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Los españoles nacidos en la posguerra fuimos expuestos a una narrativa épica de la Guerra de la Independencia, que se presentó como un hito en la historia de la resistencia española contra invasores extranjeros, desde Numancia y Sagunto. El mito de una España indomable en 1808, que se resiste a la dominación extranjera, fue fuertemente promovido durante el franquismo, incluso a través del cine de la época, como la película Agustina de Aragón (1950), que retrata a la heroína defensora de Zaragoza.
El propio franquismo remodeló su mitología en el cine. Es un buen ejemplo de Tulio Demicheli (1959), con el corazón partido de la cupletista entre el casticismo representado por el bandolero y el europeísmo encarnado por el soldado francés. Y ella, en medio, muriendo al no poder o no saber elegir. Unos años antes, tal contraposición, en términos de equiparación era impensable. El correlato de la España indómita, fabricada en aquellos tiempos, era el de la anti-España, la de los afrancesados, los traidores, los que renunciarían a la lucha contra el invasor por comodidad o por cobardía. La excepción a la regla de la dignidad española. Pero hay que tener muy presente que el franquismo no hizo sino capitalizar en su interés el viejo discurso romántico nacionalista que había sido alimentado con las gestas del Dos de Mayo o la defensa heroica de los sitios durante la contienda, con toda su carga emocional. La guerra