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Una temporada en el alambre: Un año con Bob Knight y los Indiana Hoosiers
Una temporada en el alambre: Un año con Bob Knight y los Indiana Hoosiers
Una temporada en el alambre: Un año con Bob Knight y los Indiana Hoosiers
Libro electrónico557 páginas

Una temporada en el alambre: Un año con Bob Knight y los Indiana Hoosiers

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MÁS DE 2 MILLONES DE EJEMPLARES VENDIDOS EN TODO EL MUNDO
EL SEXTO MEJOR LIBRO DEPORTIVO DE LA HISTORIA SEGÚN SPORTS ILLUSTRATED

Una temporada en el alambre narra el año que John Feinstein pasó siguiendo a los Indiana Hoosiers y a su apasionado entrenador, Bob Knight, que dio al autor un acceso sin precedentes a uno de los mejores programas universitarios del país. Feinstein lo vio y lo escuchó todo: entrenamientos, viajes, comidas, reuniones de equipo, sesiones de estrategia, conversaciones privadas, charlas en los tiempos muertos de los partidos…
Considerado uno de los mejores libros de deportes de la historia, este volumen captura a la perfección el drama y la presión del baloncesto universitario, y es, sin ninguna duda, el libro definitivo sobre Bob Knight, un personaje complejo y brillante que camina permanentemente sobre la delgada línea entre el genio y la locura.
Con más de dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, Una temporada en el alambre ha sido adaptado al cine y a la televisión, y sigue siendo una lectura obligada para aficionados a la canasta y para cualquier persona interesada en la psicología de la competición al más alto nivel.
IdiomaEspañol
EditorialContra
Fecha de lanzamiento14 jun 2023
ISBN9788418282935
Una temporada en el alambre: Un año con Bob Knight y los Indiana Hoosiers

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    Una temporada en el alambre - John Feinstein

    1

    EN EL ALAMBRE

    24 DE NOVIEMBRE DE 1985. Un día como cualquier otro de aquel otoño. La lluvia llevaba cayendo sin cesar toda la mañana y toda la tarde, y el viento les cortaba la cara mientras salían de sus coches y corrían hacia el calor del vestíbulo y, poco después, del vestuario. Era domingo. En seis días, Indiana empezaría su temporada de baloncesto y nadie relacionado con el equipo tenía ni idea de lo que les iba a deparar. Lo único de lo que todos estaban seguros es que sería imposible sobrevivir a una temporada como la anterior.

    El que mejor lo sabía era Bob Knight. La temporada 1984/85 había sido la más dura de sus veinte años de carrera en los banquillos. Nueve meses después de su noche de gloria como entrenador, había vivido su descenso a los infiernos. Había pasado de héroe olímpico a bufón nacional, de ser canonizado en los editoriales a convertirse en objeto de mofa en las viñetas.

    El verano de 1984, Knight había entrenado al que quizá fuera el mejor equipo de la historia del baloncesto amateur. El equipo olímpico estadounidense había destrozado a todos sus rivales camino a la medalla de oro en los Juegos. Y, sin embargo, debido al boicot soviético, Knight no logró sentir, ni siquiera en su momento de esplendor, una satisfacción completa.

    Había vuelto a su cargo de entrenador en Indiana y había pasado por su peor temporada. Sentó en el banquillo a los supuestos titulares, echó del equipo a su mejor reboteador y, en general, se comportó como un hombre que estaba hasta las narices de todo. Algunos de sus amigos le pidieron que lo dejara o que, al menos, se tomara un año sabático, pero Knight no podía dejarlo, tenía que demostrar a todos lo que valía… una vez más.

    A sus cuarenta y cinco años, Knight volvía a empezar. No desde cero, pero casi. El final de la anterior temporada le había enseñado que tenía que cambiar. Sabía que no podía tomarla con su equipo cada vez que fallaba. Sabía, desde luego, que no podía volver a lanzar una silla en medio de un partido como había hecho en febrero durante una derrota frente a Purdue. Tenía que trabajar más duro de lo que había trabajado en los años anteriores. Tenía que estar seguro de que aún quería seguir entrenando y actuar en consecuencia. Tenía que conseguir que su equipo jugara como había jugado durante sus seis años en West Point y durante sus primeros trece años en Indiana. Sobre todo, tenía que ser más paciente.

    Para Knight, esto último era lo más complicado. Bob Knight tenía muchas cualidades: era brillante, decidido, compasivo… pero no paciente. Sus explosiones verbales contra jugadores y árbitros en los partidos habían pasado a la historia. Para aquellos que le conocían, sus ataques de ira en los entrenamientos y en el vestuario eran materia de preocupación. Sus amigos temían que, tras el episodio de la silla, corriera la misma suerte que Woody Hayes, el entrenador de fútbol americano de Ohio State cuya carrera se vino abajo cuando, en un ataque de frustración, golpeó a un rival al final de un partido.

    Knight había acudido al entrenamiento del 15 de octubre deseoso de volver a empezar. Los jugadores y los entrenadores asistentes se dieron cuenta desde el principio de que estaba más dispuesto a enseñar, que pasaba menos tiempo charlando con sus amigotes en las primeras filas y más tiempo pendiente de lo que pasaba en la cancha. Se había armado de paciencia. Parecía entender que estaba ante un equipo joven, inexperto y frágil. Un equipo al que había que mimar y no hostigar.

    Sin embargo, ahora faltaban solo seis días para el inicio de la temporada. Cuando Knight miraba a la cancha, veía un equipo que no se parecía en nada a los grandes equipos que había entrenado a mediados de los setenta, ni siquiera al que había entrenado en 1981, cuando ganó su segundo campeonato universitario. No podían atacar desde la defensa como a Knight le gustaba. No intimidaban a nadie. Peor aún, pensaba, era un equipo fácilmente intimidable. Todos los días, llegaba al entrenamiento con la esperanza de que hubieran mejorado, buscando un milagro. Algunos días creía haberlo encontrado: Steve Alford era un tirador excelso, un jugador sólido que podía anotar ante prácticamente cualquier defensa. Daryl Thomas, un pívot de 2.01 metros, y Andre Harris, un ala-pívot de 1.98 fichado de un junior college1, eran unos atletas superlativos, dotados de una gran rapidez en las inmediaciones del aro. Rick Calloway, el delgadísimo jugador de primer año, algún día sería un excelente baloncestista.

    Sin embargo, todos ellos eran demasiado irregulares. Y el resto del equipo era demasiado joven o demasiado lento o demasiado pequeño. En general, era una plantilla tan vulnerable que a Knight le había llegado a obsesionar: no hay nada que le irrite más que dar una sensación de vulnerabilidad. El año anterior no solo se había sentido vulnerable, sino también batible, mortal, cuando su equipo acabó la liguilla de la conferencia Big Ten con más derrotas que victorias (7-11) por primera vez en catorce años. La NCAA había invitado a sesenta y cuatro equipos para el campeonato nacional, más que nunca en la historia. Indiana no estaba en la lista.

    Knight era incapaz de aceptar el fracaso. Cada derrota la tomaba como algo personal. Al fin y al cabo, era su equipo, sus jugadores, los que él había elegido y entrenado. Las victorias y los récords del pasado ya no servían de nada. Sabía que podía dejar los banquillos en cualquier momento y tendría un lugar garantizado en la historia de este deporte, pero eso tampoco servía. El fracaso, a cualquier nivel, acababa con él, especialmente en el apartado táctico, pues era la táctica lo que le distinguía de los demás, lo que le hacía especial, lo que forjaba su identidad.

    Y, por todo esto, este domingo feo y lluvioso, Knight estaba enfadado. Estaba enfadado porque su equipo era incapaz de disimular sus carencias en el entrenamiento. Incluso aunque siguieran todas sus instrucciones y las ejecutaran a la perfección, a este equipo no le daba para competir con los mejores. ¿Cómo era posible? Knight creía —y los resultados parecían darle la razón— que su manera de entender el baloncesto era la adecuada. Siempre se lo repetía a sus jugadores: «Seguid nuestras instrucciones, haced exactamente lo que os pedimos y es imposible que perdáis —insistía—, pero, chicos, tenéis que escuchar todo el rato lo que os digo».

    Y los chicos escuchaban. Eso, seguro. Pero no siempre asimilaban lo que oían y, a veces, aunque entendían lo que se les estaba pidiendo, no eran capaces de llevarlo a cabo. Eso es lo que le daba miedo —sí, miedo— a Knight de este equipo. Aunque hicieran todo lo que se les pedía, podría no bastar. Le gustaba la plantilla: en su opinión, no había ni un chico que no mereciera la pena en lo personal. Otra cosa era su potencial como jugadores de baloncesto.

    Aquel domingo, el jugador que más le estaba sacando de sus casillas era Daryl Thomas. Knight veía un enorme potencial en él. Thomas tenía lo que los entrenadores llaman «un cuerpo de un millón de dólares». Además de rápido, era fuerte y de espaldas anchas. Podía lanzar con ambas manos, y cuando entraba a canasta frente a hombres más grandes, siempre sacaba la falta.

    Sin embargo, Thomas no era de esos jugadores que se despiertan el día del partido y piensan en comerse al rival con patatas. Era un chico de clase media de Chicago, muy inteligente, pero también muy sensible. Las palabras de Knight solían hacerle daño. Otros jugadores de Indiana, por ejemplo, Alford, sabían que Knight podía soltar cualquier cosa por su boca cuando se enfadaba y la única manera de lidiar con ello era ignorar los insultos y quedarse con el mensaje. Dan Dakich, quien se había graduado la anterior primavera para convertirse en ayudante mientras completaba sus estudios, le había dicho al novato Calloway: «Cuando te llame gilipollas no le hagas ni caso, pero cuando empiece a explicarte por qué eres un gilipollas, tienes que ser todo oídos. Es la única manera de mejorar».

    Thomas no podía ignorar unas palabras y centrarse en otras. Todas le llegaban y todas le dolían.

    Knight no quería hacerle daño a Thomas. Quería convertirlo en mejor jugador, pero había acabado convencido de que tenía que hacerle daño para que mejorara de verdad. Era la misma táctica que había utilizado con Landon Turner, otro joven negro y sensible con un enorme talento. Turner, de 2.08 metros y ciento trece kilos de peso, había pasado en su tercer año de ser un jugador mediocre a convertirse en un jugador clave en el equipo que ganó el campeonato universitario en 1981. Ese verano sufrió un terrible accidente que le dejó en silla de ruedas. Knight, que llegó a colar un tampón en la taquilla de Turner, que le había insultado y le había llamado de todo durante tres años, se pasó los siguientes seis meses recaudando fondos para pagar los gastos médicos de Landon Turner.

    Ahora, tenía la esperanza de que el tercer año de Thomas fuera como el de Turner. Algunos días trataba de engatusarlo; otros, le gastaba alguna broma. Sin embargo, hoy estaba furioso con él. El entrenamiento no había ido bien: después de tres entrenos seguidos a alto nivel, el equipo parecía descentrado. Knight sabía que, en teoría, esto era inevitable, pero en la práctica le ponía al borde del ataque de histeria.

    Primero, le gritó a Thomas por no poner atención en el juego. Después, le sacó del partidillo y le mandó a una canasta aparte para que practicara con Magnus Pelkowski, un jugador de segundo año de 2.08 metros que no estaba entrenando con sus compañeros por una lesión.

    «Daryl —le gritó Knight cuando se dirigía hacia la canasta de Pelkowski —fuera de mi puta vista. Si eso es lo mejor que nos puedes dar después de dos días de descanso, no quiero ni verte. Olvídate de ser titular el sábado, ni lo pienses. Olvídate por completo. Si tenías alguna opción, la has desperdiciado hoy por hacer el puto vago. Eres tan malo, pero tan, tan malo… No sé qué te pasa por la puta cabeza. ¿Te parecí demasiado agresivo el año pasado? Ya me viste, me puedo comportar como un auténtico hijo de puta. ¿Quieres otro año igual? Mira, será mejor que te vayas de una puta vez».

    Cuando Knight se enfada, suelta palabrotas como si fuera una metralleta, es difícil registrarlas todas. Si está de buen humor, puede hablar durante horas sin usar una mala palabra. Cuando está de este humor, de cada dos palabras, una es un taco. Knight se volvió a sus ayudantes y añadió: «El puto Daryl Thomas. Ni le dirijáis la palabra. Llevamos tres años esforzándonos con ese hijo de puta. A partir de ahora, le utilizaremos para mejorar el rendimiento de Magnus. Al menos, él sí quiere jugar».

    Siguieron jugando sin Thomas. Al final, después de unos veinte minutos, le permitieron volver a la cancha, pero ya era demasiado tarde. Algunos jugadores reaccionan a los enfados de Knight con orgullo y juegan mejor. Thomas no es así: se tensa. Cuando Courtney Witte, un ala-pívot suplente con mucho menos talento que Thomas, le metió una canasta en sus mismas narices, Knight volvió a estallar: «¡Daryl, decídete, o juegas o no juegas! ¿Sabes que no has anotado una canasta bajo el aro desde que Jesucristo empezó a dar clases en Omaha? En todo el puto día no has hecho nada bueno».

    Thomas se marchó. Sus compañeros le miraron con pena, porque todos ellos habían estado en su lugar en algún momento. Especialmente, las estrellas del equipo; Knight rara vez se ceba con los suplentes. El entrenamiento duró dos jugadas más antes de que Knight volviera a estallar y les dijera a todos que se fueran con Thomas al vestuario. Knight estaba enfadado de verdad, pero también estaba jugando con su equipo. Era un juego peligroso, pero le llevaba funcionando veinte años: al presionarlos ahora, podrían reaccionar mejor a la presión de los rivales cuando hiciera falta durante la temporada. Sin embargo, este era un equipo frágil en una situación delicada. El del año anterior se había derrumbado ante la presión de Knight, y Knight lo sabía. Por eso, durante este otoño se había mostrado más comedido. Al menos, hasta hoy.

    En el vestuario, Knight les pidió a sus ayudantes que pusieran la cinta con la grabación del entrenamiento del día. Como es habitual cuando Knight está enfadado, empezó a invocar el pasado: «Me gustaría saber cuándo alguno de vosotros se va a hartar de esto, va a coger a alguien y le va a meter un puñetazo después de ver lo que estamos viendo. Quinn Buckner ya le habría golpeado a alguien. ¿Sabéis? Se hubiera levantado, sin más, y le habría metido un puto sopapo a cualquiera de vosotros. Los tipos con los que jugué en la universidad os habrían matado por jugar con esa actitud de mierda».

    Quinn Buckner había sido el capitán del equipo que ganó en 1976 el campeonato universitario. Era, con diferencia, el jugador favorito de Knight. Había sido un líder, un entrenador en la pista, pero nadie recordaba que hubiera golpeado a ningún compañero. En parte, porque si dos jugadores llegaban a enfrentarse en un entrenamiento, Knight les decía: «Si alguien quiere pelea, puede empezar conmigo». Y nadie quería líos con Knight.

    Knight se marchó hecho una furia, dejando que los ayudantes repasaran el resto de la cinta con los jugadores. El cuarto estaba oscuro, en un silencio casi total. Los cuatro ayudantes —Kohn Smith, Joby Wright, Royce Waltman y Ron Felling— empezaron a señalar los errores. Salvo Felling, todos habían vivido la pesadilla del año anterior y no querían que aquello se repitiera de nuevo. Sin embargo, nadie parecía estar escuchando mientras insistían en los bloqueos que habían hecho mal o en la falta de concentración de los jugadores. Todo el mundo en aquel cuarto sabía que Knight iba a volver. La mayoría de la gente se enfada, pega tres gritos y luego se calma. Knight, casi siempre, se enfada aún más.

    Por supuesto, a los cinco minutos ya estaba de vuelta. No se había olvidado de Thomas. «Daryl, eres un puto chiste de jugador —exclamó—. Tengo la misma confianza en ti y en tu juego que cuando eras un novato. No sé en qué putos líos te habrás estado metiendo estas dos semanas, pero ahora mismo eres un puto desastre. No pienso volver a sacarte en un partido ni aunque seas el último jugador que quede en el banquillo porque eres un puto desastre. Esto es ridículo. Os juro por Cristo que lo único que quiero hacer cuando veo esta mierda es irme a casa y echarme a llorar. ¿No lo entendéis, chicos? Quiero ver a Indiana jugar como si fuera una puta máquina. Quiero hacer de vosotros un buen equipo, tanto que me está volviendo loco. Me dan ganas de salir ahí y darle una patada en los morros a alguien».

    Fijó los ojos en Winston Morgan, un jugador de último año que estaba en el equipo sin beca. «¿Me entiendes, Winston?», le preguntó. Morgan asintió. «Y una mierda. Mentiroso hijo de puta. Muéstramelo en la cancha y entonces te creeré. Vengo aquí a entrenar y me encuentro con esto y solo me dan ganas de dejarlo todo. Irme a casa y no volver más».

    Knight se estaba empezando a quedar afónico de tanto gritar. Parecía ahogarse de la excitación. Dejó de gritar y puso la cinta. Solo una jugada. «Paradlo, paradlo —dijo Knight—. Daryl, mira eso. Ni siquiera te esfuerzas en bajar a defender. Eso me lo dice todo de ti, Daryl. Ahí fuera, el esfuerzo no va contigo. No trabajas, no corres. ¡Mira eso! Nunca aprietas cuando hace falta. ¿Sabes lo que eres, Daryl? Eres una puta nenaza, lo peor que he visto en este pabellón en toda mi vida. Una nenaza. Joder, tienes más talento que el noventa y cinco por ciento de los jugadores que he entrenado, pero eres una nenaza de los pies a la cabeza. Una puta nenaza. Ese es mi resumen de los tres años que has pasado con nosotros».

    Finalmente, mientras Thomas se aguantaba las lágrimas, Knight se volvió al resto del equipo. Durante los siguientes diez minutos, les llamó de todo, les gritó cuanto supo, les repitió que no podían ganarle a nadie. Insistió en que no se molestaran en venir a entrenar al día siguiente o al siguiente del siguiente. Le daba igual lo que hicieran. «Sacadlos de aquí —acabó pidiéndoles a sus ayudantes—. Sacadlos de aquí de una puta vez».

    Knight salió de nuevo a la cancha. Estaba agotado. Se giró hacia Kohn Smith. «Ve a hablar con Daryl», le dijo. Knight sabía que se había extralimitado con Thomas y, sin duda, se arrepentía de buena parte de sus palabras desde el mismo momento en que salieron de su boca. Pero ya no podía retirarlas. En cambio, mandaba a Smith, que era tan callado y educado como Knight podía ser gritón y cruel, para que hablara con él.

    Thomas estaba llorando. Smith le calmó. Thomas se enfrentaba al dilema que todo aquel que entra en contacto con Knight tiene que resolver tarde o temprano: ¿Merece la pena? ¿El fin justifica los medios? Sabía que todo lo que Knight quería era hacer de él un mejor jugador. Sabía que, si alguien le atacara, Knight sería el primero en defenderlo, pero ¿merecía la pena pasar por todo esto? Knight había mostrado su lado más cruel. Todo jugador que llega a Indiana sabe que tarde o temprano tendrá a Knight enfrente, fuera de sí y gritándole como loco. Algunos se van porque no les merece la pena, pero la mayoría se queda. Y gran parte de los que se van, lo hacen convencidos de que el método de Knight es el correcto. Pero ahora Daryl Thomas dudaba. Tenía que dudar y tenía que llorar, lo contrario no sería humano.

    La mañana siguiente volvieron a entrenar, aunque sin Knight. Se había quedado en casa para no volver a pasar por el trauma emocional del día anterior ni hacérselo pasar al equipo.

    Volvió al día siguiente y lo primero que hizo fue llamar a Thomas para reunirse con él en su oficina. Le pasó el brazo por el hombro y le pidió que se sentara. Le habló con calma y amabilidad. «Daryl, odio ponerme como me puse contigo el domingo, créeme —le dijo—. Pero ¿sabes por qué lo hago?».

    Thomas negó con la cabeza. «Porque, Daryl, a veces creo que yo tengo más ganas de que te conviertas en un gran jugador que tú mismo. Y eso me supera. Porque jamás llegarás a ser un gran jugador salvo que estés dispuesto a ello. De alguna manera, tengo que conseguir que sientas lo mismo que yo. No sé si mi método es el acertado, pero es el único que tengo. Sabes que ha funcionado con otros jugadores en el pasado. Inténtalo, Daryl, por favor, inténtalo. No te pido nada más. Si lo intentas con todas tus fuerzas, te prometo que merecerá la pena. Estoy convencido. No lo intentes por mí, Daryl, hazlo por ti».

    Thomas escuchó con atención. A diferencia de algunos jugadores que no acababan de entender a Knight, él sí le entendía. Esta era su manera de entrenar y no iba a cambiarla ahora. Thomas estaba pasando por la misma crisis emocional por la que habían pasado otros jugadores con talento a las órdenes de Knight. Uno en particular, Isiah Thomas (sin parentesco con Daryl) había salido del gueto de Chicago y había brillado durante dos años en Indiana, mostrando un enorme talento y una gran personalidad. Knight y él se pasaron los dos años peleando pese a que Thomas era la estrella sin discusión del equipo y siguieron con sus conflictos una vez Thomas se fue de Indiana para probar en la NBA.

    Una vez, en un clínic, alguien le preguntó a Isiah Thomas qué opinión tenía de Knight. «Hubo más de una ocasión —contestó Isiah Thomas— en la que, si hubiera tenido una pistola a mano, creo que le habría disparado… Pero luego había otros muchos momentos en los que lo único que quería era rodearle con mis brazos, abrazarle y decirle que le quería».

    Estas palabras, mejor quizá que ningunas otras, resumen la relación de amor-odio entre Knight y sus jugadores, incluso entre Knight y sus amigos. Conocer a Bob Knight es quererle. Y conocer a Bob Knight es odiarle. Como su visión del mundo y de todos sus habitantes es en blanco y negro, es inevitable que los demás tampoco vean grises cuando se relacionan con él.

    En menos de cuarenta y ocho horas, Daryl Thomas había visto el negro y el blanco. Había pasado por todas las emociones posibles. Ese sábado, en el primer partido de la temporada de Indiana, Daryl Thomas fue el mejor jugador del equipo. No lo hizo por Knight, sino por sí mismo. Ahora bien, solo se trataba de un partido. Aún quedaba por delante una larga temporada.

    2

    ESPLENDOR Y CAÍDA

    BOB KNIGHT PASÓ EL OTOÑO de 1985 haciendo repaso de todo lo que había pasado el año anterior. Lo bueno había sido tan bueno y lo malo, tan malo, que los recuerdos estaban aún vivos en su cabeza. Especialmente, lo sucedido en los Juegos Olímpicos, de los que podía recordar cada minuto, en parte por su memoria prodigiosa y en parte por el alivio que le suponía revivir de nuevo ese clímax final.

    El 10 de agosto fue un día caluroso en Los Ángeles. Caluroso, aunque agradable, como venía siendo habitual durante aquellos Juegos Olímpicos de Verano de 1984. El smog había desaparecido como por milagro, igual que los atascos interminables. En dos semanas, no se registró ningún problema grave de seguridad.

    Knight se despertó por la mañana con las sensaciones típicas de los días de partido: excitado, nervioso, tal vez más ansioso de lo normal, pues no se trataba de un partido cualquiera. Este partido, esta noche, era lo que llevaba esperando toda su vida.

    La noche en la que entrenaría a los Estados Unidos de América en el partido que decidiría al ganador de la medalla de oro olímpica. En las charlas a las que le invitaron después del triunfo, Knight repetiría a menudo: «Si no puedes luchar por tu país en una guerra, no se me ocurre un honor mayor que hacerlo en unos Juegos Olímpicos».

    Para Knight, un patriota de tomo y lomo, se trataba de mucho más que de un partido de baloncesto. Era la culminación de una cruzada que llegó a creer que nunca podría llevar a cabo. Aunque Knight tuviera una reputación establecida como uno de los mejores entrenadores del país, el mejor en la opinión de muchos, su polémico temperamento le había acarreado tantos detractores como admiradores.

    El hecho más controvertido de la carrera de Knight tuvo lugar en 1979, durante su primera experiencia como entrenador de un equipo internacional. Fue en Puerto Rico, donde llevó a los Estados Unidos al oro en los Juegos Panamericanos. Knight fue detenido por golpear a un policía portorriqueño, y los testigos del incidente, que se produjo durante una sesión de entrenamiento, coinciden unánimemente en señalar que fue el policía el verdadero responsable del altercado: se comportó con tal falta de educación y tal agresividad que prácticamente obligó a Knight a meterse en aquel lío.

    Knight tuvo que pasar por la humillación de salir esposado del entrenamiento, pero, probablemente, su condición de víctima se habría visto confirmada si se hubiera limitado a dejar hablar a los que presenciaron la pelea. Lo que pasa es que Knight no funciona así. Es completamente incapaz de dejar que las cosas se solucionen por sí mismas. Absolutamente incapaz. El vicepresidente de la Universidad de Indiana, Edgar Williams, uno de sus mejores amigos, describe mejor que nadie esta faceta de su carácter: «Bob siempre —y eso quiere decir siempre— necesita tener la última palabra. Y es esa última palabra la que le acaba causando todos los problemas».

    Puerto Rico fue el ejemplo perfecto de lo que Williams apuntaba. Incluso mucho tiempo después de dejar San Juan atrás, Knight seguía dándole vueltas al tema en charlas y conferencias. Dijo que le había hecho un calvo al país cuando despegó el avión de vuelta a casa, se recreó en todo tipo de bromas de mal gusto sobre Puerto Rico y, al final, la opinión pública se volvió en su contra: en vez de la víctima de un policía entrometido, se convirtió en el prototipo del Estadounidense Maleducado; no podía entender que tanta gente encontrara ofensivo su sentido del humor. Y como eligió no entenderlo, la persona a la que acabó dañando fue al propio Robert Montgomery Knight. Era como si quisiera testificar contra sí mismo después de que una docena de testigos ya hubieran demostrado su inocencia.

    Lo sucedido en Puerto Rico le hizo pensar a Knight que nunca sería elegido entrenador olímpico. En 1978, cuando se nombró al entrenador para 1980, él pensó que le darían el trabajo. Había llevado a Indiana al campeonato universitario en 1976 y su equipo había ganado sesenta y tres de sesenta y cuatro partidos en los dos años anteriores. Sin embargo, en una apretada votación que se fue a la segunda vuelta, el elegido fue Dave Gavitt, de la Universidad de Providence. Knight se quedó chafado con la noticia porque no había nada en el mundo que le motivara más que entrenar a Estados Unidos en Moscú —la sede de los Juegos de 1980— y darles una paliza a los rusos. Al final, Gavitt tampoco pudo disfrutar de su oportunidad.

    Como segundo en la lista de la elección olímpica de 1978, a Knight le encargaron entrenar al equipo estadounidense de los Juegos Panamericanos. Eso llevó al escándalo de Puerto Rico y al convencimiento posterior de Knight de que sus opciones de convertirse en entrenador olímpico se habían esfumado. Cuando el comité de selección se reunió en mayo de 1982, dos candidatos sobresalían por encima del resto: Knight y John Thompson, el entrenador de Georgetown. Hizo falta incluso una tercera vuelta, pero el comité eligió a Knight. Que le hubieran dado otra oportunidad a pesar de lo sucedido en Puerto Rico y de su reacción posterior lo decía todo de su talento como entrenador.

    Cuando Knight se enteró de que le habían elegido, llamó a tres personas: a Pete Newell y a Fred Taylor, sus mentores en el banquillo, y a Bob Hammel, el redactor jefe de deportes en el Bloomington Herald-Telephone, su mejor amigo. Los tres recuerdan la emoción que transmitía su voz aquella noche, una emoción poco habitual en alguien que rechaza todo tipo de sentimentalismos.

    «Estaba como un niño con zapatos nuevos —afirma Hammel—. Había pasado el día en una reunión de atletismo en Minneapolis y cuando llamé a la oficina, me dijeron que había llamado, lo cual tampoco era tan raro. Lo que sí era raro era que hubiera dejado el número de teléfono de su casa para que le llamara de vuelta. Normalmente, es muy reacio a darle su número a extraños, pero acababa de cambiarlo y quería asegurarse de que conseguía hablar conmigo. Cuando le llamé, lo primero que me dijo fue: No te vas a creer lo que acaba de pasar: me han nombrado entrenador olímpico. Yo sabía lo decepcionado que se había quedado en el 78 y sabía que estaba convencido de que lo sucedido en San Juan le iba a marcar para siempre. De hecho, ni siquiera tenía conciencia de que ese era el fin de semana en el que elegían al entrenador porque ni siquiera me lo mencionó. Lo mantuvo en secreto hasta el último momento».

    Con el trabajo ya bajo el brazo, Knight se centró en un solo objetivo: destrozar a sus odiados rusos para demostrar delante de todo el mundo que el baloncesto estadounidense estaba a un nivel y el del resto del planeta, a otro. Estudiaría a todos los rivales, así como a todos los jugadores seleccionables, elegiría a los doce que mejor se adaptaran a su manera de jugar y se dispondría no ya a ganar al resto de equipos, sino a destrozarlos.

    Eligió a tres amigos como ayudantes: C.M. Newton, de Vanderbilt; Don Donoher, de Dayton, y George Raveling, de Iowa. Lo organizó y preparó todo y siguió de cerca a todo jugador que destacara en el país.

    Knight parecía un general que preparaba la batalla definitiva. En el verano de 1983, cuando Donoher y Knight estuvieron en Francia con motivo del Europeo de Nantes, aprovecharon para hacer un viaje con el que Knight llevaba tiempo soñando. «Recogí a Bob en el aeropuerto —recuerda Donoher— y lo primero que me dijo era que teníamos que ir a la Bastoña (donde tuvo lugar la Batalla de las Árdenas). Teníamos que cruzarnos toda Francia para llegar allí, pero ni nos lo pensamos. Conocía carreteras que ni siquiera estaban en el mapa. De repente, decía: «Hay una carretera más adelante, a la izquierda, que Patton tomó de camino a…» y, por supuesto, ahí estaba la carretera. Cuando terminamos ahí, volvimos a cruzar Francia de vuelta porque estaba empeñado en ir a Normandía. Pasamos un día entero en Normandía. Creo que repasamos cada fusil, cada trinchera, cada cueva, cada trozo de alambrada… Era como tener un libro de historia al lado. Se lo sabía todo. Al final, en pleno atardecer, nos quedamos mirando la playa de Omaha. Bob tenía la mirada perdida. Echó un vistazo a su alrededor, luego puso sus ojos en mí y me dijo: ¿Te imaginas lo maravilloso que habría sido estar aquí, en un puesto de mando, durante el Día D?».

    Sin embargo, en el último momento, el destino y la política acabaron con los planes de Knight: los rusos, para vengarse del boicot de Jimmy Carter a los Juegos Olímpicos de 1980, decidieron boicotear a su vez los de Los Ángeles 84. Aunque la decisión se comunicó en abril, Knight se siguió preparando para enfrentarse a los rusos hasta el último día de julio en el que se cerró el plazo de inscripción. En palabras de Ed Williams, siempre a su lado durante este período, Knight había preparado el plan de batalla perfecto, había entrenado a sus tropas, tenía ya su espada levantada para liderar la carga y de repente vio que el enemigo ondeaba la bandera blanca. Jugarse las medallas contra Canadá y España en unos Juegos Olímpicos era un poco como darse un paseo en barco por la Bahía de Tokio justo después del lanzamiento de las bombas atómicas.

    En cualquier caso, Knight no bajó la guardia en ningún momento. Tampoco podía permitírselo: si, por cualquier casualidad, cometía un error y su equipo tropezaba contra España o Canadá o Alemania Occidental, sería incapaz de superarlo. Sabía hasta qué punto había sufrido Henry Iba, el entrenador del equipo olímpico de 1972, después de la sorprendente derrota contra los rusos en Múnich. Knight tenía a Iba por un gran entrenador y le respetaba enormemente. A Knight le dolían las críticas a Iba, que había conseguido sendas medallas de oro en 1964 y 1968. Se decía a menudo que estaba demasiado mayor para entrenar al equipo y que su conservadurismo le había costado a Estados Unidos la medalla de oro. A Knight le enfadó particularmente la derrota de Múnich porque estaba convencido de que les habían hecho trampas. ¡Les habían hecho trampas los rusos! Para el chico de Orrville, Ohio, eso era casi como presenciar una invasión soviética. Knight no puede tolerar ninguna clase de derrota a ningún nivel; caer en los Juegos Olímpicos habría acabado con él.

    Por eso mismo, exigió tal compromiso por parte de todos los participantes en el equipo olímpico que parecía que se fueran a enfrentar a un combinado formado por los rusos, los Boston Celtics de la época de Bill Russell y el equipo de UCLA liderado por Lew Alcindor. El proceso de selección, celebrado en abril en Bloomington en medio de la lluvia y el frío, duró una semana y fue de una exigencia brutal. Sesenta y seis jugadores tuvieron que jugar y entrenar tres veces al día en el oscuro y húmedo pabellón de la Universidad de Indiana, mientras Knight y sus ayudantes observaban desde lo alto.

    Los jugadores tenían que dejarlo todo en la cancha, hasta acabar agotados; al final de la semana, Knight sabía que tenía lo que necesitaba. Algunos se preguntaron por qué jugadores como Antoine Carr o Charles Barkley no habían pasado el corte, mientras Jeff Turner y John Koncak sí lo habían hecho. La respuesta era sencilla: aunque Barkley y Carr tenían más talento que Turner y Koncak, tenía dudas de que fueran a seguir a rajatabla sus órdenes. Knight no quería versos sueltos en su equipo olímpico.

    Pese a estas ausencias, al equipo se le caía el talento de los bolsillos: ahí estaban Michael Jordan, el saltarín de 1.98 metros proveniente de la Universidad de North Carolina; Patrick Ewing, el intimidante pívot de 2.15 de la Universidad de Georgetown; el imparable Wayman Tisdale, de Oklahoma, con sus 2.06 metros; Sam Perkins, el brillante compañero de Jordan en Carolina; Alvin Robertson, un especialista defensivo de 1.93 salido de Arkansas… y Steve Alford, el base de primer año que jugaba para Knight en Indiana. Alford era, probablemente, el mejor tirador del equipo y se ganó un puesto jugando más duro que nadie pese a su engañosa cara de niño bonito.

    Knight cogió a este equipo y le exigió más que a ningún otro que hubiera entrenado antes, lo que ya es decir bastante. Empujaba a los jugadores, los insultaba, les gritaba. A algunos nunca les habían hablado así en toda su vida. Ninguno, salvo Alford, se había visto exigido de esa manera. Algunos le odiaban por ello y maldecían el día que se presentaron a las pruebas olímpicas. Pero eso no iba a cambiar a Knight. Quería que cada uno de ellos entendiera que esta era una ocasión única en sus vidas y que tenían que entregarse al cien por cien. No quería medias tintas ni dejar ningún cabo suelto.

    Al final, el equipo hizo todo lo que Knight les había pedido. Arrasaron en una serie de nueve partidos amistosos contra jugadores de la NBA sin perder ni uno. La ronda preliminar de los Juegos —cinco partidos— fue una pura formalidad. En los cuartos de final, contra Alemania Occidental, ofrecieron su peor versión, pero ganaron por once puntos de diferencia. Destrozaron a Canadá en las semifinales, y se plantaron en la final contra España, un equipo al que ya le habían ganado por veinticinco puntos en la ronda previa.

    El equipo parecía imbatible, pero aquel último viernes aún se palpaba la tensión. El equipo estadounidense de hockey hielo había demostrado en 1980 que los milagros eran posibles; Knight no quería ni oír hablar de milagros. El salto inicial estaba programado a las siete de la tarde. El equipo llegó al Forum poco después de las cinco, pero se encontraron con un problema: Jordan había traído el uniforme de color equivocado y varios jugadores se habían confundido de ropa de calentamiento.

    «Cielo santo —exclamó Knight ante sus ayudantes—, estos chicos no están listos para un partido así. Solo están pensando en irse a casa mañana mismo».

    Donoher, escoltado por la policía, fue el encargado de volver a la Villa Olímpica, en la Universidad de California del Sur, para coger el uniforme de Jordan. Pese a revolver entera la habitación de Jordan, no consiguió encontrarlo por ningún lado. Al regresar al Forum, preocupado, el preparador físico Tim Garl le dijo que el uniforme estaba en recepción, pero que, como no lo habían reconocido, no le habían parado para dárselo.

    Aquello acabó con su paciencia. Donoher se puso como se habría puesto Knight en su lugar, lanzando obscenidades por todo el vestuario. Con todo, y pese a los problemas con el uniforme y la ropa de calentamiento, el equipo sí que estaba listo. Cuando Knight entró en el vestuario para su última charla prepartido, tenía preparada una arenga de lo más emotiva. Willie Davis, el exjugador de los Green Bay Packers, ya había charlado con los chicos poco antes, el último de una larga lista. Davis les recordó que lo más probable era que nunca volvieran a estar ante un momento más decisivo en sus vidas.

    Knight se dispuso a dedicarles unas últimas palabras de aliento, pero cuando se acercó a la pizarra, donde normalmente escribía los nombres de los titulares del otro equipo, se encontró una nota pegada. La había escrito Jordan. Decía: «Entrenador, después de toda la mierda por la que hemos pasado, hoy no vamos a perder ni de coña».

    Knight miró a los doce jugadores y se ahorró el discurso. «Vamos, a jugar», se limitó a decir. Mientras se dirigía a la cancha, Knight dobló la nota de Jordan y se la metió en el bolsillo (aún la guarda en el despacho). Miró a sus ayudantes y les dijo: «Este partido nos va a durar diez minutos».

    Se equivocaba. Con cinco fueron suficientes. El resultado final fue 101-68. España nunca tuvo opción alguna. El general mandó a sus tropas a acabar con cualquier resistencia, y eso fue lo que hicieron. Cuando todo acabó, cuando por fin había alcanzado su momento dorado, lo primero que pensó Knight no fue Lo he conseguido, lo he conseguido, he ganado la medalla de oro olímpica, sino ¿Dónde está Henry Iba? Knight se había preocupado de que el veterano entrenador acompañara al equipo en todo el proceso, desde las pruebas de selección a cada uno de los partidos de los Juegos. Cuando los jugadores se acercaron para sacarle a hombros de la cancha, Knight les dio una última orden: «Primero, el entrenador Iba». Y así, siguiendo sus órdenes hasta el final, los jugadores pasearon primero a Iba por toda la cancha y luego hicieron lo propio con Knight. Solo entonces, esbozó una sonrisa.

    Una media sonrisa, más bien, como apunta Bob Hammel, un signo de alivio más que de alegría. No era tanto que hubieran ganado como que no habían perdido. Aun así, podía sentirse satisfecho: había llevado a su equipo al oro olímpico como antes había llevado a Estados Unidos al oro en los Panamericanos y había liderado a Indiana en dos campeonatos de la NCAA y un NIT. Lo había ganado todo en el baloncesto amateur. Había llegado a lo más alto. Era, sin duda, el mejor entrenador universitario del mundo. Tal vez, el mejor de la historia.

    A la mañana siguiente, como había prometido, voló a Montana, se calzó sus botas, se sentó en un bote en el medio de un río y se puso a pescar. Esa era su recompensa. Su escapatoria. Ahí sentado, aquel hombre se dio cuenta de que había conseguido todo lo que se había propuesto. Tenía solo cuarenta y tres años.


    Los entrenamientos empezaron ese otoño en Indiana con una mezcla de emoción e inquietud. Todos creían estar ante un gran equipo. La anterior temporada, la 83-84, pese a su extrema juventud, Indiana había acabado 22-9 y había estado entre los ocho mejores en el torneo de la NCAA, ganando en la ronda de octavos a North Carolina, el mejor equipo del país, una de las mayores sorpresas de la historia. North Carolina, liderados por Jordan y Perkins, habían ganado veintiocho de sus treinta partidos y algunos ya lo consideraban como uno de los mejores equipos de todos los tiempos.

    Sin embargo, Alford, en su primer año, anotó veintisiete puntos, y Dan Dakich, el típico chico blanco y lento que no podía correr ni saltar, consiguió controlar a Jordan en defensa. Knight le dio una lección a Dean Smith, el único hombre que podía considerarse a su altura como entrenador, y los Hoosiers ganaron el partido. La decepción llegó en la siguiente ronda, en cuartos de final, cuando perdieron con Virginia, un equipo que no le llegaba a North Carolina ni a la suela de los zapatos.

    Aun así, cuando aquel equipo de la temporada 1984/85 se reunió el 15 de octubre, las expectativas estaban por todo lo alto… aunque a la vez se pudiera percibir una cierta inquietud, porque ni los jugadores ni los entrenadores sabían exactamente cómo le afectaría a Knight la experiencia olímpica. Se había desgastado tanto aquel verano que temían que pudiera afectarle llegado el invierno. Knight también parecía ser consciente de esta circunstancia; durante los primeros entrenamientos prefirió no estar tan encima, y era habitual verle en algún rincón charlando con Hammel, Williams, con amigos profesores que aparecían por el entrenamiento o con el visitante de turno que se hubiera pasado por ahí aquel día. Jim Crews, su primer ayudante, sabía que era la manera que tenía el jefe de pedirles que le aliviaran de parte de su carga de trabajo.

    «Nos lo dejó claro desde el primer día —afirma Crews—. Éramos un cuerpo técnico con experiencia y un equipo con experiencia. No hacía falta que supervisara cada cosa que hacíamos. Quería que nos encargáramos más de la táctica, y la verdad es que no había nada de raro en ello».

    Sin embargo, las cosas nunca son tan simples. Para empezar, el equipo técnico de Knight había trabajado casi tan duro como él en la preparación de los Juegos Olímpicos. Habían hecho de ojeadores, habían redactado informes, se habían visto vídeos de cada jugador… en definitiva, se habían encargado de todo el trabajo sucio. Ellos también empezaron la temporada algo cansados. Lo mismo podía decirse de Alford. Inasequible al desaliento, Alford ya estaba jugando partidillos en casa a los dos días de ganar la final olímpica. Si hubiera sabido que todos los demás bases de la liga le tenían en la diana —¿quién no quiere derrotar a un héroe olímpico?—, tal vez habría preferido descansar un poco más.

    Las primeras señales de que algo iba mal no tardaron en llegar. Fue en el primer partido, contra Louisville. Knight había aceptado jugar durante cuatro años seguidos contra Louisville en parte porque la CBS quería retransmitir el partido y en parte porque Crews le había convencido de que Louisville sería un buen rival para preparar la temporada en la Big Ten. Louisville se puso por delante en el marcador antes del descanso y, enfadado, Knight mandó al banquillo a tres de los titulares para empezar la segunda parte y puso en su lugar a tres jugadores de primer año. Llegaron a remontar el partido, pero pronto se quedaron sin energía y acabaron perdiendo.

    Con todo, la primera parte de la temporada fue más que aceptable. Indiana llegó a la liguilla de la Big Ten con un registro previo de 8-2 (la otra derrota se produjo en Notre Dame) y en el primer partido destrozó a Michigan —en Michigan— por una increíble diferencia de veinticinco puntos. Pronto, su registro en la liguilla pasó a 3-1, con una única derrota en campo de Michigan State. Knight seguía siendo demasiado Knight, pensaron todos. El propio Knight, incluido.

    Sin embargo, en el vestuario empezaban a crecer los problemas. El jugador de tercer año, Mike Giomi, de 2.08 metros y a la sazón el mejor reboteador del equipo, se estaba metiendo en líos: sus notas se desplomaron y su comportamiento fuera de la universidad dejaba mucho que desear: tenía varias multas de aparcamiento pendientes de pago, no devolvía los libros de la biblioteca… Knight no dejaba de abroncarle por una cosa o por otra, algo a lo que cualquier jugador de Indiana debe estar habituado, pero que acabó convirtiéndose en fijación en el caso de Giomi.

    Lo mismo podía decirse de Winston Morgan. Morgan era un jugador de cuarto año, pero, como se había perdido la temporada 1983/84 por una lesión en el pie, aún podía optar a una quinta temporada. Knight se había pasado todo el año anterior lamentándose de la baja de Morgan e insistiendo en lo bueno que sería el equipo con él en pista, pero en cuanto Morgan estuvo disponible para jugar, los halagos desaparecieron. De hecho, las críticas se fueron haciendo más y más duras. Esto también era habitual en Indiana; los jugadores bromean a menudo con que la única manera de resultar imprescindible para el equipo es lesionarse. Cuanto más ve Knight a sus jugadores en una cancha, más se convence de que no valen para nada. El asunto es que Morgan también tenía problemas fuera de las pistas. Estaba en medio de una turbulenta relación sentimental con otra estudiante; tan turbulenta, que al final la chica fue a hablar con Knight sobre lo que ella consideraba un comportamiento desleal por parte de Morgan. A ojos de Knight, solo hay tres cosas que un jugador de Indiana no puede permitirse: tomar drogas, saltarse las clases y mentir. El incidente hizo que Morgan cayera en desgracia hasta el punto de que su carrera en Indiana parecía cosa del pasado.

    Marty Simmons, quien tanto destacara en 1984 como novato, parecía ese año un paso más lento, para desesperación del cuerpo técnico. Parecía más pesado, pero él insistía en que seguía en los noventa y nueve kilos del año anterior. Al final, desesperado después de una derrota, Knight hizo que Tim Garl, el preparador físico, se encargara personalmente de pesar a Simmons. Pesaba ciento ocho kilos. Por miedo a confesar un sobrepeso que le llevaría directamente al banquillo, Simmons llevaba meses mintiendo al respecto. Sus días, y, por supuesto, sus comidas en Indiana se acabaron ahí mismo.

    Había más de lo que preocuparse: Knight no estaba contento con Alford. Estaba obsesionado con la idea de que Alford

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