Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Dos criadores: Las últimas luces
Dos criadores: Las últimas luces
Dos criadores: Las últimas luces
Libro electrónico314 páginas

Dos criadores: Las últimas luces

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

1968. Los estudiantes toman las calles de París; Perón seduce a bandos inconciliables con guiños y promesas contradictorias desde su propiedad de Puerta de Hierro; y en la Argentina, dos viejos criadores de caballos de carrera, rivales desde los años veinte, presentan por primera vez en un mismo año dos potrillos notables que competirán en un duelo a matar o morir. Cada uno de ellos tiene el potencial de ser el crack de esa temporada pero en la cima solo hay lugar para uno. Tanto González Carranza con sus métodos nazis, como Eduardo, el criador artista, abuelo del joven Martín, forman parte de la historia del turf argentino. Entre ellos hay una inquina personal, tanto por sus temperamentos como por sus prácticas de crianza. 
La novela cuenta la historia de dos familias, su rivalidad, a través de Morning Glory y Courvoisier,  y el creciente enamoramiento de un nieto y una nieta de cada uno de estos dos grandes rivales. 
Transcurre en una época poco explorada literariamente: el Buenos Aires de los 60, sus puntos de encuentro, sus fiestas y lugares nocturnos, sus studs, la gente que trabajaba en ellos, las canciones de la época. Pero en realidad, más allá de la aparente despreocupación del período, el país vive sus últimas luces. Ongañía pasea en carroza por la pista central de la Rural y ya se empiezan a percibir las primeras señales de una época más oscura.
 Jorge Torres Zavaleta es un escritor de primera agua que con impecable estilo explora los mundos que se entrelazan o enfrentan en la Argentina profunda.
 Luisa Valenzuela
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2020
ISBN9789878322131
Dos criadores: Las últimas luces

Relacionado con Dos criadores

Ficción literaria para usted

Ver más

Comentarios para Dos criadores

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Dos criadores - Jorge Torres Zavaleta

    1

    1968

    En ese entonces, el mundo era más lento pero estaba igual de desquiciado. En junio de 1968, yo estuve en la Rural con mi familia y pude ver a Onganía, como un soberano, recorrer en carruaje la pista central saludando con dignidad acartonada, el labio —leporino, según se rumoreaba— oculto tras los mostachos de morsa, el pelo recortado pegado a las sienes. Todo el mundo se movía inventando negocios en ese momento. Yo, en cambio, recién adolescente, ensayaba mis primeros cuentos, como un marinero que se prepara para su primer abordaje.

    En el 68 parecía que los viejos serían eternos; los jóvenes se manifestaban en París, Perón continuaba con sus manejos desde Puerta de Hierro y nuestra vida parecía inalterable.

    Mi abuelo se levantaba temprano; a veces iba con él a ver el apronte de sus caballos en San Isidro o Palermo, donde los principales dueños de los haras eran personajes míticos. Por entonces el público burrero todavía se identificaba con las chaquetillas de cada stud como con las camisetas de los clubes de fútbol. Los colores, como les decíamos, tenían, tanto para los dueños de los studs como para el público adicto, algo de glorioso. En ese devaneo entre el éxito y el fracaso se había debatido toda la vida de mi abuelo; sostener el entusiasmo exigía temple. Y si bien muchas veces —más de las que hubiéramos querido reconocer— había que apechugar, el hambre de triunfo cada tanto adquiría una fuerza renovada, no solo debido a los problemas financieros cada vez más acuciantes, sino a la aparición de un gran caballo o incluso de un crack.

    Como decía mi padre, lo más increíble era que mi abuelo tenía suerte. Mi abuelo no lo consideraba así; muy por el contrario, se consideraba un paciente artesano que a través de los años había sabido preparar o sentar la base de una gran floración en el haras, que se renovaba año tras año, aunque a veces eso no ocurría, lamentablemente; pero hasta que no terminaba la temporada su fe le permitía pensar que el juego no estaba hecho y ya habría, según él, un próximo crack en los potreros. Así que mi padre, a quien no le gustaban los vaivenes de las carreras, pero que no podía sustraerse a las emociones que nos brindaban, venía con nosotros a Palermo o a San Isidro cuando los potrillos de cada haras se disponían a demostrar de qué material estaban hechos. A mí me gustaban esas ocasiones.

    Ahí en Palermo frecuentaba una cantidad de gente a la que fui conociendo poco a poco y formaban la fauna de esos años. Había un señor, Cané, el más joven de todos en ese grupo de personas bastante mayores; era un carrerista fanático, con intereses más amplios, muy entusiasta de Hudson, que una vez me dijo que consideraba a Kafka el mejor escritor del siglo. Había señoras y señores que entonces me parecían de mediana edad a los que ahora recuerdo bastante jóvenes, y algunas chicas y muchachos medio desconcertados entre toda esa gente mayor. Y a veces iba Mora con Santiago y aunque solo fueran unas pocas horas, estar ahí con ella significaba para todos —según creo— una ocasión especial. Si algo faltaba, era que estuviera ahí como cualquiera, y solo cuando partía a su vida en Francia, y tardaba años o meses en volver, nos dábamos cuenta de que había sido toda una ocasión. Y también en aquel año, mientras dos cracks dirimían su supremacía, estaba Fabricia, y eso sí era algo muy especial para mí.

    2

    Fabricia

    A los siete años, yo había andado con ella de la mano en la Rural, cerca del corral redondo donde se lucían los caballos que tanto mi abuelo como González Carranza presentaban en la muestra de ese año. Tenía un aire tímido que me encantaba, piel trigueña, pelo dorado oscuro, ojos verdes y una cara bien armónica, de nariz pequeña y boca expresiva, y, si bien me daba un poco de vergüenza andar de la mano con ella, me parecía lo mejor que podíamos hacer. Sus padres vivían entre Europa y la Argentina y hasta que se establecieron acá nos habíamos encontrado en los años siguientes muy de vez en cuando.

    A partir de los dieciséis años nos vimos en fiestas; luego un fin de semana en la quinta de unos amigos; siempre me sentí conectado con ella y me parecía que a ella le pasaba lo mismo conmigo. A veces, el gran misterio es por qué una mujer determinada nos gusta, pero en el caso de Fabricia para mí era claro que tenía algo especial, como reservado, que me producía ganas de avanzar. Ella fue, en la Rural, la que me ofreció su mano y ese gesto quedó en mí, y mientras caminábamos cerca del corral con sus empalizadas blancas donde daban vueltas los caballos para ser seleccionados y ubicados en las distintas categorías, yo sentía que esa situación era un gran privilegio. De todas maneras, hasta entonces, ese año del alazán con la estrella en la frente, el Mornin, como ya lo conocían en el stud, la situación de ambas familias nos mantenía un tanto alejados. La rivalidad entre González Carranza y mi abuelo era como una fosa entre los dos grupos. Los mayores no se visitaban y sus hijos tampoco; las relaciones eran de simple cortesía y los buenos modales enmascaraban una acérrima rivalidad, porque las rivalidades más enconadas se dan entre la gente que tiene como pasión su oficio o su ocupación, sea el que sea. González Carranza y mi abuelo fueron protagonistas principales de las grandes carreras, cada uno tenía su grupo, no solo familiar sino de amigos y, para evitar momentos incómodos en las carreras, cada grupo familiar se ubicaba en lugares distintos. Así que, aun cuando estábamos bastante cerca, no era fácil salir del grupo sin quedar en evidencia.

    Todo ese tiempo, hasta que fuimos adolescentes, Fabricia y yo nos habíamos portado lo mejor posible, pero entonces yo no estaba dispuesto a perder más tiempo. Habíamos empezado a vernos a escondidas a principios de año, nos íbamos tomar algo o a caminar un poco en las horas del colegio, sin que nadie se enterara. A mí ella me gustaba no solo por su aspecto, sino también, por esa timidez que me parecía enmarcaba una gran hondura de sentimientos.

    Uno, muchos años más tarde, a lo mejor no tendría tanto romanticismo, pero a esa edad, con todo el tiempo por delante, con una chica educada como ella, que siempre había vivido como en cajita de cristal, yo tenía claro que debía ser cuidadoso. Paradójicamente, eso me la acercaba, no expresábamos ni las tres cuartas partes de lo que pensábamos, de alguna manera íbamos juntos hacia una meta.

    Hasta lo que yo alcanzaba a saber, sus padres eran complicados. La madre pertenecía a una familia en muy buena situación —como decía mi abuela— y con su marido y Fabricia pasaron muchos años en Francia, donde estaba depositada gran parte de la fortuna familiar. Era, por lo poco y esporádicamente que la llegué a conocer, una mujer que daba la impresión de tímida rectitud, reservada pero amable, con algo intangible que, en menor grado, tenía su hija. Aunque eran argentinos, toda su raíz familiar estaba establecida en Francia, y a veces Fabricia me hablaba del departamento grande en París. Por suerte, Buenos Aires le gustaba; decía que las chicas argentinas daban su amistad más rápido que las francesas. Pero, por comentarios que fui recogiendo años más tarde, creo que sus compañeras de colegio, y otras chicas que conoció acá, si bien la querían, tenían un problema parecido al mío con ella, por ese aire levemente intangible de Fabricia, que a mis ojos le daba cierto prestigio y me hacía sentir la necesidad de estar a su lado.

    El padre de Fabricia, hijo mayor de González Carranza, era muy amigo de uno de los hermanos de mi padre. Según todos decían, Owen era buena gente, aunque de menor entidad que el padre que, además del haras y de atender sus campos, había hecho sus incursiones en la política, aunque con resultados cuestionables, según aseguraba mi abuelo. Owen era considerado con afecto por casi todo el mundo, pero la opinión prevaleciente era que su envergadura resultaba decididamente menor a la de su padre. Nunca le faltó nada y nunca había hecho, salvo en los deportes, en los que se destacó, un gran esfuerzo; a diferencia de González Carranza era un hombre de bastante buen carácter, a quien las francesas consideraban charmant, de gran éxito y, según se comentaba, fue un enfant gâté desde siempre. Era, según me parecía entonces, un tanto intrascendente, aunque a esa edad mía me resultaba difícil saber qué puntos calzaba. Ambos padres adoraban a su hija Fabricia. Su hermana mayor hacía rato había tomado las riendas de su propia vida. Tenía un aire de calma competencia y después de recibirse en una carrera que no se cursaba en la Argentina aún, se instaló en Europa por su cuenta y estaba por casarse con un conde francés de situación muy sólida y dueño de un lindo castillo en la Provenza. De esta manera, la familia inmediata se había dividido un poco y, mientras hacían tiempo en la Argentina, Owen arreglaba ciertos negocios, esperando que Fabricia terminara el colegio; ya era su penúltimo año y después se vería. Vivían en la gran casa de González Carranza, que no quedaba lejos de la de mis abuelos. Todo el mundo decía que, a pesar de lo tímida que era, Justine, la mujer de Owen y madre de Fabricia, era tan educada y principesca que, si bien González Carranza tenía unos humorazos que podían envolver el cuarto donde estaba en una especie de nube negra, siempre se comportó en su trato con ella como si Justine fuera un miembro de la realeza que, a fuerza de buenos modales, se deslizaba sobre cualquier equívoco o impaciencia. La gente decía que después de probarla un poco había llegado a admirarla. Si algo sabía Justine, a esa altura, era mantener una fachada casi imperturbable.

    Owen —que en realidad se llamaba Federico, pero un profesor de inglés lo había apodado así porque cuando no entregaba los deberes decía Oh, well— era a veces un tanto indiscreto. Owen era más que indiscreto. Tenía un barco famoso donde invitaba a las mujeres más lindas, desde boutiqueras vistosas hasta chicas de buen ver y señoras ya separadas y, como era íntimo del hermano menor de mi padre, que se había divorciado bastante rápidamente, ambos organizaban juntos salidas y la pasaban perfecto. Cuando yo era chico, a eso de los catorce años, mi tío me invitó a su propio barco y había allí una cantidad de señoras muy lindas, encantadoras y bien arregladas, que, para congraciarse aún más con mi tío, creo yo ahora, me hicieron mil carantoñas, por lo que volví a casa disgustadísimo con mi padre porque me parecía que no había derecho de que no hiciera una vida así. Mis padres nunca permitieron que volviera a ese barco y ese fue uno de los momentos en los que me di cuenta de que, si uno quiere que sus deseos progresen, hay que usar un poco la picardía y el silencio, o por lo menos cierta cautela, y no ir por ahí expresándose a fondo, porque en ese caso no se sabe cómo van a ser las reacciones de los demás.

    Fabricia, desde ya, nunca iba al barco de su padre. Justine era alérgica a ese ambiente y dejaba que ese fuera el territorio de Owen. Allí jugaba fuera de los límites cotidianos, sin flejes, digamos, y ella, que en eso era muy francesa, hacía manga ancha y, además, según parece, lo quería mucho, así que dejaba que esa fuera su zona franca y fingía que lo que sucedía ahí no era de su incumbencia. Owen, en Buenos Aires, no era de salir de noche; si tenía un asunto, como decían entonces, era a la tarde, hora en que debía estar en su escritorio. Pero de todas maneras, como declaró mi tío, que tenía un humor ligero, el pobre ya cumplía con ir al escritorio a la mañana. Sin embargo, a comer a la casa, nunca faltaba y esas, decía Fabricia, eran comidas bastante aburridas donde González Carranza a veces estaba, como dicen los españoles, mirando el plato con albóndigas o, si se encontraba de buen humor, comentaba lo mal que estaba el país, aunque desde hacía unos años estaba más optimista con Onganía. La mujer de González Carranza era buenaza aunque medio plasta, sin mucho carácter. Las personas que más admiraba eran su marido y sus hijos y pocas veces se le escuchó una opinión independiente.

    El otro hijo de González Carranza, el segundo, no vivía con ellos. Se había recibido joven de abogado, a su debido tiempo; tenía un campo que trabajaba y un buen estudio de abogacía y colaboraba como comentarista político en distintos semanarios. Se trataba de un hombre, creo, de pocas convicciones, salvo las del momento político en que escribía. Tenía el gran defecto, pienso ahora, de llevar en sí una naturaleza demasiado plástica, que buscaba encontrar siempre lo mejor de cada época y de esa manera se adhería a cada una de nuestras equivocaciones, que ya eran muchas. Yo no le tenía mucha simpatía, porque una vez que fui a misa el domingo, y me ubiqué a su lado por casualidad, me persigné con la mano izquierda y él me dijo, aunque me conocía poco: M´hijo, uno solo se persigna con la mano derecha, ¿no?. Y hubo algo en su voz que no me gustó. Porque si bien Owen, el padre de Fabricia, en el fondo era un poco como su madre y lo que más le importaba era la vida privada o tal vez la íntima, Vicente se parecía más a su padre, en el sentido de que creía, me parece, que la vida era, desde todo punto de vista, una relación de fuerzas antagónicas, una especie de combate. Además, había ido a un colegio jesuita donde le habían enseñado a conocer los defectos del contrincante y dado una pátina de cultura, cosa que González Carranza no tenía y tampoco el padre de Fabricia. En ellos, los modales servían como un pasaporte, al revés de lo que pasaba con mi abuelo y mi padre, que de esa manera revelaban, a mi modo de ver, un buen contenido, lo cual hacía que su trato agradable tuviera verdadero sentido. Vicente admiraba a Maquiavelo, pero creo que sin entender que lo que estaba bien para un principado de los Borgia no era lo ideal para una república; no era afecto a El Banquete de Platón, decía que se trataba de una cantidad de degenerados chismorreando, pero sí aprobaba la República, un libro más serio, que por algo expulsaba a los poetas; sostenía que Alemania había tenido sus razones y que el pacto de Versalles había sido una vergüenza. Admiraba cautelosamente a Rosas, pero no lo decía con frecuencia porque muchas familias de gente conocida no lo habían pasado bien en esa época. No era peronista; a la familia de Justine el régimen les había expropiado muchos bienes. No obstante, aunque tenía alguna simpatía por el General, que por lo menos no era comunista, siempre adhirió, como muchos de sus contemporáneos, a todo lo que fuera militar. Para la época de esta historia era un firme sostenedor de todo aquello que a mí, con una mente no entrenada para la abogacía, las finanzas o la economía, me parecía bastante estúpido. Yo en el fondo presentía que era mi enemigo natural.

    Y después de vivir un poco y de haber acumulado experiencia todavía me pregunto por qué esa gente tomaba en serio a personajes como Onganía. ¿Acaso porque no había otro? ¿O porque los otros militares eran parecidos a él? ¿O porque ellos eran parecidos? ¿O tal vez porque todo el país, cada uno a su manera, aunque en algunos casos se tratara de gente capaz, se había vuelto tan estúpido como el mundo entero, enredado en una cantidad de venganzas, retribuciones e intereses que nos fueron hundiendo durante los cuarenta años siguientes?

    3

    En el potrero

    —¿Pero a vos te parece, papito?

    —No veo por qué no. Miralo bien. ¿No te parece que tiene algo? ¿Y sabés una cosa? Lo más importante es lo que no se ve.

    —Ah, claro. Así uno puede decir cualquier cosa.

    —No te creas. Pensá en todo el material genético que lleva, imaginate las condiciones que se van a dar todas juntas cuando corra en las pistas.

    —Papito, yo creo que exagerás.

    Estábamos mirando la figura de un lindo alazán tostado con una estrella en la frente, un potrillo de mediana alzada, de anca poderosa, paleta inclinada y linda cabeza, tal vez un poco fuerte. Mi abuelo decía que los caballos de esa familia tenían mucho nervio a la hora de correr; el problema era que a veces los hijos de las yeguas de esa línea tenían tendencia a mancarse, un problema en las cuerdas de la manos. A veces las crías tenían pichicos demasiado cortos, pero él creía que el padrillo nuevo había compensado muy bien ese defecto.

    —No, Antonio. Este es una fija. Hace como cuarenta años que vengo con la ilusión de crear un caballo perfecto. A este lo fui armando a partir de sus tatarabuelos, porque todos los elementos de su pedigree, menos el que me faltaba, están en este haras; al padrillo nuevo lo compré justamente para estos casos. Es como armar un edificio de departamentos, un piso a la vez, con sangres complementarias, que se refuerzan unas a otras.

    —Pero, papito, ¿vos sabés realmente lo que pasa con los genes?

    —Mirale el físico. Observá el porte que tiene y cómo galopa; los deja atrás a todos. Yo te puedo rastrear en cada uno de sus ancestros sus distintas cualidades y defectos; puedo intuir, te diría saber, a esta altura es bastante probable, todo acerca de sus genes recesivos y dominantes. No, Antonio, este caballo puede ser un crack. Y si es un crack, cuando sea padrillo va a producir más cracks y aunque lo vendamos eso va a valorizar toda nuestra producción y vamos a salir de las dificultades.

    —Bueno, ojalá que sí. Pero la deuda se puede volver inmanejable.

    —Si yo no me hubiera endeudado un poco más con el padrillo nuevo no tendríamos la posibilidad de producir otros cracks.

    Estábamos en el coche de caballos, traqueteando por los potreros, que tenían el nombre de nuestros padrillos: Amsterdam, Botafogo, Bahram, Craganour, Rustom Pasha, palabras que traían sus historias y romances y evocaban carreras en Europa y Argentina y en donde crecieron generaciones de potrillos que habían pastado con sus madres en esos campos ondulados, rodeados de pinos marítimos y álamos.

    Me parecía el lugar más lindo del mundo, sentía que era como vivir dentro de una obra de arte única y perfecta.

    El lugar se había ido formando poco a poco; mi tatarabuelo luchó contra los indios, que quemaron cinco veces sus edificaciones. No les hacía ninguna gracia que su padre hubiera tratado de instalarse ahí, desde la época de Rivadavia. Al morir don Tarcisio, Calfucurá, que entonces tenía ciento un años y estaba armando una gran confederación de indios, arrasó las edificaciones nuevas cuando su viuda ya había llevado a los hijos a cursar el colegio en Inglaterra.

    Años después, al volver al campo, a los veintitantos, basándose en los conocimientos adquiridos durante su experiencia inglesa, mi bisabuelo Eduardo dividió los potreros, plantó los árboles, construyó los galpones, la padrillería, los puestos y la casa, diseñó los jardines y sembró las pasturas. Su vida había sido novelesca, pero a esa altura, a mis dieciocho años de entonces, yo aún no conocía bien todo ese esfuerzo. Sabía que había muerto, bastante comprometido económicamente, cuando mi abuelo ya tenía treinta años. Él hablaba pocas veces del padre, que en su época llamaban el lord del campo de las sierras; se concentraba siempre en el presente. Si bien empleó una buena parte de su vida en controlar y remediar las alternativas de la fortuna de su padre, su vida de criador había sido fructífera, siempre logró zafar de los aprietes económicos y su objetivo era lograr cracks generación tras generación. Los demás, salvo la tía Bruna, que era la más fanática, lo acompañaban por timidez y educación.

    Mi abuelo a veces decía que había nacido con cucharita de oro, aunque que se la habían sacado bien pronto. A través de las narraciones familiares lo que quedaba claro era que su padre se había fundido durante la presidencia de Alvear, aunque algunas versiones hablan de Justo. Sea como sea, mi bisabuelo y Alvear eran amigos y según se comentaba, Alvear nunca lo apoyó en sus reclamos y la relación se resintió. La tía Bruna insistía en que Alvear había estado muy mal. Mi bisabuela Felisa apadrinó en los primeros vericuetos sociales a la mujer de Alvear, Regina Pacini, la ex-cantante de ópera que renunció a su arte de gran intérprete por acompañar a don Marcelo.

    Así que ahí estaba mi abuelo, con una deuda que se hacía más grande año tras año y un padrillo nuevo en el que depositaba todas sus esperanzas. Era el padre del potrillo que le gustaba.

    Yo dije:

    —Me gusta. Tiene algo.

    Mi abuelo respondió:

    —Sí. Te llena el ojo, como decía mi padre.

    Muy de vez en cuando mi abuelo citaba alguna frase del iniciador del campo de las sierras, tal como lo llamábamos entonces, porque su nombre, Eduardo, que era también el de mi abuelo, no nos parecía suficiente para dar la idea de lo que había hecho: el campo de las sierras que todos nosotros adorábamos.

    Era un cálido y blando paraíso, a pesar de las tensiones familiares. Lo que ocurría era que al ser el lugar tan especial nos parecía imposible no ser felices ahí. Pero las complicaciones se superponían como las generaciones incesantes de los pedigrees y esa tierra amada pedía año a año mayores sacrificios. Lo cierto era que resultaba difícil pretender vivir de todo eso.

    —Bueno —le dijo mi abuelo a mi tío Antonio—. ¿Te animás a probar?

    Tenía el control total. Mis tíos se dedicaban a otros menesteres y él llevaba las riendas. Manejaba su propio imperio y lo que él decía era palabra santa.

    —Mirá —dijo el tío Antonio—. Vos vas a hacer lo que quieras y los demás te vamos a acompañar.

    El tío Antonio había estado toda la vida al lado de su padre, siempre con la idea de sucederlo cuando el momento fuera propicio. Pero mi abuelo tenía voluntad de mando y una salud de hierro y a las cansadas Antonio se había dedicado a negocios propios, aunque siempre se mantuvo en el campo de las sierras. En cierta forma, él figuró desde siempre como el futuro dueño; porque en mi familia había una relación un tanto medieval con la tierra, y mi madre, aunque era la mayor, no tenía casi injerencia y tampoco la pidió. Mi padre nos contaba sus opiniones a ella y a mí, y por eso yo creo que, en contraste con mis primos, yo era más realista para valorar los problemas. Antonio era el mayor de los varones, era el siguiente en la cadena de mandos y yo asistía desde un palco lejano a esa función. Dijo, creo que de mala gana:

    —No te preocupes, estamos con vos.

    Pero mientras hablaba abría y cerraba los dedos de las manos.

    El alazán galopaba delante de nosotros, parecía que les sacaba metros al resto con cada paso y se me ocurrió que era un mecanismo perfecto. Pero, sin haber demostrado aún sus condiciones en las pistas, sin carreras ganadas a su favor, solo valía como un buen potrillo más y, aunque mi abuelo dictaminara que tenía potencial, también hubiera sido útil que entrara en nuestras arcas lo más pronto posible el precio de su venta en el Tattersall. Sí, este caballo está muy bien, pensé. Por lo que alcanzaba a ver era inobjetable y además tenía personalidad, un nervio y un magnetismo que hacían que uno se fijara en él.

    —Está bien, si a vos te parece, se guarda y no hay más qué hablar —dijo Antonio después de una corta pausa.

    —Con un poco de suerte, este es el crack del año —dijo mi abuelo—. Acordate: se llama Morning Glory, de pura casualidad le puse un nombre bien auspicioso.

    Y volvimos hacia la caballeriza al trote acompasado de las tordillas.

    4

    Dos maneras de criar

    A esta altura creo que hay dos maneras de lograr un caballo de carrera excepcional: una es producirlo aplicando la pura brutalidad. Otra es construir con una mezcla de arte y oficio la genética de un crack supremo.

    El primer método era el de González Carranza. Se había inspirado en el ejemplo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1