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Ideología y maldad
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Ideología y maldad

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La maldad nos afecta a todos. Nadie sale indemne. Las víctimas padecen, los testigos —nos indignemos más o menos—, sufrimos sus consecuencias globales, y los victimarios han perdido, en mayor o menor medida, su conciencia moral y una parte de su humanidad, lo que no los hace menos humanos, pero sí más temibles.
No se trata de atormentarnos por las infinitas desgracias del mundo sin poder sentirnos felices ante las maldades conocidas a diario. Pero en nuestra condición de testigos que no deseamos consentir la maldad nos apremia a reflexionar sobre el mal, en especial aquel derivado de las ideologías y que, por lo general, se suele ejercer de forma grupal.
La abstención es una forma de acción, y aunque el mal consentido no sea equiparable al cometido, no por ello deja de ser un mal. Los medios de comunicación nos muestran los horrores del mundo, pero en la mayoría de las ocasiones nos quedan lejos. Así, la distancia respecto al dolor ajeno y la visión reiterada del mismo fomentan una respuesta tenue, de rápida disolución.
Este no es un libro de soluciones. Es un libro de denuncia, de descripción, y un intento de comprensión, que no de justificación, que se propone revisar cómo las ideologías sostienen las maldades.
En Ideología y maldad, Antoni Talarn nos ofrece, en diálogo con muchos otros autores que han reflexionado sobre este tema, un amplio repertorio de las diversas formas en que la maldad se manifiesta. Pero —¡oh, sorpresa!— no solo analiza esas manifestaciones en el mundo actual que ocurren fuera de nuestras vidas, sino que también nos descubre aquellas formas de la maldad que están incorporadas a nuestra cultura y de las que no solemos ser conscientes y tendemos a ignorarlas. Una obra que motiva a pensar y que pone a nuestro alcance herramientas que, aunque no eliminen el mal, sí al menos nos permitan enfrentarlo y reducir la amenaza que representa.
La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa. (Albert Einstein)
Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos. Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos. (Martin Luther King)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 feb 2021
ISBN9788412207736
Ideología y maldad

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    Ideología y maldad - Antoni Talarn

    Primera parte

    Las bases conceptuales

    Solo un ermitaño perdido en una jungla lejana podría ignorar la cantidad diaria de titulares de periódico, de noticias de radio y televisión o de informaciones en la red relacionadas con fenómenos como el terrorismo, la guerra, los genocidios, la corrupción. la brutalidad policial, la indiferencia ante los refugiados, el auge de la extrema derecha y otras formas de trato humano establecidos en base a la violencia.

    Sin embargo, aunque parezca imposible, los estudiosos de la psicología, la sociología, la filosofía y otras disciplinas asociadas, aún están por establecer de un modo unánime y fehaciente muchos de los términos implicados en este tipo de conductas y relaciones. No cabe duda, entonces, de que los conceptos de agresión, violencia, maldad, crueldad y otros, en los que basaremos el presente texto, corresponden a la categoría de lo que la filosofía llama «conceptos esencialmente controvertidos» (Gallie, 1956). Es decir, se trata de nociones que conllevan interminables debates sobre su uso adecuado. Debates que no pueden ser resueltos por la evidencia empírica, el uso del lenguaje o los cánones de la lógica por sí solos. A estos conceptos básicos necesarios para nuestro estudio nos dedicaremos en el primer capítulo de esta parte, una sección con un marcado carácter introductorio y un tanto académico. Imprescindible, no obstante, para seguir adelante y orientarnos en el camino a seguir.

    Será en el segundo capítulo donde se entrará de lleno en el meollo del asunto que nos ocupa. Definiremos lo que entendemos por «mal» y por «maldad» y haremos algunas consideraciones que serán seminales para el resto del texto.

    En el capítulo tercero reflexionaremos a propósito de la maldad y sus relaciones con la moral. Abordaremos las causas últimas de la maldad humana o, al menos, para no ser pretenciosos, una serie de factores causales de orden general que nos puedan resultar explicativos, claros y concisos. Describiremos, también, las estrategias con las que las maldades suelen justificarse o excusarse.

    Tal y como decíamos en la introducción, el cuarto capítulo estará destinado a permitir una aproximación a las ideas fundamentales sobre la maldad que nos han legado la filosofía, la etología y la psicología. La mirada será forzosamente introductoria, puesto que resultaría imposible revisar con detalle todas las ideas de cada una de estas disciplinas con respecto a nuestro tema.

    Sin embargo, aun tras este esfuerzo de delimitación conceptual, no cabe esperar la recompensa de una claridad meridiana que permita, ni de lejos, idear una teoría paradigmática de la violencia y el mal. Ni las definiciones serán precisas del todo, ni ha habido, ni probablemente la habrá nunca, una única teoría capaz de entender la violencia de modo total. Su extensa historia, sus variadas formas, manifestaciones, motivaciones y consecuencias dificultan la elaboración de un modelo teórico heurístico y concluyente. De ahí que las publicaciones de todo tipo sobre estos temas sean innumerables, desde, prácticamente, el inicio de la actividad intelectual humana escrita.

    Sin duda este será un texto más entre otros muchos, pero si el lector lo encuentra útil y ordenado, ya nos daremos por satisfechos.

    Referencias bibliográficas

    Gallie, W. B. (1956). Essentially contested concepts. Proceedings of the Aristotelian Society, 56, 167-198.

    1. Términos y categorías esenciales

    Pero ¿cómo puede uno repudiar por completo la violencia cuando la lucha y la agresión son parte de la vida? La solución sencilla es una distinción terminológica entre la «agresión», que pertenece efectivamente a la «fuerza vital», y la «violencia» que es una «fuerza mortal»: «violencia» no es aquí la agresión como tal, sino su exceso que perturba el curso normal de las cosas deseando siempre más y más. La tarea se convierte en librarse de este exceso.

    Zizek, Sobre la violencia

    Definir conceptos como los que se detallan en este capítulo no es lo mismo que distinguir una molécula de otra o describir fenómenos meteorológicos. Aceptar las limitaciones intrínsecas a las ciencias sociales hace necesario, para los propósitos de este libro, una revisión holgada pero no exhaustiva —tarea del todo imposible—, sobre la terminología que configura la base de cualquier estudio sobre el mal.

    1. Diccionario elemental

    Pretendemos tan solo presentar algunos conceptos con mayor concreción y, en algunos casos, proponer definiciones estipulativas1 que nos ayuden a evitar malentendidos o solapamientos innecesarios.

    A. Agresividad y agresión

    La agresividad y la agresión son conceptos emparentados pero no idénticos. La mayoría de las definiciones consideran que la agresividad es una posibilidad del conjunto de conductas disponibles para un organismo. Simplificando, podríamos decir que los animales y los seres humanos tenemos a nuestra disposición una potencialidad innata que se puede activar en determinadas circunstancias. Cuando la agresividad se pone en marcha, aparece entonces la agresión. La agresión sería, pues, la puesta en acción de la agresividad.

    Etólogos como Lorenz (1963) consideran la agresividad un instinto presente en gran parte del reino animal que consiste en una predisposición básica o tendencia a comportarse de modo hostil en determinadas situaciones precipitantes. Esta pulsión primaria descansaría en una base neurofisiológica, derivada de las adaptaciones filogenéticas (Eibl-Eibesfeld, 1984).

    Aquí entraría en juego el estudio detallado del sistema nervioso —estructuras implicadas, niveles hormonales, lesiones, genética, etc.—, tema del que no nos ocuparemos, tal y como señalamos antes. Bastará, para nuestros intereses, retener que el instinto agresivo se da en la mayoría de animales y que, en el humano, posee una entidad propia que puede alejarlo, en muchas ocasiones, de lo puramente irreflexivo.

    Desde la psicología de la personalidad se define la agresividad como «una disposición temperamental que forma parte de la personalidad de un sujeto».Se considera, para nosotros de forma injustificada, que se mantiene estable a lo largo de toda la vida y que es independiente del contexto donde se encuentra el sujeto (Andrés-Pueyo, 1997).

    Como decíamos, la agresión sería, entonces, la expresión de la agresividad. Consiste en una acción comportamental —atacar o acometer para herir, dañar o alterar el equilibrio o la integridad de otro— de carácter puntual, normalmente de tipo reactivo, en base a ciertas necesidades —alimentarse, por ejemplo— o frente a situaciones concretas de interacción social que son sentidas por el individuo como peligrosas, dañinas o frustrantes. Así, para Eibl-Eibesfeldt:

    Agresivo es todo comportamiento por el que se impone a otro a la fuerza una relación de dominio (sometimiento), casi siempre en contra de su resistencia2.

    Esta definición permitiría incluir la conducta agresiva física, con o sin intención de causar lesiones, y otro tipo de conductas agresivas que no buscan el daño o la lesión; por ejemplo, en el caso de los humanos, aquella agresión verbal, en base a argumentos y contraargumentos, que se podría dar en una discusión acalorada.

    No siempre los términos agresión y violencia se distinguen con claridad. Andrés-Pueyo y Redondo (2007) señalan que la agresión es una de las tácticas que la violencia puede emplear para obtener sus fines. Otras tácticas podrían ser la negligencia, el desprecio, la manipulación y las coacciones (Krug, et al., 2002).

    Obviamente, agresión y violencia pueden ir —y de hecho así sucede en numerosas ocasiones—, de la mano, si bien no siempre es así. Imaginemos una empresa o un comerciante particular que desean imponerse a su competidor. Para ello pueden implementar una agresiva campaña publicitaria, por ejemplo, pero en tal liza por la posición dominante en el mercado no entraran en juego la fuerza física o la destrucción del contrario. Por eso, en el lenguaje cotidiano, hablamos de una publicidad agresiva pero no de una publicidad violenta. En resumen: no toda agresión es violencia, pero toda violencia es agresión.

    B. Violencia

    Definir la violencia tampoco es fácil. Freund (1965) la considera «potencia corrompida, convulsiva, informe, irregular» y, por tanto, rebelde al análisis. Girard (1972) cree que la violencia es contagiosa, imprevisible, una negación de lo social e inaccesible a las categorías de análisis. Michaud (1978) nos hace caer en la cuenta de que cada grupo o institución tilda de violento todo aquello que considera inadmisible según sus propias normas. Así, lo violento no se encontraría en el acto en sí, sino que vendría determinado por las circunstancias. Dowse y Hughes remachan esta idea:

    […] si alguien mata a otra persona en determinadas circunstancias, esa persona será acusada de asesinato y castigada. Pero si el mismo acto se comete en condiciones diferentes, el homicida será tratado como un héroe3.

    Como puede observarse el campo de trabajo no es sencillo. De hecho, hay tantos estudios, publicaciones y tesis sobre este tema que hay quien estima que podría generarse una nueva subdisciplina de las ciencias humanas llamada «violentología» (González, 2017).

    La OMS la define como:

    […] el uso intencional de la fuerza física o el poder, tanto si es real como una amenaza, contra uno mismo, otro individuo o contra un grupo o comunidad, que resulta o tiene una alta probabilidad de acabar en lesiones, muerte, daño psicológico, alteraciones en el desarrollo, o deprivación (Krug, et al.).

    Como puede observarse en esta definición, la violencia implica, en todos los casos, el empleo de la fuerza. Lo que no equivale a identificar siempre fuerza con fuerza física, como hacen muchos autores (Riches, 1986; Sotelo, 1990).

    Como señala González (2006) violencia y fuerza se vinculan si entendemos por fuerza «el uso actual o potencial de la violencia para forzar a otro a hacer lo que de otro modo no haría». El mismo autor señala que se suele entender por «actos de violencia» aquellos en los que se mata, hiere o provocan daños, y por «actos de fuerza» aquellos en los que se previene la acción libre y normal de otras personas o la inhiben mediante la amenaza de la violencia. Fuerza y violencia serían, entonces, hechos subsidiarios: una es potencia, la otra es el acto implícito en la potencia (González, 2017).

    El acto violento incluiría tres componentes operativos fundamentales:

    1) Aplicación o la amenaza de aplicación, de una fuerza física, o de otro tipo, intensa.

    2) Intencionalidad, ya que se aplica de forma deliberada. En el acto violento hay un instigador o ejecutor.

    3) Efectividad, se busca causar efectos sobre el receptor de la misma.

    Sería necesario añadir a esta triada un cuarto factor: la resistencia. Esto es, la idea de que el destinatario de la violencia preferiría evitarla o no sufrirla y si pudiera se defendería frente a la misma. En este sentido, y si hablamos de seres humanos, la violencia representa la vulneración de los derechos de la persona, puesto que coarta la libertad de la misma y su autonomía moral (Hacker, 1971; Sanmartín, 2007).

    Si volvemos a la mencionada triada, se puede ver como esta permite discernir un poco más la idea de fuerza de la de violencia. Por ejemplo, un terremoto posee fuerza destructiva pero no es, desde luego, un acto de violencia. En un terremoto, en una inundación o en la caída de un rayo no hay un instigador, un ejecutor cargado de intención alguna4.

    Sanmartín propone una definición escueta pero muy atractiva:

    […] violencia es una agresividad alterada, principalmente por la acción de factores socioculturales que le quitan el carácter automático y la vuelven una conducta intencional y dañina. Violencia es cualquier conducta intencional que causa o puede causar daño5.

    Esta conducta intencional puede darse por acción o por omisión. El mismo autor señala que la violencia se puede ejercer contra un ser vivo o no. Emplea el término «vandalismo» si la violencia se emplea para dañar cosas (Sanmartín, 2008).

    La violencia puede poseer múltiples intenciones, pero, más allá de las mismas, acaba siempre dañando al otro. Si hablamos de las intenciones de la violencia se puede pensar en las funciones que esta ejerce y su correspondiente valoración ética. Cortina (1998) señala que tradicionalmente se le suelen asignar tres funciones, a saber:

    1) Función expresiva: se da cuando una persona ejecuta acciones violentas por el placer que obtiene al realizarlas. Esta función sería del todo reprobable desde el punto de vista ético, si bien en algunos casos debería dilucidarse si el agente es una persona moralmente competente o no.

    2) Función instrumental: se emplea la violencia como medio para alcanzar una meta. Solo sería justificable éticamente si se emplea como legítima defensa o para evitar males mayores6.

    3) Función comunicativa: se recurre a la violencia para transmitir un mensaje. Esta acción podría ser éticamente legítima cuando el emisor, tras emplear todos los medios pacíficos a su alcance para ser escuchado, es ignorado sistemáticamente por el receptor. Quizá las acciones violentas provocadas por un sector del CNA (Congreso Nacional Africano, de Nelson Mandela) en los años más duros del apartheid podrían entrar en esta categoría, ya que fueron respuestas armadas frente a un terrorismo de estado omnipresente..

    Con lo visto hasta aquí proponemos reservar el término «violencia» para algunas de las conductas agresivas exclusivamente humanas. Preferimos llamar simplemente «agresión» a las conductas agresivas u hostiles de los animales. Es obvio que en la vida salvaje se producen ataques con fuerza y daños, ataques violentos podríamos decir, pero su carácter predominantemente determinado por los parámetros biológicos y del ecosistema permitiría diferenciarlas de los ataques con fuerza y daños propios de los seres humanos.

    Es por ello que estamos de acuerdo con Gómez y López (1999) cuando apuntan a que la violencia es la antítesis de la agresión. En primer lugar, porque los animales no pueden tener la intención de herir, humillar, abusar, robar, ultrajar, torturar a otro ser vivo. Podría considerarse que sí existe el deseo de matar, puesto que, pongamos por caso, la leona mata a la cebra para comérsela. Pero la leona no posee el concepto de vida o muerte, ni sabe de su significado e irreversibilidad. En segundo lugar, porque tales actos, en el ser humano, no poseen ningún valor adaptativo ni de supervivencia y, por tanto, son evitables. La leona no tiene opción, el ser humano sí7.

    Nos aventuramos, por tanto, a concluir que la violencia es estrictamente humana, forma parte solo de la condición humana, no de la animal. La violencia natural, que se da en el reino animal, es agresión y se entiende mejor bajo el concepto general de agresividad.

    Así pues, proponemos una definición estipulativa de violencia que reza así:

    La violencia es una interacción relacional humana, basada en la agresividad alterada por factores socioculturales, que emplea algún tipo de fuerza, por acción u omisión, y que no es defensiva, sino intencional, atacante y dañina.

    Aprovechamos este momento para comentar uno de los tópicos más extendidos con respecto a la violencia, aquel que reza que «la violencia es inútil» o que «con la violencia no se consigue nada». La realidad histórica y política desmiente este dicho y demuestra, como señala Arteta (2010) que la violencia, al infundir miedo, es un arma de lo más eficaz.

    C. Poder

    El poder consiste, de un modo u otro, en la capacidad de imponer la propia voluntad y producir los efectos deseados (Rusell, 1938). Para ello existen medios y estilos muy variados (Hillman, 1995), muchos de los cuales no implican el uso de la violencia, si bien, como resulta obvio, las relaciones entre violencia y poder son muy estrechas. El poder, según como se emplee, puede habilitar al que desea ser violento para actuar según su voluntad, sin ningún tipo de impedimento y dominando al otro.

    Arendt (1970) afirma que el poder nunca es propiedad de un sujeto aislado, sino que pertenece a un grupo; no es una cuestión individual sino colectiva y un solo hombre no puede ejercerlo sin rodearse de una cámara de acompañantes, aunque estos actúen en su nombre. Por el contrario, el empleo de la violencia puede efectuarse desde un grupo de poder o de otra índole, pero también puede verificarse de modo absolutamente individual y solitario. Para Arendt si el poder emplea la violencia está operando de un modo prepolítico, ya que la política, como tal, se basa en el dialogo y las libertades. Para esta autora poder y violencia, aunque van juntos muy a menudo, son opuestos «y donde uno domina falta el otro8».

    Foucault (1982) señala que la violencia repercute sobre el cuerpo y las cosas, y en su acción fuerza, tuerce, rompe, destruye y no permite ninguna opción o elección; convierte a la víctima en una entidad pasiva y, en todo caso, si hay resistencia, tiende a ser vencida. El poder, en cambio, se relaciona con un «otro» —no cosa— el cual tiene, frente a la relación de poder, un amplio abanico de respuestas.

    Abundando en las diferencias entre poder y violencia Han (2013) sostiene que el poder establece un continuum de relaciones jerárquicas, mientras que la violencia genera desgarros y rupturas. El poder es un medio de actuación que puede usarse de modo constructivo, mientras que la violencia es siempre destructiva. El poder se organiza, da lugar a normas, estructuras e instituciones y se inscribe en un orden simbólico. El poder no es primariamente destructivo o demoledor, sino más bien organizador. Bien es cierto que puede emplear la violencia para dichos fines, pero entonces, en palabras de este autor, el poder alcanzado es efímero9 y toma una forma no simbólica sino «diabólica».

    D. Delito

    Más sencillo resulta discernir entre «agresión» y/o «violencia» y «delito». Aunque muchas agresiones y actos violentos pueden revestir un carácter de vulneración de la ley, no siempre ha de ser necesariamente así. La violencia policial suele ser ordenada desde los dispositivos de control del Estado y no se considera delito en la mayoría de los casos. Es más, la ley suele proteger a algunos agentes —y dirigentes— que, a todas luces han cometido abusos. Se habla entonces de violencia legitimada, que no legítima.

    Tampoco es delito la violencia que se da entre ciertos deportistas, cuyas acciones claramente hostiles y antideportivas no tienen ninguna sanción penal, cuando las mismas acciones sí serían legalmente punibles en caso de darse en otro contexto. De modo incomprensible en la actualidad, los deportistas profesionales —así como los militares y la Iglesia Católica— poseen su propia legalidad, como si las leyes y sanciones de la población general no fuesen válidas para ellos. Situación que permite y fomenta todo tipo de abusos, desmanes y encubrimientos10, amén de ser claramente antidemocrática.

    Conclusión: lo que es o no delito varía según la ley en la que se inscribe y, en consecuencia, podríamos decir, forzando la argumentación, que el origen del delito es la ley. En la España franquista era delito ser homosexual y en la actual es delito la homofobia. En la España actual puede considerarse un delito de odio expresar críticas al monarca o la policía. En la Rusia de Putin rige una ley que despenaliza la violencia machista, siempre que el agresor no sea reincidente en un plazo de un año. Así, las agresiones que causen dolor físico, pero no lesiones, y dejen moratones, arañazos o heridas superficiales a la víctima no serán consideradas un delito criminal, sino falta administrativa.

    Como puede observarse, las legalidades vigentes, aquí y allá, de poco nos servirán para reflexionar y estudiar el tema del mal, puesto que las mismas reflejan algo enteramente temporal y contingente.

    E. Crueldad

    ¿En qué consiste la crueldad? ¿Cómo diferenciarla de la violencia?

    Montaigne (1580) vinculaba la crueldad con el deleite del espectador. Por su parte, Schopenhauer (1819), el gran filósofo del pesimismo crítico, apuntaba en el mismo sentido, y sugería que la crueldad es el sufrimiento ajeno vinculado con el deleite del que lo inflige. Ideas que han llevado a algunos autores a definir la crueldad como la «violencia por la violencia», siendo el sufrimiento del otro un fin en sí mismo, sin mayores consideraciones (Wieviorka, 2003).

    Obviando, por el momento, las motivaciones de la crueldad, coincidimos con Mosterín cuando la define como:

    […] el maltrato doloroso e intencional de una persona o de un animal indefenso, alargando o incrementando su dolor sin necesidad alguna. Este aumento deliberado e innecesario del sufrimiento de la víctima es la esencia de la crueldad11.

    Basándonos en este autor, proponemos definir la crueldad como:

    […] una violencia extrema, desmesurada, innecesaria12 y persistente, aplicada sobre un ser indefenso, que pretende el aumento y la prolongación de su sufrimiento.

    De lo expuesto anteriormente se deriva que toda crueldad es violencia pero no toda violencia es cruel. Por ejemplo, si nos referimos a una muerte violenta, un asesinato, pongamos por caso, veremos que se puede matar con o sin crueldad13. En ocasiones, la muerte es el escape de la crueldad, ya que la misma clausura la agonía de la víctima.

    Del mismo modo se puede ejercer la crueldad sin llegar a matar, aplicándola con una lógica que veremos en los capítulos de la segunda parte de este texto.

    La crueldad es un asunto exclusivamente humano. No solo porque la hemos vinculado a la violencia, sino porque su existencia en el mundo animal es anecdótica. Los animales no pueden imaginar ni disfrutar con el padecer de sus víctimas. Si el gato, a veces, juega con el ratón antes de matarlo y devorarlo se debe a mecanismos relacionados con la depredación, no con el incremento intencional del sufrimiento del desdichado roedor.

    Para terminar, se hará necesario insistir en una cuestión: la crueldad no es propia de patología mental alguna o exclusiva de seres que quisiéramos creer que son monstruos. La crueldad es una condición potencial de cualquier sujeto (Bezerin, 2010). Aunque esta parece ser una afirmación muy rotunda, creemos que la lectura de nuestro texto así lo demuestra, porque independientemente de los conflictos, las alteraciones psicológicas o la personalidad de cada cual, la crueldad se puede verificar, o no, en función de condiciones sociales y culturales determinadas, como veremos más adelante.

    2. Las tipologías de la violencia

    Las clasificaciones sobre los diferentes tipos de agresión y violencia son innumerables; demuestran que son conceptos tan estudiados como confusos. Muchas de estas categorizaciones mezclan variables presentes en la conducta agresiva y violenta, como las motivaciones, las consecuencias o los entornos en los que se producen, y, por ello, no es extraño que se den solapamientos entre las diversas ordenaciones.

    Clasificaciones de la agresión existen muchas (Archer, 1988; Brain y Benton, 1981; Moyer, 1987) y basadas en criterios muy diversos, pero no podemos revisarlas aquí por cuestiones de espacio. Además abundan términos como agresión simbólica, mediática, institucional, patológica o gratuita. Por ejemplo, desde la antropología filosófica se distingue entre «agresión bárbara» y «civilizada» (Fernández, 2003). La etología (Lorenz, 1963) singulariza la «agresión intraespecífica» y la «interespecifica». Como psicoanalista, Fromm (1973) hizo célebre la distinción entre «agresión benigna» y «maligna». Por nuestra parte dejaremos de lado las diferentes tipologías de la agresión14 y nos concentraremos en las que hacen referencia a las de la violencia.

    Sanmartín nos ofrece el catálogo más completo que hemos sido capaces de hallar, clasificando la violencia en función de diferentes variables. Aquí lo resumimos con ligeras modificaciones.

    No faltan otros autores con perspectivas complementarias a la presentada. Es muy conocida la clasificación de Krug y sus colaboradores (Krug et al., 2002) efectuada para la OMS. Estos autores proponen una clasificación que combina la dirección de la violencia —autoinflingida, interpersonal o colectiva— con el contexto en la que se produce —familiar, comunitaria— y las motivaciones —política, económica, etc.—. De esta combinación, un tanto confusa, surgen 26 tipos de violencia diferentes, que no podemos revisar aquí.

    Sémelin (1983), por su parte, distingue tres categorías muy generales, que incluyen numerosas formas de la violencia:

    1) la violencia de la sangre, diferente de la violencia estructural;

    2) la violencia cotidiana, integrada en la forma de vida de una sociedad dada; y

    3) la violencia espectáculo, que atrae al mismo tiempo que repugna.

    Fromm (1964) basándose en las motivaciones inconscientes de la violencia, distinguía entre:

    violencia lúdica; reactiva —que incluiría la derivada de la frustración y la vengativa—;

    compensadora —que incluiría el sadismo— y

    la violencia que el autor denomina sed de sangre arcaica.

    Desde la filosofía y la sociología se mencionan categorías como la violencia simbólica (Bordieu y Passeron, 1970), la estructural y la cultural (Galtung, 1996), la sistémica (Zizek, 2008) o la violencia de la positividad (Han, 2013), a las que dedicaremos unas palabras en el capítulo 11.

    Muy interesante nos resulta la clasificación propuesta por Hartogs y Artzt (1970), complementada por Grundy y Weisntein (1974). Estos autores distinguen los siguientes tipos de violencia:

    1. Violencia organizada: pautada, deliberada, instrumental e impersonal. Se puede dividir en:

    1.1. Política: dirigida a la defensa, cambio o restauración de un orden normativo.

    1.2. Criminal: obtención de algún tipo de beneficio —no político—.

    2. Violencia espontánea: explosión de violencia, colectiva o individual, no planificada, producto de ciertas condiciones internas o externas. Se distinguen tres tipos:

    2.1. Reactiva: lucha directa contra la frustración.

    2.2. Compensadora: busca satisfacción frente a las frustraciones del pasado.

    2.3. Gratuita: desplaza la agresión de un objeto que no puede ser atacado —porque es demasiado poderoso o porque genera ambivalencia— a un objeto más débil o que genera sentimientos más claros.

    3. Violencia patológica: Cometida por individuos en base a una patología física o mental.

    Reseñaremos, para finalizar esta apartado, la diferencia entre la «violencia expresiva» y la «violencia instrumental» (Beck, 1999). La violencia expresiva tiene como fin causar un daño a los demás y suele responder a condiciones que precipitan respuestas emocionales como la ira, la humillación o el enfado debido a amenazas, discusiones, insultos, agresiones físicas o fracasos personales y otros. Tiene, por tanto, su origen en un malestar emocional y se caracteriza por la falta de control del impulso agresivo. La vida colectiva está repleta de este tipo de violencia como lo demuestran los casos de los crímenes pasionales, la violencia en el seno de la familia, los asaltos, los choques entre bandas rivales y toda una gran variedad de conflictos. Incluiría la violencia espontánea y la patológica, vistas en la clasificación anterior. En el siguiente capítulo repasaremos algunas de las emociones que suelen relacionarse con este tipo de violencia.

    Por otra parte, los actos de violencia instrumental son aquellos en los que dañar a otros es el medio para obtener el resultado deseado. Los actos instrumentales pueden ser oportunistas o planificados, pero en todo caso requieren el concurso del raciocinio. Este tipo de violencia suele ser más fría y más calculada que la anterior, pero como veremos más adelante, puede ser también letal y muy cruel. Incluiría la violencia organizada ya comentada. Volveremos sobre este punto en los capítulos siguientes, puesto que este texto está consagrado, fundamentalmente, a las causas instrumentales de la violencia y la maldad.

    3. La agresión en la infancia

    El lector atento habrá advertido que hasta este momento no hemos citado uno de los fenómenos más evidentes de la conducta humana: la agresividad que se puede observar en la infancia, incluso desde la más temprana edad. Es fácil contemplar cómo, incluso entre niños que aún no deambulan, pueden darse conductas claramente hostiles dirigidas a sus progenitores, cuidadores, hermanos, otros niños o hacia sí mismos.

    ¿Cómo entender y conceptualizar estas acciones? No nos parece correcto citarlas como apoyo a una disposición innata a la violencia, ni mucho menos a la maldad. Más adecuado nos parece asumir que el ser humano, como tantos otros animales, nace con una capacidad innata, heredada, para ejercer la agresión y que esta se dispara en función del contexto y la situación que el individuo experimenta, tal y como argumentábamos unas líneas más arriba, al introducir el tema de las emociones.

    Sucede que cualquier bebé, dada su fragilidad y estado de dependencia extremas, puede sentirse amenazado o en peligro15 con suma facilidad. Una molestia cualquiera, el hambre, el sueño, el dolor o la ausencia del cuidador principal pueden disparar en el lactante, además del llanto, otras reacciones que podríamos calificar de defensivas, destinadas a garantizar su supervivencia. Ni los mejores tratos evitarán que, en determinados momentos, un bebé pueda experimentar semejantes situaciones y reacciones. Los cuidadores, con sus tareas de mentalización, ayudarán al niño a manejar y contener estas emociones tan inevitables como imprescindibles.

    Más adelante, a medida que el menor va creciendo, será dado observar cómo puede reaccionar de forma agresiva ante muchas situaciones que le frustran, enfadan, molestan, suscitan su deseo o le contarían. Patadas, empujones, mordiscos, arañazos, lanzamientos de objetos y agresiones diversas, formarán parte invariable, en mayor o menor medida, de todo niño entre uno y tres años de edad. Ya sea en forma de rabietas, ataques o acciones defensivas. En los casos más extremos algunos de estos niños, normalmente atacantes, serán calificados de «pegones», en comparación con otros no tan agresivos.

    Hay que tener en cuenta diversas cuestiones en estas maniobras que estamos revisando, a saber:

    1) Los lactantes no disponen del instrumento del lenguaje y los que son algo más mayores lo hacen de modo muy rudimentario. Ello implica que la vivencia emocional no puede ser matizada, elaborada o pensada de ningún modo. Actúan como un sismógrafo emocional, son pura emoción, por expresarlo de algún modo.

    2) Las emociones que viven estos niños son de carácter muy intenso, al no estar, aún, del todo escaladas por la experiencia. Las emociones placenteras provocarán expresiones de gran satisfacción o bienestar —sonrisas, tranquilidad, interacciones positivas— y las displacenteras se mostrarán en forma de inquietud y malestar, con llanto, movimientos bruscos, miedo, rabia o ira.

    3) La impulsividad propia de la infancia, dada la ausencia de reflexión, gobierna a todos los menores, en especial a los considerados desinhibidos (Kagan, 1994, 2010).

    4) La influencia del aprendizaje y la interiorización de las normas, aunque arranca en etapas muy tempranas, no ha efectuado todavía su labor a pleno rendimiento. Es más, puede observarse, en no pocas ocasiones, que los menores se comportan con mayor agresividad en presencia de los adultos de forma experimental, estudiando en sus respuestas el aprendizaje de límites.

    5) La imitación, una forma inicial de aprendizaje, suele tener un papel importante en la conducta de niños tan pequeños. En este punto cabe recordar que los mayores no damos siempre el mejor ejemplo. No solo por nuestra propia agresividad o violencia, sino porque en ocasiones respondemos con hostilidad, gritos o ira a las conductas agresivas de los pequeños. Es decir, queremos apagar el fuego con gasolina, si se nos permite la chanza.

    Hechas estas consideraciones, creemos que, si bien pueden calificarse de agresivos muchos de los comportamientos hostiles de los menores, no se pueden consignar, en ningún caso, como actos de violencia ni como actos de maldad.

    El adjetivo violento quedaría excluido por dos razones. Por una parte, como ha quedado establecido con anterioridad, la violencia es conscientemente intencional. Un menor de tres años aún no comprende con plena conciencia en qué consiste el daño que puede infligir a los demás. Puede causarlo, sin duda, pero es más que dudoso que tenga la intención de provocarlo. Por otra parte, llamar violenta a la conducta agresiva infantil no cuadraría con la idea de Sanmartín de violencia como «agresividad alterada, principalmente por la acción de factores socioculturales», ya que los mismos aún no han sido del todo asimilados ni comprendidos de manera cabal por un niño de estas edades.

    Cabe aquí matizar, no obstante, que los factores afectivos altamente negativos suelen traducirse en malas experiencias para los menores criados en según qué condiciones. De situaciones de maltrato, negligencia, abuso y otros factores de riesgo pueden surgir con relativa facilidad16 niños agresivos y abiertamente hostiles (Talarn, Saínz y Rigat, 2013). Pero no son estas circunstancias, nos parece, a las que se refiere el autor cuando menciona los factores socioculturales.

    Todorov (2000) considera, creemos que con acierto, que el germen de las categorías éticas del bien y del mal se gesta en experiencias afectivas de la primera infancia. Para el niño, el bien es lo que le resulta placentero, lo cual, de entrada, es verse rodeado de las personas a las que quiere y necesita. El mal, sería, entonces, aquello que le provoca dolor o frustración, es decir, la separación de los seres queridos. El filósofo búlgaro, como si de un teórico del apego se tratase, escribe:

    No hay que subestimar este primer paso: sin el amor primario, sin la certidumbre inicial de estar rodeado de cuidados y caricias, el niño corre el peligro de crecer en un estado de atrofia ética, de nihilismo radical; y, una vez adulto, de llevar a cabo el mal sin tener la menor conciencia de ello17.

    Quizás esta reflexión nos venga a la memoria cuando revisemos la biografía y la psicología de algunos personajes especialmente crueles o malvados.

    En todo caso, dicho esto, consideramos que las conductas agresivas propias de los niños menores de tres años quedan encuadradas bajo el concepto de agresividad y de agresión, tal como los hemos explicitado antes y, por tanto, estarían más próximas, filo y ontogenéticamente, a la agresión de los animales que a la violencia o la maldad de los adultos humanos18.

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    2. Consideraciones preliminares sobre el mal

    Se hace el mal cuando se causa un dolor o daño que se puede evitar. Creo que se puede aceptar esta conclusión si se prescinde de las ideas, ideologías o doctrinas y nos atenemos a lo que deseamos todos; no ser heridos, no ser dañados ni ofendidos en nuestra dignidad.

    Armengol, La moral, el mal y la conciencia

    Todos tenemos experiencia con el mal, aunque no hayamos alcanzado los niveles de Mr. Hyde. Algunos pocos reconocerán, honestamente, que lo han causado; muchos serán los que lo hayan sufrido y, es muy probable que seremos muchísimos más quienes lo hayamos consentido. Por tanto, si se nos preguntase qué entendemos por el mal o por la maldad, cada uno podría dar su versión, en función de su nivel cultural, sus creencias y, sobretodo, su biografía de agravios, padecimientos y consentimientos. Para algunos el mal quedaría representado por el diablo o el pecado, otros lo verían actuar bajo el amparo de la política o la economía y no faltaría quien lo relacionase con la enfermedad, la violencia o el abuso.

    Baumeister (1997) estudió las ideas que —mediadas por las noticias, las películas, las novelas, la propaganda, la divulgación, etc.— las personas elaboran sobre el mal y aquellos que lo provocan. Llegó a una conclusión de interés: percibimos el mal en base a lo que él denominó «el mito del mal puro». A esta percepción, en realidad una construcción social, la cataloga como mítica para resaltar lo que en ella hay de autocomplaciente, fantasioso y defensivo1. La considera un producto cultural, no siempre acorde con el conocimiento científico. El autor enumera ocho características del mito del mal puro, a saber:

    1) El malvado tiene la intención de infligir de forma deliberada daño a las personas.

    2) El que hace daño disfruta con ello. No se contempla en absoluto que el malvado pueda padecer ansiedad, disgusto o algún tipo de malestar emocional.

    3) Las víctimas del mal son inocentes, buenas y no realizan nunca el más mínimo daño. Y, por supuesto, la víctima no tiene ningún tipo de responsabilidad en lo sucedido.

    4) Los malvados son foráneos y no forman parte del grupo de pertenencia del que percibe la maldad.

    5) Los malvados siempre lo han sido. No se plantea cómo una persona ha llegado a tal nivel de maldad, sino tan solo cómo ha conseguido tanto poder como para ejecutarlo.

    6) El mal promueve el caos y se contrapone al bien que es la paz y el orden.

    7) Los malvados se mueven por egoísmo y poseen una alta autoestima.

    8) Los malos no se controlan a sí mismos, especialmente cuando están furiosos.

    A lo largo del presente texto iremos viendo cómo muchas de las facetas de este mito, cuya principal fuerza es la de permitirnos sentir que los malvados son los otros, no se corresponden con la realidad. En ocasiones todos podemos ser Mr. Hyde, si bien, por fortuna, en la mayoría de las personas predomina la faceta bondadosa sobre la violenta.

    Más allá de la subjetividad de cada cual, podemos preguntarnos: ¿Qué es el mal? ¿Mal y maldad son lo mismo? ¿En qué consisten? ¿Puede ofrecerse una definición clara del mismo, objetivamente válida y universal? ¿Es el mal equivalente a la violencia, es decir, mal y violencia son la misma cosa? ¿Tiene un único origen y una sola forma o existen diferentes tipos de causas y males?

    Por nuestra parte, consideramos que no se trata de un concepto especulativo al que se le puedan aplicar reflexiones relativistas del estilo: la verdad absoluta no existe, sino que existen interpretaciones múltiples de los hechos. Como nos enseña Bueno (García, 2000) el mal nos remite a hechos, a seres humanos, a los provocadores del mal y a los sufrientes del mismo, no a teorías. Los conceptos no existen, escribe Maillard (2018), lo que existe, existe en singular y en singular se sufre y se teme.

    Siendo así, resulta obvio que el mal no se puede estudiar en el vacío, como un ente abstracto, ya que se expresa en contextos, actores, ámbitos y circunstancias muy diferentes. Pero ello no implica que no pueda intentarse ofrecer una definición del mismo que pueda ser útil y aplicable en todos los escenarios posibles. Sin duda se pueden tener opiniones muy diversas sobre lo que es el mal, pero creemos que con la definición que vamos a manejar en las siguientes líneas quedará poco margen para las interpretaciones.

    1. El mal según Roger Armengol

    En no pocas ocasiones los estudiosos de los temas sociales podemos caer en un error epistemológico muy relevante: el de analizar los procesos observados sin tener en cuenta la vivencia de aquellos que los experimentan. Cierto es que no faltan las encuestas, las entrevistas y las declaraciones de los implicados pero, al menos, en algunos terrenos de estudio, estas informaciones apenas son tenidas en cuenta, publicadas o valoradas por los profesionales en cuestión. En este sentido, los literatos como Stevenson, nos aventajan por goleada, puesto que permiten a sus protagonistas expresarse con claridad.

    Por ejemplo, en la psicopatología y psiquiatría actuales2 la inmensa mayoría de artículos, investigaciones y textos no dan la palabra a las personas de las cuales se ocupan. El criterio biomédico imperante concibe el trastorno mental como un desajuste estrictamente biológico y, en consecuencia, considera que el sujeto nada tiene que aportar sobre su padecer. Este modelo procede del mismo modo con el enfermo canceroso que con el esquizofrénico: no se le pregunta la opinión a propósito del cómo y el porqué de su enfermedad. Una persona lega en medicina que sufre cáncer no puede decirnos nada sobre la mutación celular, la efectividad de la radioterapia o la recidiva de la enfermedad. Pero un ser humano con esquizofrenia sí puede ilustrarnos, y mucho, sobre en qué consiste tal padecer, qué cree que se lo ha causado y qué puede atenuarlo o acentuarlo. No se cae en la cuenta de que la voz de los pacientes con trastornos mentales puede enseñar tanto, o más, que el más erudito de los manuales y el más sofisticado ensayo de investigación.

    Viene esta reflexión a cuento porque, en nuestra opinión, muchos de los posicionamientos académicos sobre el mal están demasiado alejados con respecto a aquellos que pueden dictaminar con mayor precisión en qué consiste, es decir, los damnificados, las víctimas. Sin duda, se puede aprender mucho de la lectura de los libros de historia, de los manuales de sociología y de las grandes obras filosóficas. Pero, aunque no se le puede exigir al testigo o la víctima la objetividad del historiador, tampoco se puede obviar su relato, si se desea obtener un conocimiento lo más cabal posible sobre aquello que se está estudiando.

    En este sentido, Armengol, autor en el que basaremos esta parte de nuestro recorrido, tal y como ya reseñamos en la introducción, cierra un ciclo de cuatro textos3 con una definición del mal tan contundente como audaz:

    […] el mal es el dolor4 y el daño […] puesto que nadie los quiere. […] El dolor es el mal tanto si nos llega a causa de la voluntad de un congénere como si lo sufrimos debido a una enfermedad o a consecuencia de un accidente. De este modo, el mal queda propuesto en razón de quien lo padece con independencia de la causa que lo ocasiona5.

    Al hilo de esta definición cae por su propio peso una distinción fundamental: una cosa es «el mal» y otra «la maldad». El mal sería el dolor, venga de donde venga y la maldad, una acción humana que provoca un daño o un dolor que podrían ser evitables.

    Es obvio que nadie desea ningún tipo de dolor o daño, incluyendo aquellos que puedan derivarse de los fenómenos naturales o accidentales. Pero, como ya avanzamos, no podemos aplicar el concepto de maldad al daño que proviene de, pongamos por caso, una inundación, la caída de un rayo o un acto médico imprescindible para sanarnos. En este sentido, Garzón (2004) nos ayuda a distinguir entre las catástrofes, males o desgracias producidas por causas naturales que escapan a nuestro control y las calamidades, desgracias que resultan de acciones humanas intencionales, no fortuitas, que podrían ser evitadas. Más adelante volveremos sobre este punto, al revisar las estrategias que empleamos para justificar las calamidades que provocamos.

    Volviendo a la definición de Armengol decíamos que se trata de una interpretación contundente. Contundente porque está muy lejos de las especulaciones filosóficas que, en muchas ocasiones, se centran en divagaciones, no exentas de interés, como la paradoja de un dios benevolente que consiente la presencia del mal en la tierra o la relación entre libertad y mal, por poner solo algunos ejemplos.

    Contundente, también, porque sitúa la definición del mal en dos vivencias que nadie desea. Ya lo apuntábamos antes y nuestro autor insiste en ello una y otra vez: nadie desea sufrir el dolor y el daño. Este hecho incuestionable permite, por tanto, una definición de alcance universal. Universal en su sentido más absoluto, ya que es obvio que abarca a todos los humanos y al resto de los animales que pueblan nuestro planeta6.

    Se podría argumentar, en contra de esta última aseveración, que no es cierto que nadie desee para sí mismo el dolor y el daño, que hay personas que parecen buscar activamente experimentar una o ambas cosas. Se citan, por ejemplo, los casos de masoquismo, de los kamikazes japoneses, de los basij iraníes7 o de los terroristas que se inmolan. También hay quienes han escogido la muerte o la tortura para evitar una traición o un sufrimiento a los allegados más queridos. Todos estos casos podrían verse como pruebas que desmienten la universalidad de la propuesta de Armengol.

    Sin embargo, hay que objetar que los masoquistas no buscan el dolor por el dolor. Armengol escribe en tono jocoso pero acertado:

    […] si lo que buscaran los masoquistas fuese el dolor por el dolor lo obtendrían de modo más barato e intenso dándose un buen martillazo en la mano8.

    Los masoquistas, ya sean de tipo sexual o no, utilizan el dolor para establecer una relación personal —claramente enfermiza— frente a sus propias insuficiencias y conflictos personales. El dolor es tan solo un medio, nunca un objetivo último.

    Por lo que respecta a kamikazes, los basij o los terroristas que se inmolan, todos ellos recibieron un adoctrinamiento que influyó en sus decisiones de modo rotundo. Ello no significa, no obstante, que si pudieran evitarse tal agonía no lo hicieran.

    En cuanto a las personas que sacrifican su vida o se someten a sufrimientos como la tortura para salvar a otros, cabe apuntar que todos ellos aceptan el daño que van a sufrir como un mal menor para lograr un fin, supuestamente superior, que consideran no puede ser alcanzado de otro modo. Pero, para ninguno de ellos estas opciones deben ser plato de buen gusto, como resulta obvio.

    Sean o no estos argumentos validos o convincentes, lo que parece innegable es que el común de los mortales y todos los animales procuran evitar al máximo padecer el daño y el dolor. Podemos aceptarlos como parte de un proceso necesario, cuando los consideramos ineludibles, como en un acto médico, en un acto defensivo o en un duelo bien elaborado, por ejemplo. Aun así, como dice Armengol, el dolor y el daño en sí mismos nunca nos complacen.

    Venían estas explicaciones al hilo de comentar la universalidad de la definición propuesta por nuestro autor. Decíamos, también, que nos parece una definición audaz.

    Audaz porque, además de su universalidad, pone la cuestión del mal en boca de aquellos que lo sufren, más que en las palabras de los pensadores y estudiosos que, como nosotros mismos, redactamos textos y revisamos conceptos desde la comodidad de nuestros hogares, adecuadamente pertrechados y relativamente seguros. Como señala Bobbio (1994) la pena de vivir se sustrae a la historia y esta refleja a los poderosos, a los conquistadores. Describe más a los violentos que a los violentados, a los jefes que a los esclavos. Son, mayormente, los Mr. Hyde, más que las niñas atropelladas o los ancianos asesinados, los retratados en los libros de historia, los protagonistas de los documentales y los estudiados por los intelectuales. En este sentido, la definición de Armengol se nos antoja con valor documental, aunque no haya sido este el método empleado por el autor. Documental en el sentido de dar la palabra a los protagonistas de lo estudiado. No cabe duda de que si, como decíamos antes, nos dedicáramos a recoger, grabadora en mano, el testimonio de aquellos que sufren dolor y daño, en especial aquellos derivados del hombre, obtendríamos un relato polifónico pero con un denominador común: «no lo deseaba, hubiese preferido no vivirlo, quiero que esto pare, no deseo que se repita…» y así sin solución de continuidad.

    Audaz, decíamos, porque la idea tiene un sello de trascendencia:

    Que el mal es el dolor es un principio que no puede discutirse si se atiende a lo que dice todo el mundo en todas las épocas, porque nadie acepta el dolor si se puede prescindir de él. Esta noción del mal es constante y, por consiguiente, ahistórica; constante, dado que atraviesa toda la historia de los humanos9.

    Se podría, tras lo dicho, considerar que en otros tiempos se cometieron grandes males, aunque las costumbres y la moral de la época no los contemplasen como tales. Pero, más allá de los juicios históricos que se pudieran establecer, el autor señala que esta concepción del mal puede sostenerse hoy día gracias a que se da por sentado que vivimos en un mundo donde todos los seres humanos deben considerarse como iguales.

    Ciertamente para definir el bien y el mal se precisa de un sistema de valores que los determine, que permita discernir una cosa de la otra. Hemos de tener en cuenta, entonces, que el valor fundacional de nuestra época es, sin duda, la igualdad de los seres humanos.

    Como es sabido, antes no fue así. La humanidad tuvo que esperar muchos siglos hasta que, tras la Revolución Francesa, se proclamase la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la que se decía que: «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». No fue hasta 1948 en que se estableció la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la que de forma explícita se prohíben acciones como: la esclavitud, la tortura, los tratos crueles, inhumanos o degradantes y se instauran los derechos de movimiento, propiedad, pensamiento, conciencia, religión, opinión, expresión, educación, nivel de vida adecuado —vivienda, asistencia médica, alimentación, vestido, etcétera—.

    Pero los valores cambian con las costumbres y, con ellas, la conciencia moral de las personas. ¿Podría darse el caso, entonces, de que el valor de la igualdad llegase a cuestionarse y hasta a reformularse? Sin duda, puesto que estos valores están basados en pactos de mayorías y acuerdos de carácter social, bases que, ciertamente parecen de arenas movedizas (Safranski, 1997). Pero si así fuese, solo cabría considerarlo como un retroceso en el progreso de la humanidad, porque consideramos que la igualdad no es algo que ha de quedar circunscrito a nuestra época, sino que va más allá de la misma y no tiene vuelta atrás. De momento, afortunadamente, solo los más perversos proclaman la superioridad de unos sobre otros, y la igualdad es un valor incuestionable, aunque lamentablemente no universal.

    Cabe apuntar, aunque ya pueda deducirse de lo dicho, que esta definición del mal va más allá de lo que se considera legal o moral. En nombre de la legalidad se han cometido y se siguen cometiendo grandes tropelías, como la pena de muerte, la matanza de ballenas o los desahucios domiciliarios de los más desfavorecidos. Por lo que respecta a la moral, hay que señalar que esta no es ni universal ni igual para todos. La conciencia moral se configura en base a ciertos sentimientos; no es ajena a las costumbres, ni a los productos de la razón —creencias, ideologías, justificaciones— o de la sinrazón —delirios, deseos, fantasías—. La conciencia moral, entonces, puede ser algo muy particular, subjetivo, y estar sometida a errores.

    Por ejemplo, para los psiquiatras del sur de Norteamérica del siglo XIX, lo que era una inmoralidad no era la esclavitud, sino el no aplicar tratamiento curativo a los esclavos que querían huir, puesto que se los consideraba enfermos mentales afectos de drapetomania (Bynum, 2000). Para el capitalismo actual no es inmoral que las empleadas del textil de la India, México, Bangladesh y otros países trabajen en precarias condiciones y como esclavas por unos pocos dólares al mes (Dusster, 2006). Para el Estado español no es inmoral que, en caso de impago hipotecario, el banco se quede el inmueble y el deudor desahuciado siga manteniendo la deuda con la entidad bancaria.

    Confiar, exclusivamente, en la conciencia moral, la virtud, la bondad, la humildad, el raciocinio o los buenos sentimientos del ser humano es una quimera. No porque no existan, que sí lo hacen en la inmensa mayoría de las personas, sino porque la historia nos ha mostrado que, en no pocas ocasiones, estos no salvaguardan a los demás del daño y el dolor, es decir, del mal. La fe en nuestra parte Jekyll puede que nos sea necesaria, pero, lamentablemente, no nos resultará suficiente, como le sucede al protagonista de la historia de Stevenson y a la humanidad en general.

    Puede formularse, entonces, dado que todos somos iguales, un deber no relativo: el deber de no dañar al otro y el de evitar ese daño si nos es posible. Armengol escribe:

    Una ética elemental o primordial para nuestra época tendría que estar basada en el imperativo del respeto a todos para no causar dolor y daño, el mal. Tendría que ser una ética del deber, determinado por las consecuencias del mismo10.

    Armengol coincide aquí con Adorno, el filósofo —amén de músico, psicólogo y sociólogo— en la idea de un imperativo categórico negativo. Adorno (1966) escribe:

    Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico (…) el de orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante. (En este imperativo)… se hace tangible el factor adicional que comporta lo ético. Tangible, corpóreo, porque representa el aborrecimiento, hecho práctico, al inaguantable dolor físico a que están expuestos los individuos11.

    Por tanto, el mal es algo que no se debe repetir, su evitación es exigible. Hay que oponerse a cualquier tipo de mal, erradicarlo en lo posible. Estas condiciones de actuación no parten de la idea del bien, sino del quebranto que deviene de la maldad. Tampoco se basan en la confianza en la razón propia, sino en la contemplación del mal producido. Como señala Bonete (2017) es una ética heterónoma, no autónoma. Este imperativo es universal, es un mandato que afecta a toda la humanidad.

    Siguiendo con la ética, nuestro autor se sitúa claramente en la estela de Alberoni (1981) y Lindner (2006) al proponer una ética igualitaria, basada en los derechos humanos y rechazar la escala vertical del valor humano, en la que habría personas o grupos que poseerían más valor que otros, tal y como sucedía en la Edad Media o en la antigua Grecia.

    Este derecho a la igualdad no depende de ninguna característica individual, no se basa en hechos, ni en la errónea idea de que todos los seres humanos son idénticos en todos sus rasgos particulares, porque es obvio que no lo son. Es una idea moral, independiente de las aptitudes y condiciones de cada cual. Como señala Singer:

    El principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos; es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos12.

    No son las características propias de cada cual —inteligencia, fuerza, personalidad, habilidades, raza, genero, edad, clase social, etcétera— lo que determina cómo debe tratarse a una ser humano, sino su condición de humano. Esa condición nos unifica a todos.

    Por desgracia, esta ética igualitaria aún es incipiente en muchos lugares del mundo y son millones los que viven sometidos a condiciones degradantes y humillantes que les causan graves males.

    2. Otras definiciones

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