Corre el año 29 a. C. y Roma está espléndida. Sus calles rugen con el clamor de miles de ciudadanos que muestran su adhesión al protagonista de una celebración muy romana. Octavio, ascendido a augusto por efecto de sus destrezas, lidera un triunfo que conmemora su victoria sobre el traidor Antonio y esa malvada mujer rica en ardides, Cleopatra. El desfile, que se alarga durante horas, tiene como punto culminante la aparición del cuerpo, aunque en efigie, de Cleopatra, a la que la propaganda de Augusto ha convertido en una hechicera africana prostituida.
La reacción de los romanos ante la imagen de su enemiga difiere mucho de la que brindan a su paternalista líder Augusto cuando aparece, magnífico, sobre un carro. Delante de él avanzan, cubiertas de cadenas de oro, tres pequeñas figuras: los hijos de Antonio y Cleopatra. Los dos mayores, gemelos, niño y niña, van disfrazados del sol y de la