Sobre la muerte de un perro
Por Jean Grenier
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«Creemos vivir cuando en realidad lo único que hacemos es sobrevivir. Sobrevivimos a las flores, a los animales domésticos, a nuestros padres. Nos sobrevivimos a nosotros mismos, pues algunas partes de nuestro cuerpo y, andando el tiempo, de nuestros proyectos y recuerdos nos van abandonando a lo largo del camino. Aun así, a eso lo llamamos vivir.»
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Sobre la muerte de un perro - Jean Grenier
SERIE MENOR, 11
Jean Grenier
SOBRE LA MUERTE
DE UN PERRO
TRADUCCIÓN DE LAURA SALAS RODRÍGUEZ
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: marzo de 2022
TÍTULO ORIGINAL: Sur la mort d’un chien
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
MAQUETACIÓN: Grafime
© Éditions Gallimard, París, 1957
© de la traducción, Laura Salas Rodríguez, 2022
© de esta edición, Editorial Periférica, 2022. Cáceres
info@editorialperiferica.com
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-18838-28-6
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Para Madeleine
I
Durante un período de tiempo que soy incapaz de medir, me desinteresé de él. Lo olvidé. Salía a pasear por el jardín con el pretexto de esperar al veterinario que le iba a poner la inyección o simplemente iba a la cocina a picar algo porque tenía un hambre inusitada que la noche anterior, medio en vela, medio dormitando, no conseguía explicar del todo. En esos pequeños lapsos de tiempo, de los que sin embargo sabía que no eran más que entreactos, me encerraba en mí mismo. Era como si saliera a la superficie para aspirar el aire que me daría la vida.
Al volver a la habitación, volvía a sumergirme en las profundidades.
II
La duración de su sufrimiento había sobrepasado el límite que mi corazón podía soportar. Ya no me quedaban reservas, estaba vacío. El perro seguía vivo, jadeando en una esquina con los ojos entrecerrados. Un rato antes me había quedado perplejo al verlo ponerse en pie y avanzar hacia mí. Le sujeté la cabeza con una mano mientras le acariciaba el hocico con la otra. Se quedó así un buen rato, un rato larguísimo. Yo no le hablaba y él permanecía inmóvil. Tenía la mirada clavada en la mía.
No podía hacer nada por él. Pero él no lo sabía y me torturaba la idea de que tal vez creyera que yo tenía un poder soberano sobre él, poder cuya fuerza había experimentado en tantas otras circunstancias.
III
Iba a echarlo de menos, en efecto. ¿Sabría él hasta qué punto lo necesitaba? No sólo su presencia continua, su compañía en mis paseos y nuestras comidas, sino también (lo cual es más singular, ¿verdad?) los momentos en que nos hallábamos lejos el uno del otro. Solía invocarlo por la noche al