Dar(se) cuenta: De qué pasado venimos...y a qué presente hemos ido a parar
Por Manuel Cruz
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La expresión que da título al libro, "dar(se) cuenta", alberga un doble sentido sobre el que conviene advertir.
Alude a la vez a la comprensión "date cuenta de lo que estás haciendo" y a la responsabilidad "tendrás que dar cuenta de las consecuencias de tus actos". Es decir, remite tanto a la conciencia como al hacerse cargo de las propias acciones.
En lo que sigue, el autor se sirve de dicha expresión como farolillo o linterna con la que orientarse en una doble travesía: de qué pasado venimos... y a qué presente hemos ido a parar.
En ese sentido, el ensayo tiene mucho de cuaderno de viajes entre dos momentos de la historia en cuyo contraste, podríamos afirmar que queda dibujado el signo primordial de lo que estamos viviendo.
Por otro lado, en 'Dar(se) cuenta' se levanta acta también de una segunda travesía de diferente naturaleza: la llevada a la práctica de la actividad intelectual al compromiso político.
La conclusión que se desprende de esta doble travesía es que, en realidad, los dos sentidos de la expresión "dar(se) cuenta", lejos de constituir una curiosa ambigüedad, una mera broma del lenguaje, representan en realidad las dos caras de una misma moneda.
O, si se prefiere, que el viaje de la teoría a la práctica tiene camino de vuelta. Y que convocar a la acción nunca pueda ser la última palabra: la última palabra solo puede equivaler a rendir cuentas de lo realizado.
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Dar(se) cuenta - Manuel Cruz
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NOTA PREVIA
La expresión asumir responsabilidad
es un mero flatus vocis si no incluye atribuirse la reparación de los daños que la propia acción haya podido provocar
La expresión que da título al presente texto, dar(se) cuenta
, alberga un doble sentido sobre el que conviene reparar, tal vez porque no sea del todo casual. Su anfibología recuerda la de otra expresión en cierto modo análoga, de la que yo mismo me he servido en alguna otra ocasión, la expresión hacerse cargo
. Y de la misma forma que esta última evoca a la vez la comprensión (hazte cargo de mis sentimientos
) y la responsabilización (hazte cargo de la reparación de los desperfectos causados
), así también la elegida en esta ocasión para titular lo que sigue remite tanto a la rendición de cuentas como a la conciencia.
Pero no dejemos en mera insinuación la posibilidad de que dicha equivocidad sea algo más que casual y aceptemos que tal vez nos esté señalando la íntima conexión entre ambas dimensiones, que en cierta medida vienen a ser la del conocimiento y la de la acción. En efecto, no hay, en sentido propio, conocimiento de lo humano que no incluya esa dimensión reflexiva, comprensiva, que nombramos a través de fórmulas como hacerse cargo
o darse cuenta
. Pero no es menos cierto que la expresión asumir responsabilidad
es un mero flatus vocis si no incluye atribuirse la reparación de los daños que la propia acción haya podido provocar. En ese sentido, por tanto, la aparente ambigüedad inicial está señalando es el anverso y el reverso de una misma cosa, la cara y la cruz de la misma moneda.
Todavía un estrato semántico más. Porque la reflexividad se predica no solo de la conciencia sino también de la acción. Darse cuenta no es solo ser consciente: es también rendir cuentas de uno mismo ante sí mismo, sin que quepa considerar este último aspecto como algo menor o poco importante. Lejos de eso, nos está señalando una dimensión fundamental de nuestra propia actividad. Y de idéntica manera que Platón pudo afirmar que la filosofía es el silencioso diálogo del alma consigo misma, así también podríamos sostener, más en general, que el auténtico pensar solo puede entenderse como un rendir cuentas ante uno mismo. Tampoco de esta afirmación cabe predicar su condición de obvia o trivial. Me atrevería a afirmar que casi al contrario. De hecho, es lo opuesto de ese tan frecuente cargarse de razones
en el que se da por descontado que el balance final de la reflexión no admite otro saldo que el positivo, por ratificador, de tal manera que solo se aceptan los argumentos que favorezcan semejante conclusión, desdeñando por completo cualesquiera otros, especialmente aquellos que nos podrían abocar a la revisión radical de nuestros propios planteamientos.
Es desde esta perspectiva desde la que no solo se tiene que entender el presente texto en su conjunto, sino también desde la que conviene interpretar la lógica interna que organiza la secuencia de sus partes. Una lógica que, por utilizar de nuevo una expresión utilizada en otra parte, tal vez se podría describir echando mano de la metáfora del ojo de halcón, que parte de la mirada más general para terminar tomando tierra en lo más concreto. La elegida aquí no es una opción gratuita o caprichosa, sino probablemente necesaria, ineludible, si se quiere interpretar de manera adecuada lo inmediato. La referencia al marco histórico general y a los principios teóricos desde los que se piensa (o al lugar teórico desde el que se va a hablar, por decirlo muy a la francesa) permite, además, ubicar ideológicamente al autor y, en consecuencia, proporcionarle al lector las coordenadas para que pueda ponderar críticamente los juicios de valor que aquel plantee.
Un par de consideraciones finales, de carácter más bien técnico, antes de entrar de lleno en el texto. Los materiales que se recogen en el anexo no se limitan a ser, en el sentido que se explica a continuación, una mera transcripción de las intervenciones que llevé a cabo como diputado en el Congreso en la primera etapa de la XIIª Legislatura (esto es, mientras estuvo el PP en el Gobierno) y que finalizó en mayo de 2018. Algunas han sido aligeradas de aspectos que podían resultar tediosos o arduos, por demasiado técnicos o específicos, para el lector no interesado de manera directa en el asunto que en aquel momento se trataba. Un ejemplo de aspectos eliminados sería la referencia al montante de partidas presupuestarias concretas, al tanto por ciento que alcanzaron determinados recortes y otras informaciones análogas que se suelen barajar en los debates parlamentarios. En todo caso, lo que se ha mantenido en el texto se corresponde literalmente con los términos de mis intervenciones.
Ahora bien, no solo se ha procedido a eliminar algunos tramos de las mismas por la razones mencionadas, sino que también se han recuperado (e incorporado al texto que el lector tiene ahora en sus manos) aquellos otros que fueron eliminados en su momento por las ineludibles restricciones de tiempo a que obliga el reglamento de la cámara. En efecto, como es sabido, las intervenciones de los diputados tanto en plenos como en comisiones están sometidas a un severo control en lo tocante a su duración, lo que a menudo obliga al interviniente a prescindir de argumentos o desarrollos que, de no existir dicha limitación temporal, incorporaría a su exposición para enriquecerla. Me ha parecido relevante, por informativo, ofrecer en tales casos la versión completa de la intervención tal como en su origen fue pensada.
CAPÍTULO I.
A MODO DE INTRODUCCIÓN.
LAS REGLAS DEL JUEGO.
Entrar en dudas.
De la duda filosófica cabría predicar su condición de duda orientada
, en la medida en que, al formular una interrogación, empieza a dibujar una vía por la que la reflexión debería proseguir
Fernando Savater suele afirmar que la filosofía no está para salir de dudas, sino para entrar en dudas. Me acordaba de su afirmación leyendo una entrevista que le hicieron hace un tiempo a Victoria Camps, a raíz de la aparición de su libro Elogio de la duda. Ponía el entrevistador como premisa para no recuerdo qué pregunta que la duda no era sexy. Admito el estupor que me causó tal premisa, viniendo de alguien que se supone que tiene precisamente como oficio trasladarle dudas a sus entrevistados.
Tal vez el periodista en cuestión se estuviera haciendo eco, sin darse demasiada cuenta, de un convencimiento por desgracia demasiado extendido en nuestra sociedad, y del que son parientes desigualmente próximos todas esas actitudes que relativizan (cuando no obvian) la necesidad del cuestionamiento y la reflexión crítica. Porque en ese desdén hacia la duda coinciden en estos tiempos tanto los dogmatismos de variado pelaje, inmunes a cualquier argumento o dato en contra (ya saben aquella definición de dogmático: es quien, a cualquier cuestión que se le plantee, responde más a mi favor
), como los emotivismos demagógicos que sitúan en unos sentimientos inmunes por definición a cualquier impugnación (¿qué cabe debatir respecto a emociones de signo opuesto?) el fundamento de nuestras conductas, como, en fin, los actuales apologetas del sentido común, que asumen como buena cualquier afirmación por el mero hecho de estar muy extendida, contraviniendo así el dictum de Stuart Mill según el cual no es libre el que se limita a sumarse a la corriente mayoritaria.
En realidad, a poco que uno haga un recorrido por las vicisitudes de la duda a lo largo de la historia del pensamiento (de Platón a Rawls, pasando por Descartes, Spinoza, Montaigne o Wittgenstein, por citar tan solo a algunos de los más destacados), comprobará que la duda tiene dos orillas o que, quizá mejor dicho, para reconocer todo su valor conviene entenderla a la luz de dos consideraciones.
En primer lugar, la duda no implica ignorancia sino conocimiento. Dudar de algo significa señalarle a la reflexión un camino. De la misma forma que en los últimos tiempos los comentaristas futbolísticos gustan de utilizar la expresión control orientado
para referirse al jugador que no solo se hace con el balón sino que, en el mismo movimiento, inicia una determinada jugada, así también de la duda filosófica cabría predicar su condición de duda orientada
, en la medida en que, al formular una interrogación, empieza a dibujar una vía por la que la reflexión debería proseguir.
En cierto modo de ahí se desprende la segunda consideración fundamental relacionada con la naturaleza de la duda, a saber, su condición limitada. La duda en modo alguno desemboca en la parálisis de la acción precisamente porque conoce sus propios límites. La duda radical es capaz de dudar también de sí misma, precisamente porque se atreve a reconocer su condición instrumental. La duda no es un fin sino un medio. En la medida en que constituye una herramienta para el conocimiento, de ella podría decirse, parafraseando al Nietzsche de la Segunda Intempestiva, que su valor se mide por su utilidad para la vida. De ahí que quien de veras filosofa ni tiene miedo a dudar ni le asusta hacer propuestas. O también: de la misma manera que no teme afirmar que carece de sentido empezar de cero a cada rato, también se atreve a poner en cuestión lo más sagrado que para él es –oh paradojas del pensamiento- la filosofía misma.
Cuando se ilumina la estancia, no podemos dejar de ver.
La filosofía en cuanto tal, el pensar mismo, es una fiesta, un fogonazo de luz en medio de la cerrada noche de la mediocridad y la ignorancia. Una de las intensidades mayores que le ha sido dada al ser humano.
Decir que este es un libro escrito por un filósofo no es decir mucho, en el sentido de que no le permite al lector anticipar lo que se va a encontrar si prosigue con la lectura. Porque el filósofo reflexiona sobre cualquier cosa. No reside ahí su especificidad, sino en que no lleva a cabo dicha reflexión de cualquier manera. Digámoslo de forma resumida: no existen temas específicamente filosóficos, sino un tratamiento filosófico de casi cualquier tema. El filósofo sabe que aquello sobre lo que más importa pensar está en un sitio distinto a aquel en el que todos se empeñan en buscar: no se encuentra en un rincón escondido, en ninguna profundidad insondable o en ninguna estratosférica lejanía, sino a la vista de todos. El filósofo no ve, pues, más que los demás (no tiene rayos X en los ojos ni el equivalente a ningún poder extrasensorial): ve lo mismo que todo el mundo, se maneja, al igual que el resto de seres humanos, con las solas herramientas de su razón y su palabra, pero posa su mirada en aspectos que al común de la gente, entretenida en sus afanes cotidianos, le suelen pasar desapercibidos.
De este tipo de consideraciones, familiares para muchos y a las que sin esfuerzo se le podrían sumar otras no menos familiares planteadas por clásicos de la filosofía (quién no se ha tropezado alguna vez con las citas todo hombre es filósofo
, de Gramsci, la filosofía enseña a la mosca la salida del frasco
, de Wittgenstein, o la filosofía es un gran caer en la cuenta
, de Ortega, por mencionar solo algunas de las más célebres, aunque también nos serviría a los mismos efectos aludir a la carta robada de Poe), se acostumbra a extraer como conclusión destacada la de que el discurso filosófico no es algo abstruso y alejado del mundo real, sino algo perfectamente comprensible y próximo.
La conclusión es sustancialmente correcta, pero insuficiente. Es verdad, pero no toda la verdad. Dar a entender que la filosofía resulta susceptible de ser acercada a lo más inmediato