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u padre era el alcalde de la principal ciudad textil de Suecia, el buque insignia de la Revolución Industrial en el país. Quizá por eso Hjalmar Stolpe aspiraba a ser lo que, en el siglo xix, se llamaba un naturalista. Formado en zoología y botánica en la universidad más antigua de Escandinavia, quería especializarse en entomología. Debido a los insectos, precisamente, se había desplazado a Björkö, la “isla del abedul”. Estaba situada en el lago Mälaren, una treintena de kilómetros tierra adentro desde Estocolmo. No obstante, ese idílico paisaje de fiordos, suaves colinas y bosquecillos dispersos le tenía reservado otro destino. Sin haber completado aún su posgrado en Upsala, Stolpe fue tropezando en Björkö con una cantidad sorprendente de ámbar. Buscaba especímenes fosilizados para su colección entomológica, pero no tardó en darse cuenta de que el