además, siempre les dejaba alguna de sus presas para aliviar la monotonía del rancho.

    Esa tarde la caza había sido buena. Filomeno venía satisfecho sobre su montura, sujetando su larga jabalina de caza. Tras él, dos sirvientes también a caballo guiaban dos mulas pesadamente cargadas con dos enormes jabalíes mientras los perros correteaban alegres y agotados alrededor de la partida de caza.

    —Aquí llega el favorito de Diana —dijo el optio que comandaba la guardia de la puerta secundaria que el cazador siempre usaba para ir y venir—. Veo que no ha ido mal la jornada.

    El confiado romano se acercó a su amigo, al que saludó con una palmada en el cuello del sudoroso caballo.

    —No ha ido nada mal, no. Dos hermosas bestias, las pobres mulas vienen agotadas.

    El optio se acercó a las mulas curioso por observar los trofeos. Los otros dos legionarios, apoyados en sus escudos, sonrieron ante la promesa de carne en el rancho del día siguiente. Las piezas venían cubiertas con sendas mantas de arpillera, solo las pezuñas eran visibles y el romano levantó una de las esquinas para observar con detalle, abrió la boca del jabalí y estaba admirando los enormes colmillos del animal cuando le pareció oír un ruido extraño entre la maleza a los lados del camino.

    —¿Qué es ese ru… —Se le cortó el aliento y la frase al sentir un golpe seco en la espalda a la par que una súbita punzada de dolor le atravesaba el cuerpo. Miró hacia abajo y vio incrédulo como la punta ensangrentada de la jabalina de caza de Filomeno le asomaba por el pecho. Manoteó intentando agarrarla, pero su dueño la extrajo de un tirón, entonces, el desventurado optio cayó de bruces y se ahogó en su propia sangre.

    Los sobresaltados guardias trataron de levantar sus escudos, pero una flecha surgida de la maleza se clavó en el ojo de uno de ellos y lo mató en el acto. El segundo fue lo suficientemente rápido para alzar su escudo y consiguió parar dos proyectiles, pero dejó su flanco descubierto a Filomeno que, con la habilidad del cazador, lanzó la ensangrentada jabalina, que se clavó en el costado del guardia, esta le atravesó los pulmones y el corazón. Mientras sus sirvientes calmaban a las monturas y las echaban a los lados para despejar el estrecho paso, una serie de figuras salieron de entre la maleza y se materializaron a la luz de la luna. Filomeno distinguió al primero de ellos, se trataba de un tipo alto y fuerte con dos largas trenzas rubias que le caían a los lados de la cabeza casi hasta la mitad del pecho, una espesa barba rubia le cubría la cara. Bajo dos tupidas cejas, igualmente rubias, brillaban dos ojos azules como el hielo. Se cubría con una de esas espectaculares cotas de malla que confeccionaban los celtas y empuñaba una larguísima espada al final de unos brazos de piel tan blanca que parecían de mármol. El tarentino se alegró inmediatamente de que semejante bárbaro y los otros treinta de similar aspecto que lo acompañaban estuvieran de su parte.

    El galo giró el cadáver del optio con el pie y lo dejó tendido bocarriba, acto seguido, asintió satisfecho, mirando a Filomeno. El griego pensó automáticamente en un mastín que aguardase una orden de su amo y trató de recordar su nombre mientras desmontaba.

    —Bien, Mael, ya conoces el plan, recorred las murallas hacia la puerta Treménida y degollad a los guardias, yo esperaré aquí con mis hombres a que lleguen los demás.

    El mastín galo, que hablaba algo de griego, asintió y, sin mediar palabra, hizo una señal a sus hombres, que lo siguieron en silencio como sombras; se dividieron en dos grupos de quince. Mael, con uno de ellos, subió a las murallas por una escalera que había nada más cruzar el portillo y comenzaron a correr por el adarve mientras los otros quince hacían lo propio al pie de la muralla. Los soñolientos guardias que había a lo largo de la muralla, que estaban a punto de terminar su turno de guardia, fueron degollados y arrojados por el adarve sin miramientos. El grupo que iba por tierra llegó a la puerta y sorprendió al grupo de romanos que la guardaban, se produjo un breve combate que terminó cuando los hombres de Mael bajaron de las murallas y sorprendieron a los legionarios, que trataban de defenderse cubriéndose las espaldas contra los muros. Una figura armada surgió del otro lado de la calle que daba a la puerta, los galos levantaron las armas, pero Mael les indicó que las bajaran. El tarentino, llamado Nico según le habían dicho, era uno de los hombres de Filomeno y tenía que encargarse del grueso del cuerpo de guardia que dormía en unos barracones cercanos y, a juzgar por su espada ensangrentada, había cumplido su parte. Asintió con la cabeza al galo y este, ayudado por dos de sus hombres, levantó la pesada tranca que bloqueaba las puertas de Tarento. Nico subió al adarve y agitó una antorcha en el aire. Era la señal convenida. Un jinete solitario surgió de los árboles. Llevaba la cabeza descubierta y una capa que parecía negra como la montura, el tarentino, que había bajado de las murallas, contuvo la respiración al reconocer al jinete. La luz de las antorchas reveló que en realidad el negro de la capa era púrpura, su dueño, ignorando al griego, fijó su único ojo en el galo.

    —¿Va todo en orden conforme al plan, Mael? —preguntó en lengua celta.

    —Sí, Aníbal —respondió el guerrero—, ambas puertas están aseguradas.

    Aníbal Barca asintió satisfecho, miró a Nico y cambió del celta al griego.

    —Ya sabes lo que toca ahora, guía a mis hombres.

    El general púnico alzó el brazo e hizo una señal, en un principio parecía que era al vacío, pero pronto cientos de siluetas surgieron de entre los árboles. Dos mil guerreros celtas, contrariamente a su costumbre, corrieron hacia la puerta en completo silencio y, aunque pocos en la ciudad lo sabían aún, el destino de Tarento quedó sellado.

    Marco Livio, de pie sobre el muro de la ciudadela, observó la ciudad entre los primeros rayos del sol. La ausencia de columnas de humo y gritos de pánico producto del saqueo confirmaba que los tarentinos habían pactado con los cartagineses. En medio de la noche, despertado por el tumulto, había tenido el tiempo justo de agarrar su espada y salir a la calle. Cortado el paso a la ciudadela por los guerreros galos de Aníbal, que mataban a todo aquel que encontraban a su paso, principalmente legionarios que trataban de huir para alcanzar el refugio de la acrópolis, Livio y un puñado de hombres se dirigieron al puerto interior y, a bordo de un bote que robaron, consiguieron alcanzar la ciudadela. El prefecto romano miraba el cadáver de un legionario que había estado a punto de llegar al muro, pero no había sido lo suficientemente rápido y yacía tumbado sobre un charco de su propia sangre. Un perro negro se acercó a hurtadillas y comenzó a lamer la sangre, lo que hizo al prefecto estremecerse ante el horrible presagio.

    —¿Prefecto?

    Livio se volvió, el centurión al mando de la guarnición de la ciudadela esperaba tras él en posición de firmes.

    —Centurión.

    El oficial pasó a posición de descanso y comenzó con su informe.

    —Ya hemos rearmado a los legionarios que consiguieron llegar antes de que cerráramos las puertas. Se ha redoblado la guardia en todos los accesos y en especial en los silos de grano y los aljibes.

    —¿Se ha mandado mensaje a Metaponto?

    —Sí, señor. Un jinete fue transbordado en una barca aprovechando la última oscuridad y ya está de camino, no debe de tardar mucho, de ahí informarán a Roma.

    —Bien, di a los hombres que descansen, dudo que los púnicos nos den mucho descanso.

    —Solo pueden atacarnos por aquí —dijo el centurión, señalando el estrecho istmo que unía la acrópolis a la ciudad; el resto de la ciudadela estaba rodeada por tres lados por acantilados que daban al mar, lo que la hacía casi inexpugnable y negaba el control del inmenso puerto de Tarento a los cartagineses.

    —Eso no quiere decir que no vayan a hacerlo —murmuró el prefecto Marco Livio, que volvió la espalda al centurión y se quedó mirando al perro que desayunaba la sangre del legionario muerto.

    Nada más amanecer, Aníbal había reunido a la población de Tarento en el ágora y se dirigió a ellos impresionándolos con su oratoria y su perfecto griego sin inflexiones. A su lado, unos pasos por detrás, estaba Sosilo vestido con su manto rojo e impresionante pese a su edad. El viejo lacedemonio era el toque especial que Aníbal quería dar a su discurso, Tarento era una colonia espartana, la única, de hecho, y los tarentinos llevaban con orgullo esa ascendencia. El púnico, mostrando abiertamente a su preceptor, pretendía mostrarse ante sus nuevos aliados como uno de los suyos. Sus palabras amables y la promesa de independencia frente a los romanos hicieron el resto. Los tarentinos señalaron con entusiasmo las casas y negocios pertenecientes a los odiados romanos, que fueron saqueados por los hombres de Mael y que se habían portado con excepcional continencia pese a su nefasta reputación. Ese anochecer, el jefe galo, junto con Nico, Filomeno y el propio Aníbal observaban los muros de la acrópolis. El istmo tenía menos de doscientos pasos de ancho y la muralla era alta y con torres cada pocos pasos.

    —Cualquier ataque frontal será un suicidio —dijo Filomeno.

    —Un puñado de hombres sobre esas murallas podrían defenderlas ante cualquier enemigo —añadió Nico desalentado.

    Aníbal no parecía muy preocupado y tenía una sonrisa misteriosa que, a pesar de la luz declinante, dejaba ver el brillo de sus colmillos.

    —En ese caso habrá que convencerlos de que bajen de ellas —dijo sin relajar esa sonrisa misteriosa.

    Filomeno y Nico no lo conocían y no supieron qué decir, pero Mael ya había visto esa sonrisa en otras ocasiones y se echó a reír. Una risa profunda y sincera, bárbara.

    Nada más amanecer, el día siguiente los tarentinos, protegidos por manteletes de los posibles proyectiles que les arrojase la guarnición romana, comenzaron a levantar un terraplén frente a los muros de la acrópolis. Trabajando con entusiasmo, las obras avanzaron rápidamente para consternación de los romanos y a mediodía quedó claro que las obras estarían terminadas antes de que se pusiera el sol.

    Marco Livio, ansioso por la impotencia, decidió desbaratar la impunidad con la que esos griegos traidores trabajaban frente a sus narices.

    —Centurión, ¿se sabe algo de Metaponto?

    —Recibieron nuestro mensaje y están preparando un convoy con refuerzos, provisiones y artillería. Deberían llegar mañana o pasado como muy tarde.

    —Ya… —Marco Livio se rascaba el mentón sin afeitar—. Pero para que lleguen tendremos que estar aún aquí dentro de dos días. —Golpeó con el puño la almena y bajó del adarve—. Prepare a su cohorte, vamos a hacer una salida y a quemar su maquinaria.

    El centurión asintió y comenzó a gritar órdenes. Rápidamente cerca de quinientos hombres aguardaban en columna frente a la puerta, tensos pero ansiosos por devolver los golpes sufridos y dispuestos a no dejarse cazar como conejos en una madriguera. Livio se colocó el casco y levantó el pesado escudo de infante. Hizo una señal con la cabeza a los legionarios que guardaban la puerta, que retiraron con cuidado la tranca que la bloqueaba. Echaron el pesado madero a un lado y aguardaron. El prefecto respiró hondo tres veces, miró a sus hombres, que esperaban tensos, volvió a mirar a los legionarios de la puerta y asintió. Los cuatro hombres tiraron de la puerta de doble hoja y la abrieron echándose a un lado. Sin necesidad de órdenes, la columna cargó a través de la entrada, aullando sus gritos de guerra. La columna romana cruzó a la carrera la corta distancia que separaba la muralla del parapeto a medio levantar. Livio, con el centurión a su izquierda, trepó en dos saltos y empujó con su escudo a uno de los sorprendidos trabajadores, que cayó al otro lado con un grito, un tarentino a su izquierda trató de golpearle con la azada que estaba empuñando, pero el romano fue más rápido y lo atravesó con su espada. Los legionarios sobrepasaron la obra a medio construir y comenzaron a masacrar a los trabajadores, que se defendían como podían. Los soldados tarentinos acudieron rápidamente al combate, pero el ímpetu de los legionarios los obligó a retroceder por la calle principal que daba al istmo donde se encontraba la ciudadela. Mientras el centurión repelía a los defensores, Livio, con la mitad de los hombres, desmantelaba las recién levantadas obras de asedio, acto seguido, los legionarios encontraron aceite y estopa y prendieron fuego a los materiales acumulados por los trabajadores. Satisfecho, el prefecto se acercó a la calle, sus hombres habían avanzado y adentrado en la ciudad a la vez que dejaban un rastro de cadáveres a su paso que el romano observó con satisfacción. Se acercó a uno de los muertos que aún tenía impresa en la cara la sorpresa que precede a la muerte.

    —Nadie se lo espera cuando llega el momento, ¿verdad, griego?

    Nada más decirle eso al muerto, Livio se detuvo. Miró a otro cadáver unos pasos más allá, el pelo moreno y la piel bronceada, vestido con una túnica y empuñando un kopis griego. Algo no cuadraba, buscó entre los cadáveres, pero todos eran similares, griegos, eran todos griegos de Tarento, pero él había tenido que huir hacía dos noches de una horda de celtas. Una bola helada de pánico se le empezó a formar en el estómago. Era una trampa, maldita sea, era una trampa. Se volvió desesperado, buscando a un corneta, pero no vio a ninguno. Así que trepó a un montón de piedras y comenzó a golpear el escudo con el pomo de la espada.

    —¡Retirada, rápido, dejad lo que estéis haciendo y volved a la ciudadela!

    Los legionarios lo miraron desconcertados. Algo en el gesto desencajado del legado les indicó que algo iba muy mal.

    —Tú —dijo, señalando con la punta de la espada a uno de los soldados que había más cerca. Iba a ordenarle que fuera a buscar al centurión y sus hombres y les ordenase que se retiraran, pero un ululante y bárbaro grito de guerra pareció salir por todas partes de las casas cercanas, entonces, comenzaron a salir galos que cogieron a sus hombres por sorpresa y empezaron a despedazarlos con sus enormes espadas, los demás, presas del pánico, corrieron en tropel hacia la puerta, donde casi se pisotearon mientras los galos caían sobre ellos. Ya en la puerta, Livio consiguió reunir en torno a él a media docena de hombres y plantaron cara, pero los galos, satisfechos, se detuvieron y retrocedieron lentamente. El prefecto miró hacia la calle por la que el centurión se había internado con la mitad de sus hombres por si llegaba algún fugitivo, pero allí los ruidos de lucha se fueron apagando poco a poco y pronto comprendió que ninguno de sus hombres volvería. Iba a ordenar a los legionarios que lo acompañaban que entraran cuando una solitaria figura avanzó por la calle. Se trataba de un galo enorme con dos gruesas trenzas rubias que caían sobre su impresionante cota de malla, el escudo, en el lado izquierdo, presentaba algunos golpes y salpicaduras de sangre. El brazo derecho, increíblemente musculoso, estaba cubierto de sangre, aunque no parecía suya, pero no fue eso lo que captó la atención de Marco Livio y sus hombres, sino la cabeza humana que sujetaba con la mano derecha.

    A unos treinta pasos el galo se detuvo, sonrió a los romanos, que pudieron ver sus blanquísimos dientes entre la tupida barba rubia, y les lanzó la cabeza, que rodó lentamente hasta pararse a un par de pasos del prefecto. Desde el suelo el centurión los miraba con un mudo reproche impreso en sus ojos muertos. El galo saludó de nuevo y volvió a la ciudad mientras los romanos supervivientes entraban en la ciudadela y atrancaban la puerta por dentro.

    En los días siguientes, los cartagineses continuaron los trabajos sin ser molestados mientras los romanos los vigilaban y miraban ansiosos hacia el oeste, en dirección a Metaponto, desde donde les habían prometido refuerzos y pertrechos. Al menos, entre que llegaban o no llegaban, al haber perdido casi la mitad de sus hombres, el resto tenían comida de sobra, se dijo el apesadumbrado Marco Livio, que se pasaba los días agazapado tras una almena observando como los tarentinos y sus aliados cartagineses terminaban de levantar el muro que los aislara de la ciudad. Para levantarlo excavaron

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